Domingo, 21 de mayo de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL › EL BAUL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Voy en auto de día por una calle del conurbano. De pronto, al cruzar otra calle, un ciclista pasa frente a mí a rauda velocidad, sin siquiera voltear la cabeza a izquierda o a derecha para ver si puede colisionar con otro vehículo. Y no me ocurre una sola vez, sino constantemente. Las bicicletas nunca paran, porque no tienen frenos. En todo caso, modifican algo su recorrido, pero sin detenerse. Y observo igual conducta en los automovilistas, que tampoco paran en los cruces, y me tienta llamarles “autistas”, por ignorar a su entorno. Si a ello añadimos conductas tan comunes como fumar en lugares cerrados, escuchar música estridente, vaciar desechos en la vía pública o en cursos de agua, etc., llegamos a una conclusión alarmante: a la mayoría de la gente no le importa el otro, y actúa como si nadie quedase perjudicado con sus acciones. Acaso no existe síntoma tan claro de disgregación de una sociedad como ignorar al otro, al próximo, al prójimo. Vivir en sociedad es vivir con otros, con-vivir. Y como los otros pueden tener aspiraciones o intereses distintos de los míos, e incluso contrapuestos, para que todos convivamos debe, en algún punto, cesar la satisfacción de mi interés y comenzar la de los demás. Para fijar ese punto se designan personas calificadas con el fin de establecer normas que resuelvan conflictos de unos con otros, regulen la acción individual y la tornen compatible con el interés de los otros, el interés público. Un montón de personas pueden tener sobre sí otro montón de leyes o normas, pero si no las acatan no constituyen una sociedad, y mucho menos una “comunidad organizada”, como decía el famoso texto de J. D. P. (1949). Si voy en un camión enorme y atropello a un motociclista y lo dejo abandonado en la ruta, entonces no hay norma que se respete, sino que rige la ley del más fuerte, y la fuerza es “el derecho de las bestias”, frase también debida al autor antes citado. Si lo que cuenta es reunir gente en la Plaza de Mayo, y no los votos, ¿de qué sirve la democracia? Como economistas, nos asalta una duda inquietante, y es preguntarnos si nuestro conocimiento es aplicable a una sociedad en disgregación, en la que uno le corta el dedo a otro para robarle la alianza, o una anciana es torturada para robarle 50 pesos, en la que en una habitación se repudia a las papeleras contaminantes y en el cuarto de al lado se negocia la instalación de papeleras contaminantes.
Para adquirir una ciencia se necesitan maestros y libros. Así ha sido en la historia de la humanidad. Pero ¿cómo resuelven el problema los países jóvenes, que se hallan en los comienzos de su existencia? En particular, ¿cómo resolvió la Argentina la adquisición de la ciencia económica? Se acepta que el primero en ocuparse del tema fue Manuel Belgrano. El mismo adquirió la ciencia económica en Salamanca, participando en un círculo de interesados, a quienes conducía el profesor Ramón de Salas, que les suministraba traducciones propias de las Lecciones de Genovesi. Poco después Belgrano anheló que los conocimientos económicos se difundiesen y publicó en Madrid una traducción propia de Quesnay (1794) y en Buenos Aires otra traducción de dos fisiócratas (1796), obra que fue el primer texto de economía teórica publicado en el Plata. Pero Rivadavia quería algo más: capacitar funcionarios para un Estado moderno. A ese fin creó la cátedra de Economía Política en la UBA (28 de noviembre de 1823) y mandó a Santiago Wilde –contador– traducir los Elementos de Economía de James Mill, primera obra con la que se enseñó economía en la UBA. Acaso sin proponérselo, al mismo tiempo se enseñaba la economía según Destutt de Tracy en el nivel preparatorio (lo que es el actual CBC) en la materia Ideología, que dictaba J. M. Fernández de Agüero, en cuya sección Metafísica se incluía la economía. La experiencia duró menos de un año y en 1826 se introdujo, a pedido del titular (D. Vélez Sarsfield), elTratado de Say, que circulaba copiosamente en traducciones castellanas impresas en París. Caído Rosas, el nuevo titular (C. Pinoli) reclamó enseñar por la obra de A. Scialoja, disponible sólo en italiano y francés, por lo que tuvo que ponerse él mismo a traducirla y nunca llegó a imprimirse. Cuando le sucede Avellaneda, introdujo el tratadito de J. Garnier, también traducido al castellano en España. Igual texto usó Zavaleta, su sucesor. V. F. López era admirador de H. D. McLeod y posiblemente recomendó su lectura, aunque también escribía resúmenes para los alumnos. Le sucedió Emilio Lamarca, y a éste Luis Lagos García. Ambos autorizaron a los alumnos a grabar sus clases y estudiar por ellas. El siglo XIX se cerró con la llegada de Félix Martín y Herrera (1892), cuya obra en dos tomos, Tratado de Economía Política, fue la primera obra escrita e impresa por un profesor de esta materia.
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