Viernes, 3 de junio de 2016 | Hoy
CINE
El eslabón podrido cuenta, en clave de terror, la historia de Roberta, una prostituta que se niega a acostarse con un cliente y revoluciona a todo un pueblo.
Por Marina Yuszczuk
El terror nunca está lejos de la realidad, en todo caso es su parte menos visible y como si Javier Diment lo supiera, desde el principio sus películas fueron alternando los relatos de género con el documental y la ficcionalización de lo más espantoso: en El propietario (2008), un telefilme que codirigió con Luis Ziembrowski por encargo de Canal 7 y finamente no se proyectó por considerárselo demasiado explícito, algunos hombres violan sistemáticamente a una mujer después de drogarla, y el embarazo en que resultan esos abusos es un episodio más en el manejo del cuerpo de ella como una cosa que les pertenece. En el documental Parapolicial negro: Apuntes para una historia de la triple A (2012) se repone desde los testimonios el origen de la Alianza Anticomunista Argentina, la organización parapolicial de extrema derecha que fue pionera en lo que luego se masificaría como represión clandestina del Estado. La memoria del muerto (2011), por su parte, se entregó más libremente a ser un cuento de terror en el que una viuda convocaba a varios amigos de su difunto esposo para lo que parecía ser una reunión social, pero desembocaba en un ritual terrible que trataba de revivir al marido a través de una serie de sacrificios humanos.
El eslabón podrido (2015), que se proyectó en el último Bafici, se ubica también en el terreno de la ficción, y continúa con mucha coherencia una obra asentada en el cine de género porque se trata de un cuento macabro ambientado en un pueblito que parece revelar su vínculo secreto con la realidad de lxs espectadores a través de su nombre: El escondido. Todo lo que en nuestra sociedad está más o menos oculto salvo que algún caso policial, algún delito descubierto atraiga la atención de los medios y lo revele, en El escondido, cuya ubicación geográfica parece ser algún lugar de la provincia de Buenos Aires tanto como el cine mismo, está casi a la vista. Sobre todo el régimen de explotación sexual en que se basa la existencia más o menos pacífica del pueblo, donde dos prostitutas regenteadas por una madama satisfacen a todos por igual. El eslabón podrido en cierta forma es la historia de lo que pasa cuando ese sistema se quiebra porque una de las chicas se rebela y decide no acostarse con uno de los habitantes del pueblo.
Ella se llama Roberta (Paula Brasca), vive con su madre Ercilia, la curandera local (Marilú Marini) y su hermano Raúl (Luis Ziembrowski), leñador que a todos lleva el material necesario para calentarse, en una ocupación que forma un extraño reflejo con la de su hermana. Roberta parece ser la favorita de todos, desde el cura (Javier Diment) hasta un matrimonio de viejitos que se hacen atender oralmente y juntos, como si el negocio estuviera institucionalizado y universalizado a tal punto que ya nadie queda afuera de él en El escondido. La razón que tiene para negarse por primera vez a un cliente es que la mamá le juró que se moriría en el momento de tener sexo con el último de los habitantes del pueblo, casi como una versión literal de tantos cautionary tales transmitidos a las chicas.
Por supuesto que, como ya es puta (y con la misma lógica imperante entre nosotrxs, de este lado de la pantalla), nadie le reconocerá a Roberta el derecho de elegir con quién se acuesta y con quién no. Y esa pequeña rebeldía, como la grieta en la pared de la casa Usher, desencadena una serie de crímenes que amenazan con hundir al pueblo. Filmada y musicalizada con belleza, El eslabón podrido es sin embargo una película incómoda, quizás porque los vínculos que atan la ficción con nuestra realidad son demasiado apremiantes y porque si en el cine mainstream de terror, el terror mismo viene a desgarrar el velo de una fachada bella y feliz, de un mundo que aunque sea en su superficie es bueno, en las películas de Diment todo es horrible todo el tiempo, como si estuvieran filmadas desde adentro de la pesadilla, donde no hay despertar, no hay afuera.
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