Viernes, 24 de junio de 2005 | Hoy
RESISTENCIAS
El 20 de junio se cumplió un nuevo aniversario de los primeros cortes de ruta que inauguraron el movimiento piquetero: los que un grupo de mujeres realizó en Cutral-Có y Plaza Huincul. Aquí, una historiadora especializada en género comparte un fragmento de su investigación sobre los orígenes de las primeras piqueteras.
Por Andrea Andújar *
Fue el 20 de junio, pero de 1996, cuando un grupo de mujeres, hartas de la miseria impuesta por la implementación del modelo neoliberal, decidió bloquear la Ruta Nacional 22 y la provincial 17 en Cutral-Có y Plaza Huincul, exigiendo la presencia de Felipe Sapag, en ese entonces gobernador de la provincia de Neuquén. Fue justamente allí y de la mano de esas mujeres donde nacieron los movimientos piqueteros, aunque la efeméride haya quedado ahogada bajo las publicidades por el Día del Padre. Mónica (el nombre es de fantasía, para preservar su identidad), una pobladora de Plaza Huincul, recuerda: “Cuando se levantó el pueblo, nosotras estuvimos ahí. Fuimos las primeras porque nosotras estábamos viendo lo que estaba pasando con nuestros hijos. Entonces nos levantamos primero las mujeres y arrastramos a los hombres”. Entre las mujeres que acudieron ese día a la ruta, había ex trabajadoras de YPF, maestras, empleadas domésticas y propietarias de pequeños comercios, entre otras. Muchas eran mujeres cuyos maridos habían sido despedidos durante la privatización de la empresa petrolera. Algunas se conocían desde antes, aunque la mayoría lo hizo recién allí, cuando ni el crudo invierno ni los fuertes vientos pudieron impedir que permanecieran en la casi veintena de piquetes durante 6 días, dispuestas a dar batalla y a evitar que algún funcionario o sector político intentara sacar tajada de la protesta. En la ruta ellas convirtieron el silencio en grito y la aceptación en rebeldía. Cuando el 21 de junio el senador justicialista Daniel Baum se acercó a la zona e intentó subirse en las improvisadas gradas para arengar a la población, “una mujer lo agarró del fundillo del traste, lo bajó y lo pateó”, según rememora divertida Lorena, otra de las primeras piqueteras que prefiere reservar su verdadero nombre. Si se aceptaba a algún funcionario, era bajo explícita condición de que estuviera como “simple ciudadano” o que su cargo fuera puesto al servicio de las decisiones tomadas colectivamente por la comunidad. Incluso los intendentes locales, en medio de una catarata de insultos y amenazas lanzadas por los y las pobladoras reunidos/as en las cercanías de la sede municipal local, se vieron obligados a “adherir” a la protesta, enviando víveres, gomas para avivar el fuego en las barricadas y vehículos municipales para trasladar a la gente de piquete en piquete.
Las causas que originaron esta lucha estuvieron en la destrucción del “mundo ypefeano”. Plaza Huincul y Cutral-Có habían nacido y se habían desarrollado con el descubrimiento y la explotación del oro negro. Fundadas en 1918 y 1933, respectivamente, la flamante actividad petrolera a manos de la empresa YPF las convirtió en un polo de atracción de varones y mujeres, quienes se dirigieron allí en busca de nuevas y mejores oportunidades de trabajo. A su vez, la empresa se encargó de la construcción de viviendas, el tendido de calles, redes cloacales, luz eléctrica, escuelas, centros deportivos y hospitales. Este mismo crecimiento permitió la expansión de la actividad del sector comercial, de la construcción y de los servicios. Además, la petrolera supo gestar un hondo sentido de pertenencia: al decir de Mirta, la esposa de un trabajador de YPF que se radicó en Plaza Huincul durante los tempranos ‘60, “YPF era un gran padre y acá se ganaba indudablemente bien. ¡Teníamos un hospital de primera! Y mi marido en el lugar del corazón tenía un sello de YPF”.
Para las mujeres –y en especial para aquellas que tenían hijas e hijos–, la presencia de la empresa petrolera estatal también dejaba un “sello” particular en sus vidas, al asegurar la provisión de servicios fundamentales para intereses construidos en torno a su rol materno. YPF patrocinaba centros deportivos, escuelas y jardines maternales, a la par que pagaba un plus para guarderías para los hijos/as de las/os trabajadoras/es. Con ello, las tareas de cuidado y educación familiar se encontraban ampliamente facilitadas.
