TEATRO › ROBERTO VILLANUEVA, UNA FIGURA FUNDAMENTAL DE LA ESCENA TEATRAL ARGENTINA.
El hombre que quiso romper el molde
Por Hilda Cabrera
Imaginar el cambio y la ruptura estética como una decisión de carácter moral y colectivo era uno de los supuestos que nutrieron la labor del director Roberto Villanueva, quien falleció el miércoles por la noche en el Hospital del Centro Gallego, a los 75 años, después de permanecer allí internado durante un mes debido a problemas esofágicos que le provocaban fuertes dolores y derivaron en una infección hepática. Lo moral no se conectaba con lo religioso, sino –aclaraba– con “ese aspecto de la vida que suponemos está afuera de la realidad, pero que sin embargo la comprende”. Ese era, a su entender, el “misterio” de la creación artística, el impulso que lo llevaba a resolver una puesta en escena, tratando de “encontrar el objeto del arte y no conformarme con el residuo, que es lo vendible”. Se proponía la ruptura en cada uno de sus montajes. Lo demostró al ocuparse de obras que situaban a los personajes en un punto límite, como sucedía en Destino de dos cosas o de tres, una temprana pieza de Rafael Spregelburd, en Botánico, de Elio Gallípoli; o cuando elaboraba exquisitas dramaturgias de autores célebres. Entre otras, la de Los insensatos se extinguen, del austríaco Peter Handke (que estrenó bajo el título de Las personas no razonables están en vías de extinción), o Las sillas, de Eugène Ionesco, donde actuó una de sus actrices predilectas, María Comesaña, como también lo fueron Tina Serrano y Rita Cortese.
Esa adhesión a los quiebres era parte de su historia. Su nombre estuvo ligado al Instituto Di Tella, el mítico centro de experimentación de la década del ’60. Fue director entre 1963 y 1970, promoviendo espectáculos de vanguardia. Por allí pasaron, entre otras personalidades, Griselda Gambaro (de quien puso numerosas obras, como la censurada y ríspida El desatino, con la que inauguró una temporada teatral); Augusto Fernandes, Norman Briski, Nacha Guevara y Les Luthiers. El Villanueva arquitecto fue ganado así por la escena, donde presentó más de cien obras, incluidos los montajes realizados en Brasil, Francia y España. En este último país residió entre 1979 y 1983, estrenando piezas de autores argentinos, como la abismal Telarañas, de Eduardo Pavlovsky.
Cuando dejó la Argentina en 1977 lo hizo de “mala gana”, regresando periódicamente hasta 1993, decidido a instalarse nuevamente y escenificar obras de consagrados y debutantes. Era de los que celebraban el advenimiento de dramaturgos jóvenes. Leía aplicadamente la casi totalidad de los textos que le acercaban. Uno de éstos fue Un cielo propio, de Alex Benn. Lo regocijaba “saber leer en lo escrito esa huella que a veces dice más de lo que el autor quería”. Esa era su manera de “poner en pie” una obra, indagar en ella como si fuera un poema, porque como éste “el texto teatral habla por sí solo, y cada uno de una manera única”.
Sus puestas se transformaban en un secreto que debía ser compartido por todos, especialmente por un público “que no quiere ser consumidor pasivo”. Le interesaba mencionar como renovaciones artísticas de envergadura a las que acompañaron el movimiento dadá que encabezó el poeta rumano Tristan Tzara en 1916, y fue antecedente del surrealista liderado por André Breton. También a los movimientos de protesta de los ’60, como actitud liberadora frente a los esquemas dominantes en la sociedad y el arte. Tomaba como ejemplos la pintura y la escultura, esos cuadros difíciles de vender a los que se cubría de manchas para afearlos ex profeso, o esas esculturas que debían destruirse una vez hecha una exposición. Eran las performances inaugurales, los primeros happenings que glorificaban la fugacidad e incitaban al público a participar. Una conjunción de estética y libertad colectiva que, pasado el tiempo, fue limándose hasta desaparecer.
