EL BAúL DE MANUEL
Baúl I y II
En la mira
La Argentina es un país arábigo, en cierta medida y en algunos respectos.
No ponemos de resalto a los vulgarmente llamados “turcos”, esto es,
inmigrantes o hijos de inmigrantes de la actual región arábiga del
planeta –que no son pocos– sino a los argentinos primigenios, antepasados
de la actual población. Santiago del Estero, madre de ciudades, fue fundada
en 1553, en gran parte por oriundos de Al-Andalus. ¿Qué porción
arábiga de su sangre no aportaron al país aquellos andaluces, luego
de convivir ocho siglos con la cultura arábiga? Sus descendientes se reconocen
por su tez bronceada, poco amor al trabajo manual, y aun por sus danzas: al malambo,
orgullo santiagueño, lo baila como nadie Angel Pericet. El rasgo que nos
une a otras comunidades hispanoamericanas, la lengua común, el español,
¿no es, con otras reglas de pronunciación y escritura, un dialecto
árabe? Una proporción altísima de profesiones, paisajes y
placeres de la vida desaparecería con la eliminación de las cosas
designadas por vocables árabes: ¿Qué sería del rancho
sin su aljibe, de la vaca sin su alfalfa?, ¿cómo endulzar sinsabores,
sin el azúcar y el almíbar? ¿Qué sería del
puré sin las albóndigas, del pesto sin la albahaca, de la pizza
sin las aceitunas? ¿Qué fuerza armada se tendría sin alféreces
ni almirantes, con sus capas de alamares; qué políticos sin alfombras
rojas, coimas, alcahuetes y alharacas, qué guardias de tránsito
sin alcoholizados? ¿Qué matemática puede concebirse sin el
álgebra, qué juego de azar sin albur, qué tango sin los vahos
del alcohol, qué ropa sin alforzas? La Riqueza de las Naciones perdería
persuasión sin la fábrica de alfileres, los Cuentos del Tío
Remus, encanto, sin el muñeco de alquitrán y “Los intocables”
acción, sin los alambiques. La aldea global no existiría, ni tampoco
la enseña azul y blanca. Como el Imperio ha decretado que todo lo árabe
es atacable, aun preventivamente –y somos un poco árabes, mal que
nos pese– y ha colocado a una ciudad vecina en el Eje del Mal, para eludir
daños colaterales y “fuego amigo”, o diferirlos lo más
posible, proponemos mutar el ser nacional, empezando por eliminar la lengua castellana,
como proponía Alberdi. Llamar a los almacenes, shoppings, como ya ocurre;
sustituir los alfajores por donuts, como también acontece, el “¡hala!,
¡hala!” de la pitonisa, por “go, go, go!”, etc. Ojalá
algo o alguien pueda salvarse.
Por si las moscas
Los Estados Unidos fueron la primera república de la historia nacida burguesa.
Por tanto, centrada en la adquisición de bienes materiales, y por ello
signada por un constante temor a perderlos. No por conocida esta historia es menos
reveladora de la propensión al miedo del habitante medio: era un domingo,
como hoy, el 30 de octubre de 1938 (en el hemisferio norte, nuestro abril es como
el octubre nórdico). Por radio un supuesto comentarista Carl Phillips dice:
“¡Un momento! ¿Está ocurriendo algo! ¡Señoras
y señores, esto es terrible!... Puedo ver el cuerpo de la criatura. Es
tan grande como un oso y brilla como el cuero mojado. Pero la cara es... es indescriptible.
Ya no puedo mirarla más... Ahora todo el campo está incendiado.
Los árboles... Los graneros... los depósitos de gasolina de los
coches... se está extendiendo por todas partes. Está llegando aquí.
A unos metros de mí...”. Se interrumpió la transmisión
y sólo siguió el silencio. Habían aterrizado extraterrestres
en Nueva Jersey y se habían apoderado de los Estados Unidos. Más
de un millón de oyentes se aterrorizaron. Hubo familias que huyeron en
avión, millares se juntaron a rezar y otras se aprestaron para la lucha.
No era sino un radioteatro basado sobre La guerra de los mundos, de H. G. Wells,
interpretado por el actor y productor Orson Welles, de 23 años. No mucho
más tarde, esa misma sociedad enviaría centenares de miles de jóvenes
a guerrear en Europa y en el Pacífico. El pánico reapareció
con el atentado del 11 de septiembre. América, hasta ese momento un bastión
inexpugnable por ningún país de la Tierra, había sido dañada,
ahora sí de verdad. El hecho escindió a la sociedad estadounidense,
hasta entonces considerada modelo de democracia y tierra de libertad. Un sector
se mantuvo dentro del sistema democrático, ateniéndose a las normas
de trato con los demás estados. Otro sector sufrió una regresión,
volviendo al estado de naturaleza, donde todo aquello distinto es un potencial
enemigo y debe destruirse. “Con nosotros o contra nosotros”, proclamó
el jefe de este sector, negando al resto del mundo el derecho a la independencia,
amordazando a la prensa, enviando al campo de batalla a recientes inmigrantes.
William Golding, Nobel 1983, en Señor de las moscas (1954) analizó
este caso, donde un grupo de escolares, de pronto aislados del mundo, caen en
el primitivismo y el gobierno por el terror.