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¿Tigrecito del Cono Sur?
Por Alfredo Zaiat
Muchos pueden pensar que después del default, el canje con quita y el pago adelantado al FMI se resolvió el tema de la deuda. Creencia que no tiene origen en una actitud negadora ante una dificultad, sino que el inmediato horizonte aliviado de vencimientos y un crecimiento fuerte de la economía hicieron manejable un problema que está lejos de haber sido superado. Varias son las variables relevantes para estimar el desarrollo futuro de la deuda y qué carga tendrá que afrontar la sociedad. Pero si no se contabiliza un crecimiento elevado y sostenido en el tiempo, el peso de la deuda será otra vez motivo de zozobra. Esa restricción es una de las debilidades pero también uno de los más interesantes desafíos del actual modelo del dólar alto: todo su andamiaje se sostiene, sin tensiones que amenacen su derrumbe, solamente con importantes aumentos del Producto en los próximos años.
El crecimiento a tasas chinas permitió hasta ahora lentas mejoras en indicadores sociales (pobreza e indigencia), reducción en el índice de desocupación que de todos modos se resiste a bajar al dígito, disputados avances salariales que pese a los ajustes la mayoría sigue perdiendo en relación a la inflación, el impulso a la inversión global con obras públicas financiadas con recursos fiscales, y también pagar la deuda sin stress. La crisis ha sido de tal magnitud que si la economía no sigue avanzando a ritmo acelerado, cada una de esas variables empezaría otra vez a cargar la olla a presión. La cuestión es que no ha sido usual en los últimos setenta años que la economía argentina crezca tanto y durante tanto tiempo. ¿O está naciendo un nuevo tigrecito asiático ubicado en el Cono Sur de América latina y todavía casi nadie se enteró?
Más allá de si el destino será o no “asiático” para Argentina, no deja de sorprender el “deseo” de los especialistas en pronósticos errados de que la economía comience a desacelerarse. Sus recomendaciones de enfriar con suba de tasas y un ajuste fiscal aún mayor para frenar la inflación, o la de dejar caer el dólar, equivalen a confiar en el escorpión montado sobre la rana en el medio del río. Si la economía no crece a marcha china, la base política del Gobierno empezará a debilitarse por las propias restricciones del modelo del dólar alto. En ese margen de tensión se puede empezar a entender la estrategia de incentivar la demanda con el riesgo de incorporar presiones sobre el esquema de precios ante ciertas limitaciones por el lado de la oferta. La inflación, que es una de las más relevantes manifestaciones de esa dinámica, adquiere así una lectura desde la política. Un poco más de inflación, sin superar límites sociales tolerables, con fuerte crecimiento es el reaseguro para un tránsito aliviado en el terreno político. En ese sentido, basta elaborar escenarios de la evolución de la pobreza, indigencia, desocupación y salarios, además de los compromisos de la deuda, con un crecimiento “normal” del 3 al 4 por ciento por año. Si con tasas “chinas” del 9 por ciento durante cuatro años (el 2006 terminará cerca de ese numerito) esas variables mejoraron pero no a mucha velocidad y aún siguen registrando índices críticos, no hace falta mucha imaginación para estimar cuál sería el panorama –político y social– en un escenario más modesto.
Puede ser que por el intenso rebote de la economía y la manifestación de riquezas de unos pocos vayan generando la falsa ilusión de que todo se ha ordenado. Los exitistas del Gobierno –que hay muchos– y los conformistas oficialistas –varios más– pueden tropezar con la misma trampa de los noventa. En los años dorados de la convertibilidad, cuando había ganancias fáciles y rentas elevadas, muchos creían que Argentina se había subido al tren del Primer Mundo. El modelo del dólar alto corre el riesgo de generar una situación similar, con consumos sofisticados de la clase media que se recuperó y burbujas financieras e inmobiliarias que regalan utilidades crecientes para un núcleo reducido y compacto de la sociedad. El interrogante que surge, entonces, es cuál es el futuro de un modelo que sólo es sustentable y se puede desarrollar con holgura con tasas de crecimiento con un piso del 7 y una meseta del 9 por ciento. La respuesta inmediata es un futuro de tensión. De caminar por senderos estrechos. En un esquema de laboratorio esa incógnita se resuelve con más inversión. Para ello se requiere de un sector privado con vocación y perspectivas de mediano y largo plazo. Lo que sucede es que gran parte del empresariado “nacional”, ya sea por ideología, por política o por moda, está convencido de que no existe “clima de negocios”, gaseoso concepto que devalúa expectativas. El Gobierno ayuda a confundirlos aún más porque ese estado del tiempo se potencia con “la política del mal educado” para ordenar la cadena de precios. La disciplina se gana con autoridad, no con actitudes despectivas hacia el interlocutor o ignorando la estructura jerárquica de una dependencia oficial.
Una de las salidas que aún no ha sido encontrada –y es una de las más relevantes– en ese laberinto de crecimiento elevado es la que ofrece una distribución del ingreso más equitativa. El presente modelo aún no ha hallado, ya sea por falta de voluntad política o ya sea por sus propias limitaciones, el atajo para alterar la forma de repartir las porciones de una torta que se agranda en forma considerable año tras año. Y que se deberá seguir agrandando en los años sucesivos para poder sostener ese modelo. Puede ser que tres años sean insuficientes para semejante tarea, pero el tiempo que pasó fue el que ofreció los márgenes más amplios, dentro de finos límites, para abordar esa cuestión. ¿Sabrá rugir el candidato a tigrecito?