A pesar de este gusto por los quiebres, difícilmente se descubría en sus puestas una intención sarcástica. No buscaba el camino fácil. “Una característica del humor argentino –observaba– es ironizar sobre las faltas o los errores del otro. Esa es la cachada, a mi entender, una reacción infantil. No sé por qué se da. Tal vez porque somos un pueblo de una cultura muy joven, herederos de esa masa de inmigrantes de principios de siglo que llegaron escapando de muchas cosas; gente muy insegura que huía del hambre.” La cachada, sin embargo, persiste. Esa era, en su opinión, una de las razones por las cuales vemos al otro como si fuera un enemigo.
Villanueva se atrevió siempre, y una muestra más de ello fue la puesta de una obra de Copi (Raúl Natalio Damonte Taborda), creador “maldito” en otro tiempo de la Argentina, que murió de sida en el París de 1987. De este autor y dibujante estrenó La pirámide, que tradujo, “peinándola” apenas. De Copi conocía sus trabajos, pero sólo lo había visto dos veces en París, y hablaron poco, según contó a este diario: “El era tímido y yo timidísimo. ¿Qué podíamos decirnos? Lo conozco de leerlo”. Pero ya lo habían subyugado La torre de la Defensa y los dibujos de La mujer sentada. Material que, por otra parte, lo intrigaba, por sus personajes, bosquejos en los que había que internarse “de a poco”. Obra de caníbales que incitaba a la reflexión, como otras que dirigió este puestista premiado en numerosas oportunidades, descollante en la creación de atmósferas, como las logradas en Almuerzo en la casa de Ludwig W., del austríaco Thomas Bernhard, donde sin duda “dejó hablar al texto”. Villanueva supo elegir intérpretes destacables y piezas a las que imprimió tinte transgresor. Una de éstas fue El juego del bebé, del estadounidense Edward Albee, protagonizada por Norma Aleandro y Jorge Marrale. Desconcertaba allí con su raro manejo del humor y de la sorpresa. Subrayaba en todo caso esa dificultad del individuo de establecer un contacto sencillo y natural con el otro. En este montaje optó por un armazón no convencional, creando una atmósfera extrañamente divertida y siniestra.
Su propósito era “reconocer” las situaciones ilógicas, sin por ello aspirar a “llegar a algún lado”: “Prefiero seguir perdido en la selva del teatro, trabajando para sobrevivir. No tengo la mentalidad de los que trabajan pensando en obtener un producto que pueda ser intercambiado. Para mí el teatro no es una mercancía”. Estudioso de la música y la literatura universal, reflexionaba sobre sus puestas como lo haría un filósofo. Lo puso de manifiesto al montar El resucitado (versión de La mort d’ Oliver Becaud, de Emile Zola); Minetti, también de Bernhard; La muerte de Danton y Las variaciones Goldberg, de George Tabori, con protagónico de Alfredo Alcón. Una apuesta al humor más oscuro, donde se hablaba de crímenes y crucifixiones. Del crimen como constitutivo de la creación de una historia. En este montaje, Villanueva destacaba la musicalidad, quizás en mayor medida que en otros trabajos, enlazando fragmentos que permitieran al espectador armar su propio rompecabezas. Se trataba de asociar diferentes disciplinas: música, pintura, actuación e incluso fotografía, como la que inspiró aquella pieza: un cúmulo de chatarra que quería significar el “resto de una cultura”, pero también el inicio de una nueva etapa: “una renovación, tanto en el área del llamado gran arte como en el de las cosas más sencillas y cotidianas”.
Y sencillo era Villanueva con sus aportes de artista cultivado y comprometido con su tarea, sagaz en sus audacias. “Una obra de teatro debe conformar una unidad con todos los ritmos”, sostenía. Por eso utilizo música en mis puestas, aunque yo sea un músico frustrado.” Contaba que, siendo un niño, los maestros lo echaban de sus clases hasta que en su casa “se dieron cuenta de que estaban malgastando el dinero”. Es cierto que con aquella obra aspiraba a la polémica, y la obtuvo en parte. Ese era también uno de sus deseos cuando en 1995 afirmaba que ya no se vivía la euforia del cambio. Pero entonces se animó a la visión de Copi y puso en escena La pirámide para mostrar que los caníbales existían, “negociando, hablando sobre leyes que deben cumplirse; simples declamaciones, porque nadie las respeta y a nadie le importa nada”.
Los restos de este artista de excepción serán cremados hoy en el cementerio El Memorial, de Pilar.