Cuando, entre 1991 y 1993, el Estado argentino se deshizo de la empresa privatizándola –renunciando a su vez a todas sus responsabilidades sociales–, ese mundo se hizo pedazos. Esto fue vivido de forma muy dispar por varones y por mujeres. Como narra Mónica: “Veníamos de un Estado de bienestar y nos encontramos con la desocupación, el hambre, la miseria. Yo, como empleada de salud, veía cómo se suicidaron alrededor de 100 petroleros; otros ciento y monedas en situaciones graves de alcohol. ¿Por qué? Porque estaba el abismo. Se destruyeron los hogares, los que pudieron quedarse, se quedaron. Otros emigraron. Se rompió el núcleo familiar. El tejido social se desmembró de esta manera”. Muchas de esas mujeres dicen que sus maridos se deprimieron, murieron, abandonaron a sus familias o se volvieron un estorbo dentro del hogar, mientras que ellas “se tuvieron que volver más fuertes”. Debieron salir a ganarse el pan para ellas y para sus hijos, porque quedaron ellas como jefas de hogar, mientras los maridos estaban en la casa. El final abrupto de la “época dorada” ypefeana afectó tanto las condiciones materiales de existencia como las subjetividades. Para los ex obreros ypefeanos, la expulsión del aparato productivo alteró rotundamente no sólo su situación económica sino también su posición de género, en tanto “proveedores” de la subsistencia y reproducción familiar. Por otro lado, cuando se puso en jaque la supervivencia y el cuidado de los hijos e hijas –y con ellos, de la comunidad–, las mujeres tuvieron que salir a resolver el abastecimiento de la vida familiar. Como el género ha naturalizado el rol de las mujeres como garantes de la reproducción de la comunidad, sus demandas y capacidades de confrontación en este contexto de desarticulación social adquirieron un protagonismo disruptivo y conmovedor del orden social vigente. Esto se puso de manifiesto cuando, durante 6 días, las mujeres de Cutral-Có y Plaza Huincul sostuvieron el corte cocinando, evitando disputas internas en cada piquete, echando a los que querían adueñarse de la pueblada, participando de las asambleas donde se tomaban las decisiones e impidiendo la represión del gobierno nacional, que había enviado a 300 gendarmes a despejar la ruta el 25 de junio. A tal punto fueron protagonistas que fue una maestra, Laura Padilla, quien firmó en nombre de la comunidad el acuerdo con Felipe Sapag que puso fin al conflicto. Pero si bien se lograron ciertas demandas tales como la reconexión de los servicios públicos o la entrega de subsidios por desempleo, para las mujeres esta acción colectiva terminó en un fracaso. No obtuvieron una de las reivindicaciones más significativas, como la apertura de fuentes de trabajo. Pero más doloroso aún fue para ellas que quienes aparecieron como cabezas visibles de la pueblada, habrían sido cooptados por el poder político.
Sin embargo, ellas siguen reivindicando lo que hicieron, y su experiencia piquetera es valorada como una forma legítima de lucha. En sí, juzgan que esta participación favoreció su crecimiento y su aprendizaje para actuar en los espacios públicos: “Yo descubrí varias cosas –afirma Laura–. Aprendí a conocer a los políticos, el rol del gobernador, los diputados, los senadores, y a nivel nacional, nuestros concejales. Porque la pueblada a vos te cambió la mentalidad. Ahora tengo más armas porque ahora me sé la Constitución, los artículos, el derecho como ciudadana. Pasamos a ser la columna vertebral de cada hogar y de cada lugar de trabajo, con líderes de barrios que están haciendo unos 200 pan dulces para los de menos recursos. Antes estábamos tres pasos del hombre para atrás, ahora estamos a la par”. Volverse piquetera trocó la resignación en capacidad de lucha, en subjetividades colectivas beligerantes. Fue en esa ocasión donde las mujeres se apropiaron de la protesta social y la modelaron con su propia mano. Salieron a las rutas enarbolando el discurso de la defensa de sus maridos o de sus hijas/os, como en muchas otras ocasiones en la historia de nuestro país. Lo hicieron como hijas, como madres y como trabajadoras. Años después, lo hicieron en la “Plaza del Aguante” cuando ocuparon la plaza de General Mosconi para exigir la finalización de las persecuciones y la liberación de las personas detenidas durante la represión del 17 de junio de 2001. Allí conocieron a otras madres que desde hacía años se habían adueñado de otra plaza, reclamando la aparición con vida de sus hijos e hijas. Aguantando en improvisadas carpas las inclemencias del clima y las actitudes amenazantes de gendarmes y policías junto con Hebe de Bonafini y un grupo de Madres de la Plaza de Mayo, los pasados de unas y otras se fundieron en un único presente.
* Historiadora, integrante del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, UBA. El texto forma parte de una tesis doctoral.
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