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Viernes, 4 de septiembre de 2015

TEATRO › LA MUJER CAMA, DE DIEGO CASADO RUBIO, EN EL ESTEPARIO TEATRO

Ese objeto que une y destruyó a una familia

 Por Paula Sabatés

Algo se adelanta en el programa de mano y la gacetilla de prensa: “Un día tu mamá decide no levantarse más, no hacer el desayuno ni las compras, ni salir a trabajar ni nada. Se queda en casa para siempre viendo la televisión. Ese día todo cambia. El amor es algo inexplicable, pero ésta no es una historia de amor. Aquí nada es lo que parece, todo se aparenta”. Pero esos paratextos, aunque efectivos, no sirven para que el espectador se dé una idea de lo que verá en la función de La mujer cama, nueva obra de Diego Casado Rubio, luego de su desembarco en el off porteño con Es inevitable y Se alquila, con una condición. Y mejor que sea así, porque de lo contrario la pieza perdería uno de sus mayores atributos: el de dosificar hábilmente la (terrible) información para que el mensaje sea aun más fuerte. Mucho más estremecedor.

Desde el comienzo, la obra es narrada por el personaje que interpreta exquisitamente la actriz Leticia Torres. No tiene nombre, como el resto de ellos, pero de inmediato reconoce el público que se trata de la hija de la familia, una hija ya mayor, con la distancia suficiente para advertir la imperfección de sus padres y decidir diferenciarse de ellos. “Esto es mi vieja. Suele ir al baño cuando no lo necesita. No es su costumbre la incontinencia ni la pérdida, pero ella va al baño cuando no tiene ganas de hacer pis”, describe de modo despectivo, para luego pasar a atender a su padre: “Todas las mañanas hace lo mismo, de la misma forma, en el mismo orden y con la misma intensidad. Rutina de varón. Es un hombre común, un argentino más, frustrado y laburante, altamente cualificado para la nada misma.” La pregunta, entonces, desde el vamos, es: ¿por qué los odia?

En escena hay una cama, una tele, una mesita de luz y una aspiradora. A priori pareciera poco, pero es todo lo que se necesita para contar la historia de esa madre que no se levanta más y se entrega a ver viejas películas en blanco y negro, y de ese padre que desespera porque ya nadie va a hacerle el desayuno ni a esperar que llegue tarde de aquellas reuniones que le son permitidas porque “hay que entender su mundo lleno de compromisos”. Reuniones que duran hasta la madrugada pero que hay que aceptar porque cualquier problema que tenga la mujer “siempre va a ser pequeño comparado con lo que él tendrá que afrontar para sacar la familia adelante”. Una historia que parece otro relato costumbrista más, pero que responde a una lógica más oscura, de machismos y abusos, de injusticias y poder.

Bastan esos objetos (y esa estructura simple de narración y diálogos) porque en esa misma cama la madre se lamentará, su marido la castigará y su hija le reclamará (Torres alternará entre la ya mujer-narradora y la niña que fue). Porque la cama simboliza a la vez un pasado de horror, un presente de silencio atroz y un futuro de soledad, inevitable, frente a tanto mal. Y porque ya no hay más para esa familia que esa cama, que paradójicamente es lo único que la une, porque fue también aquello que la destruyó.

Decir más sobre el argumento sería contestar aquella pregunta que abre el juego y eso es tarea del director, que pone dispondrá de distintos elementos para responderla, pero también del espectador, que usará lo que trae consigo para ese fin. Sí es necesario destacar las actuaciones, todas muy bien logradas, incluyendo la de Lorena Viterbo, quien interviene en escena casi al final pero cuyos gestos son uno de los elementos más relevantes para darle el sentido final a la pieza. Junto a ella y Torres, María Rosa Frega, José Márquez y Manuel Katz hacen un trabajo estupendo, y sus interpretaciones resaltan la potencia de la obra, que si bien por momentos se hace algo reiterativa, nunca pierde su condición primera de movilizar.

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