Viernes, 3 de junio de 2016 | Hoy
#VIVASNOSQUEREMOS
Entre los efectos más potentes que pueden registrarse a un año de sucedido el primer Ni Una Menos está el de la visibilización de la violencia machista como parte de la experiencia cotidiana de quienes nos reconocemos en femenino. Este año, como si se empezara a marchar a través de las redes sociales para desembocar hoy mismo en la Avenida de Mayo –la cita es a las 17 en el Congreso– y en casi 80 pueblos y ciudades de todo el país, se decidió compartir esas experiencias completando un relato coral que duele tanto como alienta a no guardar más silencio, a dejar de poner la responsabilidad en quienes fueron víctimas, a dejar de creer que ser víctimas es un precio a pagar por la libertad. Aquí, algunos de esos testimonios que circularon por las redes como alimento a esa rabia que a veces se necesita para decir basta. Basta de muertes, sí, pero basta también de coartar nuestras vidas, amenazar nuestros cuerpos, basta de exigirnos ser valientes para poder ser quienes y cómo queremos ser.
Por Marta Dillon
La foto la capturó e plena carcajada, las mejillas redondas de la adolescencia, tersas, bronceadas; la mirada baja, el flequillo ligeramente inclinado hacia la izquierda. La eligió cuidadosamente a la foto con los 20 años que la separan de la imagen. Atrás se ve la playa, un médano que refracta la luz, demasiado blanco en contraste con la piel. A esa joven fue que le pasó. A esa sonrisa de dientes como gemas “Cuando tenía 19 años un joven, me eligió al azar. Trató de violarme, me pegó muy fuerte y me ahorcó hasta que dejé de respirar. Algo increíble pasó que seguí viva. Pienso en todas las chicas que no pudieron sobrevivir y toda la vida que se les negó tener y que yo azarosamente tengo”, dice su post en Facebook y lo termina como si rezara, como si se convenciera, “ni una menos, ni una menos, ni una menos”.
La marcha que hoy va a tomar el centro de Buenos Aires y las plazas de más de ochenta pueblos y ciudades de todo el país empezó hace dos semanas. Empezó cuando la propuesta de registrar en la experiencia personal las huellas de la violencia machista puso a titilar en pantallas de cualquier tamaño esa palabra que se dudaba en pronunciar, que se buscaba porque no se trataba sólo se contar si no de trasmitir, que se temía porque una vez publicada ya no podría recogerse ni ocultarse ni desdecirse. Registrar la propia experiencia para escribirla. O para re escribirla, a la luz de los años vividos, al calor de la manifestación que ya sucedió el año pasado, al cobijo de una toma de conciencia que como en un juego de cajas chinas, tomó su tiempo de maduración a un movimiento de mujeres que nunca se quedó quieto y albergó a su vez a ese acontecimiento que el año pasado sucedió como un estallido y este año no busca repetirse tal cual si no con su propia impronta.
A mis cinco años empecé a ver cómo mi padre espiaba a mi hermana que no era hija de él. Durante años lo encontré agachado frente a la puerta de mi hermana mirando por la cerradura. Era muy chica para entender qué es lo que hacía exactamente pero todo mi cuerpo se paralizaba cuando lo veía y lo único que podía hacer era buscar a mi madre y con cualquier excusa hacerla levantar de la cama y llevarla cerca del cuarto de mi hermana porque sabía que eso detenía lo que fuera que mi padre estaba haciendo.
“A los 17 años golpeé por primera vez a mi padre con una percha de madera tan fuerte como pude. Me había enterado de que había manoseado a mi primera novia; nadie sabía que era mi novia, la suponían mi mejor amiga..
