Viernes, 23 de junio de 2006 | Hoy
LIBROS
¿Cuál fue la imagen mediática, cuál la realidad cotidiana y cuáles los debates sobre la familia durante los primeros dos gobiernos de Perón, cuando uno de cada tres niños era anotado como ilegítimo ante el Estado? A esa pregunta, poco formulada y menos investigada –hasta ahora–, responde Isabella Cosse en la reciente investigación Estigmas de nacimiento.
Por Soledad Vallejos
A cincuenta años de distancia, el fervor de los debates públicos y privados se puede palpar en esos discursos que atravesaban la vida cotidiana: algunos querían que el clima de revolución que el peronismo proclamaba llevar a las plazas llegara también al pequeño reino de los hogares (no a las camas, pero por lo menos a las sociabilidades); otros no estaban tan convencidos o definitivamente se oponían; lo que transcurrió fue pura negociación en torno a figuras, conductas, roles de género. Pero entre medio, a lo largo de esos casi 10 años, el mundo doméstico y el público dialogaban una transformación que Isabella Cosse siguió minuciosamente para escribir Estigmas de nacimiento. Peronismo y orden familiar 1946-1955 (Ed. Fondo de Cultura Económica), una investigación que indaga entre documentos oficiales (algunos asombrosos), productos de la industria cultural y marcos legales para interpretar una cuestión apenas observada: ¿cuál(es) fue(ron) la(s) familia(s) peronista(s), teniendo en cuenta que “al asumir el discurso de la cultura doméstica, el peronismo lo resignificó atravesándolo con la matriz igualitaria y plebeya”?
“La forma adecuada para combatir los casos ‘desviados’ era el disciplinamiento. La familia sólo tenía un cimiento firme si estaba fundada en la virtud, la santidad y la gracia de los sacramentos y las enseñanzas de Cristo. (...) Ese ‘espíritu familiar del hogar cristiano’ era una barrera para evitar que ‘los vientos o confusiones de revoluciones políticas o sociales, lo destruya y disperse cual hojas marchitas arrancadas de árboles sin savia y sin vida’. Finalmente, se explicitaba el rechazo a la equiparación de los hijos naturales con los adulterinos e incestuosos y a la iniciativa de legitimar las uniones en el extranjero.” Eso decía el documento “Pastoral Colectiva sobre la Familia Cristiana” publicado por el Arzobispado porteño en 1947. Un año después, el Congreso de Mujeres organizado por la Unión de Mujeres Argentinas –vinculada al PC– aprovechaba para insistir sobre la vieja “demanda de igualdad de derechos para los hijos legítimos y los ilegítimos”, un reclamo que retomó en ocasión de la reforma constitucional de 1949, al pedir –entre otras cosas– “la igualdad civil, política, social y económica de la mujer; la protección a la madre soltera; y el divorcio y la sanción del código de la familia y del niño”, junto con “la igualdad de los hijos ilegítimos, el fin de las humillaciones discriminantes”. Ese era el clima que se había abierto con franqueza hacia 1946, cuando el peronismo empezaba su primera presidencia y Cipriano Reyes –todavía laborista– eligió el camino jacobino desde su lugar de diputado. En un país que venía sosteniendo la figura legal de los hijos ilegítimos como fundamento del orden familiar –desde el Código Civil de Vélez Sarsfield–, Reyes “propuso asimilar los hijos adulterinos e incestuosos a los naturales”. Liberalismo, sí, pero con salvedades: “la investigación de la filiación no se limitaría en el caso de mujeres casadas”, y la madre “abandonada” tendría derecho a una pensión, “mientras conserve su buena conducta y permanezca soltera”.
