Sábado, 5 de agosto de 2006 | Hoy
MUSICA › ENTREVISTA CON EL BRASILEÑO CHICO CESAR
En su primera visita profesional a la Argentina, el artista radicado en San Pablo mostrará su notable mixtura estilística.
Por Cristian Vitale
Chico Cesar parece no tener la menor idea del frío que hace afuera. Se pasea campante por el lobby de un hotel porteño, como si estuviera costeando mares en Brasil. “Bah, no hay problemas. No me afecta”, cuela, como quien no quiere la cosa. Afuera, sobre la peatonal Florida, el más desabrigado anda en tricota y capas de pulóveres. El es puro contraste. Parece extirpado de otro mundo: pantalón finito a bastones multicolores; remera negra, zapatillas de lona y tres aros plateados en la oreja izquierda. Un brasileño hecho y derecho. “Sabés, todavía no entiendo cómo Daniela Mercury y Sting grabaron temas míos, que yo tocaba para 40 personas”, dice y se queda pensando un largo rato. Rewind: Chico es un músico de 42 años que, fronteras adentro, es considerado una luminaria dentro de la MPB contemporánea. Se lo ubica a la par de los neotropicalistas Carlinhos Brown, Marisa Monte y Arnaldo Antunes. No sólo Mercury y Sting salieron a cazar sus melodías afro. También Zizi Possi, Gal Costa, Maria Bethania, Ivan Lins y hasta el inquieto Pedro Aznar. “A Pedro lo conocí la primera vez que vine acá. Caminando por el centro vi que había un debate sobre música brasileña con jornalistas gaúchos. Entré y me encontré con Vitor Ramil, que estaba produciendo una milonga en el estudio de Pedro. Me invitó y terminé grabando en mis vacaciones”, se ríe.
–O sea que Aznar y Ramil le arruinaron las vacaciones...
–(Risas.) No. Fue una casualidad feliz. Yo siempre me aburro de vacaciones... me agarra fiebre.
Esta es la segunda vez que Chico visita Argentina, y la primera con un toque como fin. La cita es en La Trastienda hoy y mañana, y el objeto, presentar su sexta y última producción De uns tempos para cá, una mescolanza atrapante de poesía surrealista, ritos congoleños, sones centroamericanos, reggae y resonancias del Senegal profundo. “Soy tan feliz como cuando grabé el primer disco. La diferencia es que estoy más inteligente, porque aquella vez estuve como tres días tocando la guitarra solo, y ahora lo grabé en mi casa, con todos los músicos hospedados y un método de trabajo riguroso: a las 8.30 de la mañana, todos levantados para afinar los violines. Vamos a ver qué opinan los argentinos progresistas”, desafía. El debut al que refiere César es Aos vivos, publicado en 1995. El disco que, vía Ivan Lins, alertó el interés del universo musical brasileño y lo convirtió en figura. Básicamente, porque opera como suma de una vida inquieta, experimental y arriesgada.
Chico proviene de Catolé Da Rocha, Paraíba, un estado del nordeste de Brasil donde, dicen, nació la lambada. Menor de siete hermanos, fue el único que recibió instrucción secundaria, en un colegio de curas franciscanos. “Mi padre era agricultor, y mi madre lavandera. El jornal de los dos apenas alcanzaba para mantener a la familia”, cuenta. A los diez años formó su primer grupo –Deus– que hacía covers de los Bee Gees, Jackson Five y música bailable brasileña. “Inventábamos los instrumentos... armábamos la batería con latas y platos. Era muy divertido.” Tres años después se inscribió en un festival de música para adultos y recibió el cuarto premio. “No había premio para el cuarto, pero les parecí gracioso y me regalaron una guitarra”, recuerda. Con esa primera viola made in Brasil, Chico comenzó a recorrer las calles del pueblo aprendiendo a tocar imitando a trovadores atorrantes, hasta que a los 15 integró su primer grupo serio: Jaguaribe Carne. “Eramos todos garotinhos y estábamos influenciados por Pink Floyd, la MPB de los setenta, Led Zeppelin, Genesis y Kraftwerk. Nos subíamos a todas las locuras, éramos muy abiertos”, dice el creador de “Templo” y “Mamá Africa”.
El sinfonismo de los ’70 le abrió los portales de la percepción y se encontró con estéticas más exóticas: Hermeto Pascoal, Ravi Shankar, el cinema novo y el arte antropófago, de Oswald de Andrade. “Salíamos todos los sábados a la mañana a recorrer las calles y leer libros en voz alta. Nos parábamos en plazas, abríamos Las flores del mal de Baudelaire y se lo contábamos a la gente. Así, formamos el Movimiento de escritores independientes. Brasil salía de la dictadura, la ley de amnistía había liberado a los grandes líderes revolucionarios y comenzaron a nacer los partidos de trabajadores. Empezaron a circular otras ideas sobre el arte”, evoca. Para solventar sus inquietudes, Chico trabajó de todo un poco: empleado en una tienda de discos, librero y fotógrafo, hasta que decidió estudiar periodismo en la Universidad Federal da Paraíba. “Cuando terminé la carrera, en 1984, ya estaba trabajando como periodista de información general. Hacía de todo. Cubría partidos de fútbol, hechos policiales y entrevistas varias para O Norte.”
–Necesitaba plata...
–Claro, porque siempre fui un hombre muy inquieto, irreverente. No quería hacer una música convencional para vivir, sino vivir de mi propia música. Por eso, preferí trabajar de periodista.
En 1985, luego de vivir un año en Mina Gerais, Chico se instaló en San Pablo y no se movió más. Durante seis años –siempre más cerca del tropicalismo crítico que de la bossa– siguió siendo un amateur de la música, hasta que en 1991 lo invitaron a participar de un festival de world music en Stuttgart. Fue la gran llave. “Tenía una cresta punk. Parecía un Johnny Rotten negro –se ríe–, y me sacaron una foto, que terminó saliendo en un diario importante alemán. Yo me preguntaba ¿cómo puede ser que en este país, en el que no se entienden mis poesías, tenga éxito? Volví cambiado y decidí dedicarme de lleno a lo mío.” Al regreso, formó el grupo Cuscuz Cló, con el que grabó Aos vivos. “Cuando me decidí por la música, empecé a tener poca plata. Y cuando vi que se estaba acabando, la invertí en la grabación del disco. Busqué un montón de sellos chicos sin suerte, hasta que Lins se fijó en mí.”
–Y ya no hubo vuelta atrás.
–No, porque gracias a ese disco, muchos músicos comenzaron a pedir temas míos. “Verdadero”, la canción principal, era muy personal y la tocaba en bares chiquitos, para 40 o 50 personas que me entendían. Jamás pensé que la iba a grabar Maria Bethania.
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