“Mi padre era el hombre más amoroso y querido del mundo. Nadie que lo conociera podía suponer que esto ocurría en mi casa. Mi madre lo mantuvo junto a ella y sus tres hijas durante 20 años. aún vive con él. Yo me fui de mi casa a los 18 años.” El relato sigue, hace pie en edades diversas, vuelve a los ocho años, se detiene en el momento en que alguna parte de su cuerpo pesó tanto que decidió quitarla como si así se quitara la amenaza. ¿Lo habrá contado antes? ¿Qué habrá dicho su madre? ¿Lo habrá leído? ¿Cuál es el sentido de compartir estas experiencias, para quién se relatan? ¿Es posible que todas tengamos algo que contar? Y cuando digo todas, digo todas las que nos reconocemos o nos reconocieron en femenino aunque no alcance con ese recorte. El silencio no se quiebra de una sola vez, la seguridad de que no se necesita ser una buena víctima tarda en afianzarse y a veces no se afianza nunca. Contar, relatar, reescribir poniendo en caja, señalando un sentido, dirigiendo el relato hacia el punto de salida, ese punto que se sella cuando la boca no habla mella el silencio, lo debilita, socava la impunidad, repone o instaura por primera vez, otro orden de cosas: “No pude evitar el daño que mi padre le hizo a mi hermana ni a mi primera novia. Recién ahora entiendo que no podía y no tenía que ser yo la que debía protegerlas. Todas de alguna forma fuimos abusadas. y hoy es el momento de frenar y hacer algo. Basta. Protejámonos entre nosotras, feminismo contra el patriarcado. Juntas. Empoderadas”
El final de los testimonios, de la mayoría, tiene algo de arenga. Aunque no siempre. A veces funcionan sólo como una constatación: “No fue mi primera vez. Hubo miles. En esa época estaba muy enojada y triste, estaba perdida. Mis amigos me invitaron a un lugar hermoso, a un Temazcal en las afueras, Pilar, los Cardales. Fue hace unos años, pocos, yo ya era grande, crecidita y con experiencia sexual. Pero eso no lo hace mejor ni menos abusivo. Ya en el horno de barro, con el calor y los humos, el tipo que lideraba la ceremonia me empezó a manosear. Al principio no entendí si me acariciaba porque me veía sufrir mucho o si simplemente me estaba metiendo mano en las tetas y bajo la bombacha. No se veía nada, yo estaba muy vulnerable, pero me di cuenta igual. Le dije ¿qué hacés? y me pidió perdón. Pedí salir del horno y una mujer me advirtió que no iba a poder volver a entrar. Me chupó un huevo. No les dije nada. Ni a mis amigos, que estaban copados con la experiencia, ni a los que van. Pensé que era mi culpa. Como el año pasado, cuando me tuve que operar del útero y me dijeron que era por haber sido promiscua. Tengo una biblioteca feminista leída y subrayada, pero son siglos de mentalidad los que tenemos que desandar”. Esa sequedad, esa exposición de lo que sabemos y sin embargo, sin expresarlo directamente, también nos arenga.
Sin embargo para la mayoría, parece necesario darle una razón última a lo que se comparte, como si todavía hubiera cierto hilo que tira desde la garganta hacia el centro de la tierra para cerrarla. Por las dudas. Por si esa sensación inicial que tantas compartimos tenía algo de cierto y algún acto, alguna gesto, hubiera alentado lo que no deseábamos. Ese mandato es férreo. A las chicas no se nos deja jugar, si jugás, tenés que estar dispuesta a todo y todo quiere decir el deseo de los otros. Si lo despertaste, calmalo. Y si no lo despertás, en esta exigencia contemporánea de estar disponible se tratará de represión, algo que también puede ser modificado. Los cuerpos de las mujeres, sobre todo, están para ser moldeados; ellas mismas pueden ser mejores de lo que creen. Sobre nuestras voces y nuestras sensaciones, siempre se intenta poner otras palabras; es otra de las estrategias de la violencia patriarcal. “Es difícil volver así como es difícil contar estas cosas pero después de leer a amigas y mujeres que admiro algo puedo aproximarme. Este tipo me da asco mamá, le decía. La respuesta era que papá era frío entonces el nuevo novio de mamá venía a mostrarnos otra cosa. Hay que tocarse. Hay que hablar de sexo. Pero yo tenía 16 años y no quería hablar de sexo con ese hombre. No quería porque era algo mío. Porque no había tenido sexo ni lo iba a tener hasta años después. Yo no quería que me dejen saliva en las comisuras ni me toquen las piernas ni me obliguen a sentarme en su falda. Durante esos años vomitaba todas las noches. El cuerpo es sabio. Nos habla. Pero en casa había que callarse. Y lo que callamos fue tanto que pasó mucho tiempo y sobretodo pasó la muerte de mamá para poder ver y descubrir muchas más cosas. Y todavía hablar es tembloroso. Me dolió saber que la confianza es un cuerpo débil que se construye. Me dolió que me silencien. Pero nunca me dolió defenderme y defender mi familia.”