El clima de época hablaba de ruptura, de una fuerza política que se constituía discursivamente desde los márgenes sosteniendo como marca de identidad positiva un estigma –obviamente– negativo. Por eso mismo, porque se suponía que buscaba reformular la noción misma de legitimidad y sus límites, la noción de familia era central. De allí a la discusión sobre las identidades de género había menos de un paso, especialmente cuando las cifras decían lo que decían: ya en 1929 el 13% de las familias obreras de Capital Federal estaba compuesto por una mujer sola o con sus hijos; entre 1931 y 1938, el 80% de las madres solteras de Buenos Aires eran argentinas (60% provenía del interior), la mitad tenía menos de 21 años, el 42% eran analfabetas, 47% tenía menos de 4 años de escolarización, 55% eran empleadas domésticas y el 20% trabajadoras industriales. Para 1940, uno de cada tres niños era inscripto como hijo ilegítimo en registros oficiales. Llegando la década del 50, esos datos convivían con vidas cotidianas que, aun con el sacudón de mujeres saliendo a buscar trabajo decente fuera de sus hogares como causa nacional resultaban tremendamente conservadoras y seguían sosteniendo ideales familiares heredados de la moral “oligarca”. “Las cifras –sostiene Cosse– plantean la convivencia de una dualidad: la de costumbres modernizadas y patrones populares”, vale decir, la de relaciones de pareja flexibles hasta el grado de gestar divorcios de hecho por un lado y la de maternidades solteras y concubinatos. Precisamente ese era el centro de la cuestión mientras el cine nacional incrementaba notablemente el protagonismo de la madre soltera en todas sus variantes (la madre pobre y sacrificada por los hijos que un mal varón abandonó al abandonarla a ella, generalmente interpretada por Tita Merello; la “ingenua, vulnerable y pasiva”; la pecadora castigada), y que en última instancia “encarnaban la pureza maternal y el pecado de la sexualidad extramatrimonial”. Pero por ley, en el mundo real esos pecados se cobraban en los hijos discriminados en sus derechos civiles, económicos, sociales por su condición de ilegítimos, y ahí era donde empezaba a intervenir con fuerza el peronismo. Los únicos privilegiados, se sabe, eran los niños, y por ellos se hicieron hogares de tránsito para las madres solteras, lugares proclamados como espacios que tenían “grabada la palabra perdón” y permitían el “olvido del pasado”. “Las madres ‘abandonadas’, los ‘niños sin hogar’, las ‘familias destruidas’ y las ‘mujeres solas’ adquirieron una nueva legitimidad social.”
Pero mientras las negociaciones del primer gobierno obligaron a dejar de lado las pretensiones laicas, las peleas que arreciaban en el segundo, junto con la presencia mítica de la figura de Eva ya muerta cambiaron el panorama. “Se hizo explícita la conexión entre Eva Perón y la defensa de los hijos ilegítimos, insertando su defensa en los discursos plebeyos de la dignificación de los ‘desheredados’.” Celina Rodríguez, diputada enardecida durante el debate del 2do. Plan Quinquenal, hablaba como “peronista”, “mujer”, “madre” y “maestra” cuando pedía que “borren el estigma de un pecado que nunca cometieron los que desde hace siglos lo llevan a cuestas”. Cuando la Iglesia se opuso a la equiparación total, no hubo campaña anticlerical porque “eso hubiera significado dejar en manos eclesiásticas la defensa de la familia y el matrimonio, sustentos del modelo familiar válido para amplios sectores de la población”. Para el establishment eclesiástico, la equiparación era hacer la vista gorda ante el libertinaje, representaba “la tolerancia de prácticas sexuales inmorales, favorecía la confusión acerca de los ‘verdaderos’ cimientos de la familia y los atacaba en forma directa”. Esos ilegítimos, definieron la Liga de Padres de Familia y la de Madres ídem, eran producto del “libre juego del instinto”; igualarlos a los bien nacidos era “rebajar el matrimonio a la categoría de unión sexual”.
Pero poco después, en 1954, esas tensiones aflojaron y, al menos, “se consagró discursivamente en la opinión pública el rechazo a la denostación social de las personas por su origen social”.
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