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Viernes, 24 de junio de 2005

VIOLENCIAS

Adentro, el desamparo

La semana pasada se conoció otro final anunciado en Castelar: una familia entera apareció muerta, después de una pelea que todos los vecinos escucharon aunque ninguno denunció, y mucho menos intentó detener. A pesar de que cada vez se habla más –y también se denuncia– sobre la violencia intrafamiliar, el desamparo sigue siendo un lugar común que campea puertas adentro.

 Por Roxana Sandá

No era de andar restregándose las manos, pero la presencia inevitable de él en la casa (cómo no, si era su marido) la había convertido en una especie de ratón huidizo que se envalentonaba por espasmos, esos pocos que la animaron a radicar las denuncias por las agresiones físicas que él le acertaba en cualquier parte del cuerpo. Hasta su asesinato, nueve días atrás, por lo menos cinco de los 29 años de Paola Orozco transcurrieron entre las palizas, los gritos y las amenazas de Francisco Pereyra, que a la hora de dar muerte cargó hasta con la de su hija, Micaela, de cinco años, la de su hermana mayor, Esther, y con la suya propia, probablemente decidido a no volver a pisar la cárcel de por vida justo él, que ya había estado preso por robo agravado, asociación ilícita y tenencia de arma.

A las siete de la tarde del jueves 16, la vivienda ubicada en Avellaneda al 1200, a pocas cuadras de la estación Castelar, se incendiaba: los vecinos avisaron a los bomberos que el humo comenzaba a espesarse con el mismo énfasis puesto en mantener el silencio dos días atrás, cuando escucharon los gritos desesperados de Paola y Micaela, que una y otra vez le suplicaban a Pereyra “¡por favor, no!”. En un artículo de Pedro Lipcovich publicado en este diario, un vecino dijo que los ecos de violencia comenzaron “a las seis de la tarde. Escuché gritos de la señora y la nena. ¡No, no!, gritaban las dos. Después hubo silencio toda la noche. Yo pasé a las diez y las luces estaban apagadas”. Excepto por ese gesto tímido de curiosidad, las voces de alerta sólo se hicieron escuchar cuando medió el fuego.

El escenario que sobrevino fue el de cuatro cadáveres tirados en el living de la vivienda, las pieles abiertas por heridas de dos cuchillos que se encontraron en el patio interno. Sin embargo, el resultado de las autopsias arrojó que “Esther Dolores Pereyra falleció cuatro horas después que el resto de las víctimas; su cuerpo fue hallado en el sitio más quemado de la vivienda, esto es, donde se habría iniciado el foco, y presentaba una lesión cortante en el cuello que hace sospechar de un intento de suicidio y obliga a replantear algunas hipótesis”, confiaron fuentes de la investigación. Está claro que la ex pareja volvió a ensayar un último episodio de discusión violenta, “como lo hacían siempre”, acotan los vecinos, pero las autopsias revelan que sólo Pereyra, Orozco y la hija de ambos perdieron la vida a cuchillo.

Sólo en la fiscalía general de Morón hay una serie de denuncias cruzadas entre Paola y su ex: las de ella delatan a Pereyra por amenazas y agresiones; las de él la acusan de prometerle un Mercedes Benz a ¿un sicario? en pago por asesinarlo. “Algunas no aparecen del todo claras –explica el fiscal general Federico Nieva Woodgate–, como una en la que él denuncia a la mujer por los títulos de dos propiedades con los que se habría quedado, pero resulta que esas propiedades eran de ella.”

A esta altura, el fiscal considera por lo menos “difícil” que se resuelva un caso que tiene a sus protagonistas principales muertos. De lo que no cabe duda alguna es de que la pequeña Micaela y sus padres quedaron atrapados en una encerrona de violencia antigua, apenas oída intramuros por los vecinos, que decidieron naturalizar las reyertas echando mano a resabios de otros horrores, como el no te metás o el algo habrán hecho.

“Las mujeres que sufren violencia familiar no son escuchadas, pese a que en este terreno en los últimos diez años las cosas hayan cambiado para mejor”, advierte la asistente social y especialista en temática de violencia familiar Ana Torelli, para quien “todavía falta información, porque las mujeres siguen denunciando en comisarías y desconocen que existen otras instancias, como los centros de atención a la víctima en el ámbito judicial de la provincia de Buenos Aires. Incluso a veces, por denunciar en las comisarías de sus barrios, se exponen más, y si bien en Capital Federal su abordaje está más aceitado, la desprotección se manifiesta de todos modos, porque ¿quién protege a una mujer que denunció después de una medida cautelar? Se les dice ‘no deje que se acerque a su domicilio’, ‘evite que se aproxime a tantos metros’, ¿y cómo hace esa mujer para ponerlas en práctica una vez que se quedó sola? Es un hilo muy fino”.