Crucé la calle. Tendría 13. En diagonal, crucé. El tipo venía desde enfrente y di por sentado que me pasaría por al lado pero no: Me interceptó, me agarró muy fuerte de las muñecas y me trató de besar. Yo cabeceando, ahí, en medio de la calle desolada, abandonada. Inexplicable el miedo, la sorpresa, la bronca. Esos segundo en que sentís que tu corazón golpea como el de una liebre asustada. Y me soltó, así, como un perro que se aburre de jugar. El muy cerdo. Y no lo conté. Me daba vergüenza. A mí me daba vergüenza.”
Ahora que se reescribe, ya no da vergüenza. Ahora que es tan visible y audible, tan perfectamente comprensible que la vergüenza es una de las herramientas con la que cuentan los agresores para tallar la impunidad, lo que aparece es la sorpresa. ¿Cómo puede ser que hayamos aprendido tan bien el guión? ¿Cómo es que el patriarcado se hace tan invisible y cómo es que hace cuerpo, lo hace más aun que modelarlo, en las niñas? Ya no más. Una palabra empujando a la otra, bola de nieve que rueda ladera abajo y acumula más, más nieve.
Hace unos años, dos tipos violaron a una chica de 14 años y subieron el video a internet. Fue en Gral Villegas, y varias personas del pueblo hicieron una marcha en defensa de los violadores. El argumento era que eran ‘chicos de buenas familias’ y que la victima `no era una nena, era bastante atorranta’. Ese día voy a una lencería y la dueña estaba escuchando la noticia por la radio. Su reacción fue decir: ‘A los padres de la chica tendrían que mandar presos, por no educarla’. Cuando le pido que se explaye, repite lo que dicen los vecinos, que la chica era una puta. “ Unos años, pocos, para quien escribe es fácil recordarlo porque en este suplemento se escribió más de una nota. Nos tapamos la boca con la mano leyendo la noticia y mientras llegaban las líneas de palabras que fue a buscar una compañera a esa ciudad sojera donde se marchó en defensa de los abusadores, de la que la niña se tuvo que exiliar para dejar de ser el cuerpo marcado. Aunque el espanto parecía generalizado frente a esa reacción, las notas en la televisión indagaban, querían saber, por qué era una puta, qué hacía para ser considerada así, cuáles eran las razones de quienes la señalaban. Porque haberla filmado estaba mal, pero bien que la niña se había prestado. “A veces me cuesta el colectivo “Nosotras, las mujeres” -sigue el testimonio que señala la violencia machista y no en manos o actos de machos-. Me pregunto: Las mujeres, ¿somos? ¿Estamos juntas con esa señora de la lencería, con las que marchaban defendiendo a los abusadores?”
Esta misma semana, en Brasil, las calles se inundaron de gente, sobre todo de mujeres, salieron como en México, como en España, como acá mismo, este país del sur del sur que se convirtió en epicentro de una expresión que parece más de la bronca aunque enredada en el dolor y que a diferencia de otras concentraciones masivas convocadas también por uno u otro duelo -como fue la que se organizó después del asesinato de Axel Blumberg en 2004, por ejemplo- no desprecian las palabras si no que la hacen proliferar. En Brasil salieron por un hecho parecido al que recuerda la actriz que recordó los hechos de General Villegas. La filmación de una violación, la jactancia de los agresores, el espectáculo para la cofradía. No pasó de largo, no se calmó la bronca ni el espanto tapándose la boca con la mano, apretándose la cara para no dejar que corran lágrimas. No, se tomó la calle. Los cuerpos desnudos, los carteles manuscritos, la reacción espontánea pero a la vez madurada en un poder que fue acumulándose del lado de las mujeres y que se enuncia con palabras que aquí se forjaron por años: Nunca más. La bola de nieve es alud.
Nos encontramos en la calle.
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