Domingo, 11 de abril de 2004 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Ganancias
En el modelo clásico el empresario era, a la vez, propietario y gerente
de su empresa. Vendía su producto al precio mayor posible y adquiría
insumos al precio menor posible. Entre estos últimos, adquiría
trabajo a un salario de subsistencia, apenas el suficiente para consumir lo
indispensable. El propio empresario era frugal en sus gastos. Con ello se maximizaba
el resultado neto de la actividad productiva, o ganancia, que las empresas destinaban
a la formación de capital nuevo y reposición del capital depreciado.
La evolución posterior desdobló la propiedad y la gerencia de
la empresa. Entonces los propietarios exigieron a los gerentes distribuir las
ganancias, y éstas dejaron de ser la fuente de creación de capital.
Beardsly Ruml (en Tomorrow’s Business, 1945) lo explicó así:
“las ganancias son necesarias para las empresas (porque) proveen la base
para obtener más capital. En el caso de una empresa nueva, para inducir
al capital que invierta en ellas, la expectativa de ganancias debe ser realmente
grande. ¿Qué ganancias deben calcularse para inducir al común
de la gente a tomar cinco mil dólares de sus ahorros bancarios, para
arriesgarlos en la inversión en una empresa nueva y sin experiencia?
¿Será el 6, el 8 o el 10 por ciento?... Incluso con el 25 por
ciento, después del impuesto a las utilidades empresarias, la empresa
tendría que seguir ganando durante cuatro años el mismo porcentaje
para devolver la inversión ... Esto no es solamente un problema para
las empresas, sino para los estadistas. Si necesitamos capital nuevo para empresas
nuevas, las utilidades deben ser altas y las tasas de impuestos bajas”.
El segundo modelo fue el de las privatizaciones argentinas: empresas nuevas
en un mundo globalizado, cuyos propietarios viven en el exterior y el capital
nuevo se toma por endeudamiento en el exterior. El gobernante no pudo sino autorizar
ingentes remesas de ganancias, y así reducir a cero la creación
de capital físico dentro del país. La devaluación redujo
las ganancias en dólares a la cuarta parte. Al no invertirse no se cubrió
la depreciación, con lo que las ganancias remitidas al exterior significaron
achicar el capital de las empresas. El Estado no se reservó facultad
de control sobre la distribución de ganancias. No fueron errores, sino
la aceptación pasiva de la lógica misma de la empresa capitalista
privada extranjera. El error fue aceptar esa lógica.
John
Richard Hicks
Se cumplen hoy cien años del nacimiento de uno de los principales economistas
que existieron en el siglo 20, John Richard Hicks. Cualquiera de sus libros
que se nombre constituye un clásico de la materia: Teoría de los
salarios (1932), Valor y Capital (1939), La estructura social (1942), Contribución
a la teoría del ciclo económico (1950), Revisión de la
teoría de la demanda (1956), Capital y Crecimiento (1965), Teoría
de la Historia Económica (1969), Capital y Tiempo (1973), Causalidad
en economía (1979); por no referir artículos como “Reconsideración
de la teoría del valor” (1934), escrito con R. G. D. Allen, “Keynes
y los clásicos” (1937), “Fundamentos de la economía
del bienestar” (1939). Muchas ideas que desarrolló, como el modelo
keynesiano a través de las curvas IS y LM, el modelo del ciclo económico
o la teoría de la preferencia revelada, no eran propias, y sin embargo
él supo darles un marco y un desarrollo incomparables. Uno se pregunta
cómo hizo, y las respuestas son lejanas a nosotros: estudió en
Oxford (1922-26) y enseñó en la Escuela de Economía de
Londres (1926-35), luego en Manchester (1935-46) y por último en Oxford.
Fue nombrado miembro de la Academia Británica en 1942, caballero en 1964
y recibió el premio Nobel en Economía en 1972. El mismo dijo una
vez que hasta 1945 la economía fue una ciencia predominantemente británica,
y luego de ese año predominantemente estadounidense. Por lo tanto, en
lo que a nosotros respecta, hemos nacido y vivido tratando con economistas norteamericanos,
altaneros y desdeñosos de países como los nuestros. Hicks fue
exactamente lo opuesto, el más accesible de los hombres (“the most
approachable of men”), como dijo de él Christopher Bliss. No tuvo
reparo en leer y contestar las cartas de economistas argentinos y leer sus trabajos.
Tampoco dudó cuando fue invitado a conocer este país, a comienzos
de la década del sesenta. Vino en compañía de su esposa
Ursula y dio una conferencia en la Universidad de Buenos Aires. “Hicks
fue producto de una generación que fue la última en producir con
abundancia economistas para todo uso, economistas capaces de enfocar su mirada
sobre casi todo problema teórico. Sus luces más destacadas, entre
las que Hicks ciertamente debe contarse, dejaron sus marcas en la mayoría
de las ramas y cuestiones nuevas al mismo tiempo que ellas atraían sus
propia atención y la de sus contemporáneos” (Bliss).
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