Se estima que en la Argentina una de cada cinco parejas vive situaciones de violencia familiar; en el 42 por ciento de los casos de mujeres asesinadas el crimen lo comete su pareja, mientras que el 37 por ciento de las mujeres golpeadas por sus esposos lleva al menos veinte años soportando todo tipo de abusos. Algunas estadísticas del Banco Interamericano de Desarrollo arrojan que el 25 por ciento de las mujeres argentinas es víctima de violencia y que el 50 por ciento “pasará por alguna situación violenta en algún momento de su vida”. Sólo en la provincia de Buenos Aires, el Consejo de la Familia recibe cerca de 200 llamadas mensuales que refieren hechos de violencia hacia mujeres o niños, y el cálculo es ascendente. Sobre violencia doméstica en la Ciudad Autónoma, las cifras del Centro de Informática del Poder Judicial revelan que en la última década se triplicaron las denuncias: en 1995 se registraron 1009 denuncias por violencia familiar, en tanto que el año pasado treparon a 3437.

“No hay lugares sagrados”, advierte Torelli acerca de ese “espacio en suspenso” en que se convierte la propia casa cada vez que las mujeres mutan su condición de seres libres en víctimas de violencia “aisladas de sus vínculos, anuladas en su capacidad de decisión, dependientes de ese otro violento que las somete y las castiga desde una violencia sutil, la más peligrosa diría yo, hasta llegar a la violencia física, esas instancias que van en contra de la naturaleza y, por tanto, en contra de la libertad”.

“Me tiene encerrada con llave en la habitación y se llevó a los chicos”, dijo Angela De Luca a su hermana Silvia, que le escuchaba el llanto por teléfono hace siete años, la última vez que la oyó entre lágrimas. Tras esa llamada, Mario César Frieiro, el marido de Angela, la estranguló con un pañuelo rojo frente a sus dos hijos de 8 y 10 años en aquella época, la enterró debajo de la cama y durante todos estos años supo mantener amenazados a los chicos por si llegaban a delatarlo. En marzo último, el menor desandó todo lo callado y lo relató a sus tíos, que lo acompañaron a hacer la denuncia a la comisaría del barrio, en González Catán, la misma donde su madre solía pedir ayuda por las amenazas y agresiones físicas de su marido, sin obtener respuesta alguna.

“A mediados de febrero de 1998, Angela estuvo una semana en mi casa”, cuenta su hermana, Silvia De Luca. “Me dijo que Frieiro la golpeaba, que la amenazaba a ella y a los chicos con un arma, y me confesó que él la había violado en 1997. Después de esa semana decidió volver, y a fines de febrero me llamó por teléfono y me dijo que el marido la tenía encerrada en la habitación y que se había llevado a sus hijos. No supe nada más de ella.” Cuando la policía lo detuvo, Frieiro dijo que había enterrado a su mujer debajo de la cama “porque la amaba y quería tenerla cerca”. El caso conmocionó al público de noticieros del mediodía, que suele pasar este tipo de información por el grueso tamiz de los pecados originales en el conurbano, sin siquiera refrescarle a la audiencia que cada dos días una mujer es asesinada en la provincia de Buenos Aires y que casi en el 70 por ciento de los casos mueren a manos de un esposo, novio, amante o ex, de acuerdo con datos de la Subsecretaría de Información para la Prevención del Delito, del Ministerio de Seguridad bonaerense.

A esa estadística ingresó en 2001 Alejandra Rossler, cinco años después de conocer en un bar del barrio de Saavedra, cuando todavía iba al colegio, a su pareja, Daniel Liñares. El la mató el 26 de septiembre de ese año y les disparó a sus suegros y a uno de sus cuñados. Lograron detenerlo en Córdoba. A partir de 1996, ese hombre había obligado a Alejandra –23 años al momento de su muerte– a abandonar sus estudios de Psicología en la UBA, donde llegó a cursar hasta segundo año, aunque decidió ocultarles la decisión a sus familiares para no preocuparlos. Tras el asesinato, su hermano, Walter Roosler, reveló que “enseguida que se conocieron, él la empezó a apurar para que se fueran a vivir juntos. Después la convenció de que tuvieran un hijo. En cuanto quedó embarazada se la llevó a vivir con él a la casa de sus padres, en Mataderos. La hería verbalmente, la insultaba, pero ella no contaba nada. Le controlaba todo lo que hacía, desde a quién llamaba hasta con quién se juntaba”. Alejandra vibró su propio límite en octubre de 2000, cuando se mudó a la casa de sus padres, en Saavedra, junto con sus dos hijas. Pero ese “no lugar” de puertas siempre abiertas que suponen los agresores a la hora del sometimiento volvió a imponerse un año después con la muerte.

