Jueves, 13 de julio de 2006 | Hoy
TELEVISION › “EL TIEMPO NO PARA” VOLVIO A EMPEZAR
En la tira de Canal 9 se dio ayer una vuelta de tuerca, con final abierto.
Por Julián Gorodischer
Lo mejor de “El tiempo no para” es la fundación de un universo aparte: fue, y sigue siendo, una de las narraciones más eficaces de la TV de 2006. Devolvió los relatos generacionales que se habían extinguido a principios de los ’90, instaló reglas propias basadas en dos premisas que sirvieron para los vivos y el único muerto que incide, en ausencia, sobre sus vidas: el signo de la amistad es la traición; el de la pareja, el engaño. Constanza Novick, guionista de riesgo desde el lejano Son o se hacen de Diego Kaplan, imaginó un mundo de pura negatividad: el deseo de acumulación es más fuerte que el recuerdo afectivo; un grupo de amigos se desvela desde principios de año por una herencia que, por fin, acaba de llegarles (500 mil dólares a cada uno). Todos se embarcan en estafas, delitos, truchadas, secuestros extorsivos; se venden al mejor postor. Novick ideó, también, un extraño avance por rupturas: el martes anunció su final; ayer volvió a comenzar según advertía en la promo Nacha Guevara, autoparodiada: “Nada se pierde, todo se transforma”.
Lo peor de esta novela es su impostada ley de cupos, como si la grilla de minorías y arquetipos marginales (el gay, la lesbiana, el chorro, la madre joven, la desocupada) se hubiera llenado con ayudamemorias. Más allá de sus altibajos, Novick trabajó con un rasgo infrecuente: el mantenimiento del enigma único. En otros relatos de la tele se saturan las tramas de información, se dan cada vez más datos, se reciclan intercambios de parejas, rivalidades y enconos, pero aquí eso no pasa: su autora (junto a Alejandro Quesada) prefiere las fijezas, se regodea en los estatismos. Durante 80 capítulos, las parejas (los casados infieles, la unión gay, los reencontrados de la adolescencia) no terminaron de disolverse, no dan lugar a otras parejas, ni estallan. Es raro pero ocurre: de ese estatismo surgió un relato atractivo. Esa historia fue y seguirá siendo horizontal: nunca se movió de su excusa inicial. Un muerto (Martín) reúne y altera la vida de un grupo de amigos, pero no por defecto sino por elección estética, para retratar esa nada en la que esta gente está inmersa: la cotidianidad vacía del ama de casa de Julieta Ortega o la desocupada de Ba-ssi se contó desde la errancia de la historia. Pero como toda monotonía, necesitó un corte abrupto.
Esta semana se develó el enigma: Martín les legó una fortuna; su hermana Florencia había cruzado las cartas delatoras de secretos juveniles en búsqueda desesperada de la herencia. Desde ayer, comenzaron a vivir su vida un año después, devenidos millonarios y ocultando el secreto de la muerte semiaccidental de la arpía. Esta ficción respeta sus propias reglas; repite la espiral inicial por otros nuevos 80 capítulos: como ayer, los amigos estarán regidos por el dinero (proyectos concretados gracias a la herencia en vez de sueños postergados) y serán cohesionados por un nuevo secreto: antes era la develación de una muerte; ahora el ocultamiento de otra. Lola (Fonzi) y Bruno (Birabent) estarán por casarse, Pablo (Walter Quiroz) y Lucas (Ludovico Di Santo) vivirán como pareja estable y con un hijo, Luna (Nacha Guevara) se enterará de que tiene una enfermedad terminal... Se reflejan con conocimiento de causa hábitos y costumbres de treintañeros; se introduce esa fauna híbrida en la ficción diaria, pero el hallazgo es que “El tiempo no para” seguirá manteniendo, en su segunda parte, la influencia del muerto, tal vez como importación de la tendencia de la ficción norteamericana a dar el protagónico a los ausentes (en “Desperate housewives”, “Lost”, “Medium”, y otras series).
Pablo Culell, productor general, lo explicaba diciendo que “Martín es un protagonista ausente porque en esta serie novelada es la columna vertebral de la historia que da lugar a las subtramas vinculares de cada personaje y cada pareja; da pie al retrato generacional de un grupo de jóvenes... Tiene atemorizados a sus personajes protagónicos frente a la posibilidad de una nueva revelación que muestre sus costados más oscuros, sus vulnerabilidades y fragilidades... Cuando arrancamos con esta idea recordamos a Rebeca de Hitchcock, con todo respeto y salvando las distancias...”. El fin y nuevo comienzo es, en verdad, fidelidad al estatismo del comienzo: antes desde la falta de dinero, ahora en la acumulación. Dolores Fonzi y equipo adhieren como entonces a la estética y el discurso del perdedor cool, jerarquizan una derrota improbable de los bellos... El estilo que imponen defiende algunas cualidades de la actuación: muy parecida a como son en la realidad, con nombres parecidos a los de la vida real, fiel a ciertos rasgos de sus apariciones mediáticas (la de plata tiene plata, la sexy es la peor de todas). Así expresan cierta melancolía propia de la adolescencia tardía. Con eso basta para que se respire algo de realismo.
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