FINAL DE JUEGO
Donde Kuhn cuestiona su existencia y finalmente arriba al decanato
POR Leonardo Moledo
A los tumbos iba Kuhn, desorientado, sin saber qué hacer o con qué fuerzas iba a tener que enfrentarse; se estaba aproximando, lo sabía, lo intuía, al núcleo de la cuestión, pero sus pasos vacilaban conforme se acercaba al decanato. ¿Qué era aquello?, ¿qué estaba ocurriendo en esa facultad? No encajaba con su visión de la historia de la ciencia, con esa sucesión de paradigmas, ciencia normal, revoluciones. Más que a la Revolución, la facultad parecía responder a Feyerabend, que se habría sentido a sus anchas. ¿No sería todo una construcción imaginaria? Al fin y al cabo, pensaba Kuhn, la ciencia es una construcción social. ¿No sería el mismísimo decano una construcción social, resultado de fuerzas y discursos enfrentados? No se encontraba a sí mismo, como el bronce de los bustos, que se pretende oro, que es un mero sustituto. ¿No sería él mismo, Kuhn, una construcción social? Se detuvo ante un inmenso fresco que reproducía la Primavera de Boticelli, en el que el decano aparecía como Giuliano de Médicis; todo era alegórico allí, las Horas y las Gracias que bailaban representaban las ciencias positivas; musas al fin. Cruzó un taller donde un grupo interdisciplinario estaba retocando Troya, poniendo el rostro del decano (el Ojo de Horus, la gota metafísica de dulce de leche, que remitía a la realidad nacional, a la ciencia práctica) en el cuerpo de Brad Pitt. ¿Y quién sería Héctor? ¿Y Agamenón? Recordó el libro de Dodds, donde todas esas cosas están aclaradas.
La ciencia es como un lenguaje, pensaba Kuhn, los sociólogos han estirado mis teorías hasta asignarles la mera categoría de relato, de Gran Relato, pero por lo visto, muchos sólo quieren alimentarse de la carne cruda de la realidad, nada saben de la metáfora y de la alegoría, no comprenden que el busto de bronce no es la persona de carne y hueso, a pesar de que se enfrentan con la carne (y a veces la atraviesan), con el hueso y los humores todo el tiempo.
Extrañaba al Comisario Inspector, que podría haber puesto orden en todo este embrollo. ¿Dónde se había metido? ¿Cómo faltaba en un momento en que la literatura se había embrollado hasta el punto de hacer ceder a la misma realidad –me estoy contagiando de Borges, pensó–? ¿Cómo podía traicionar sus convicciones y no estar presente en un lugar donde se manifestaba el delito de esa manera subversiva? El Comisario Inspector no habría caído nunca en el último refugio de los débiles: la literalidad. Y mientras sentía una envidia punzante y clara por el sencillo, claro y racional de Gregorio Samsa, empezó a vislumbrar los arcos triunfales, dorados, con incrustaciones de lapislázuli y madreperla, con letras de molibdeno, lantano y protactinio que decían: Decanato.
¿Qué piensan nuestros lectores? ¿Conseguirá Kuhn entrar al decanato? ¿El Comisario Inspector podría resolver este embrollo?