“Ninguna mujer se junta con un hombre que la golpeó desde el primer día, y cuando se llega a esa instancia ya tendría que estar presente el Estado, porque los casos de violencia familiar deberían ser tratados seriamente bajo su órbita”, sostuvo la abogada Liliana Domenichini, que integra el Instituto de Familia del Colegio de Abogados de La Matanza, en un encuentro reciente de mujeres discutiendo la violencia de género, en el Centro Rosa Chazarreta, de Rafael Castillo. “El Estado debe hacerse responsable en estas situaciones en las que las mujeres son muchas veces despojadas hasta de sus hijos, en una situación de vulnerabilidad total. Por eso muchas veces es preferible hacer las denuncias ante los tribunales de Familia, que se manejan con indicios y pueden dictar medidas concretas.”

Las cifras que maneja la Procuración Penitenciaria dan cuenta de esos extremos de la desesperación en la veintena de mujeres que en la actualidad cumplen condena por homicidio calificado o agravado por el vínculo en las unidades penales de Ezeiza y La Pampa. La mayoría de los hechos fueron cometidos en el domicilio particular y en buena medida contra su pareja. En la Dirección de Política Criminal se mantienen estables las cifras a nivel nacional en torno a un 18 por ciento de mujeres presas por homicidios, casi el 70 por ciento de ellos cometidos en domicilios particulares, y cerca del 90 por ciento contra esposos o novios. En una investigación publicada por el Consejo Nacional de la Mujer, se reseña que “luego de estupefacientes y robo, la mayor cantidad de condenas dentro del universo de mujeres es por el delito de homicidio”, que se corresponde “casi en su totalidad, con casos ocurridos en medio del entramado de relaciones personales cercanas de las mujeres homicidas. Tal vez es por eso que, de los tres delitos que concentran la mayor cantidad de casos, el homicidio es el que más ‘descubre’ características personales de las que lo cometen, en el que con más fuerza intervienen los rasgos únicos de cada mujer y su historia. La especificidad de cada uno de los casos de homicidio puede percibirse ya en el relato del hecho contenido en la sentencia. Luego, en lo que cuentan estas mujeres sobre sus vidas –y en cómo lo cuentan– puede verse también una dimensión difícil de asir que parece tener más que ver con mundos internos que con condicionantes sociales”.

La mendocina Claudia Paola Sosa fue condenada a 15 años de prisión como autora del homicidio agravado con circunstancias extraordinarias de atenuación contra su esposo, Juan Edgardo Quiroga Núñez, un policía golpeador, en un hecho histórico por parte del Poder Ejecutivo provincial al reducir a la mitad la condena por homicidio impuesta por la Justicia. Desde mediados de 2004 accede a un régimen de trabajo extramuros al penal de mujeres de esa provincia, donde permanece detenida, y este año podrá solicitar la libertad condicional.

Claudia mató a Quiroga Núñez el 1º de marzo de 2001. En su testimonio relató que la noche anterior “llegó a las 21. Le dije que habían venido a cobrar el alquiler y me preguntó si yo tenía plata para pagarlo. Le dije que no, porque no iba a pedirles a mis padres otra vez. Me tiró al piso y me pateó con los borceguíes puestos. Quería tener relaciones y le dije que no. Entonces, me rompió la ropa, una falda pantalón y una prenda de algodón, y me puso el arma en la cabeza”. En el dormitorio, el marido colocó en la videocasetera una película de exhibición condicionada que había alquilado el día anterior “y me metió el arma en la vagina obligándome a hacer lo mismo que en la película”. Cuando concluyó el abuso sexual se acostó a su lado dándole la espalda.La pistola quedó cargada y a mano, sobre la mesa de luz; Claudia la tomó y dos segundos después disparó un tiro a la nuca de Quiroga, que falleció en el acto. Como le ocurrió a Angela De Luca, cuatro de las cinco denuncias que Claudia radicó en la comisaría jamás prosperaron, y su intento de suicidio derivó en una asistencia psicológica que Quiroga prohibió para revictimizarla a partir de nuevos vejámenes y privaciones a los que estuvo sometida el año que duró ese matrimonio.

A mujeres como Paola Orozco o Claudia Sosa les dieron la espalda peritos psicólogos, abogados y jueces que persisten en el desconocimiento de tratados internacionales como la Convención Sobre Eliminación de Toda Forma de Discriminación Contra la Mujer (Cedaw), la Convención Contra la Tortura y otros tratos y penas crueles, inhumanos o degradantes. A las sobrevivientes sólo les queda rearmarse con lo que pueden, en redes autogestivas de contención que en ocasiones vienen a tapar los agujeros negros de las normas. Alicia, cuarenta años de edad y otra decena trabajando como agente social en refugios para mujeres golpeadas, entiende que “entramos a estos lugares-proyecto cargadas de vergüenza y el grupo nos termina pariendo llenas de energía. Es a través del grupo que desarrollamos procesos identificatorios y de solidaridad, que sirven para recrear proyectos personales. Desgraciadamente, a veces la violencia se advierte recién cuando llega la violencia física, como el caso de Julia, una chica de 24 años que sufrió agresiones y sometimientos desde que nació. Pero recién tomó conciencia de lo que le había pasado a ella cuando su marido le rompió los tímpanos a su hijito”.

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