Viernes, 22 de diciembre de 2006 | Hoy
LIBROS II
El último libro de María Martoccia la confirma como una autora original, desconcertante, capaz de crear universos con tal economía de recursos que es capaz de expulsar a lectores y lectoras indolentes. Traductora, habitante de países exóticos, esta escritora se niega a rendirse al mensaje –a decir–, en pos del arte –escribir–.
Por Liliana Viola
La novela Sierra Padre (Emecé) que apareció hace muy poco en las librerías de Buenos Aires es capaz de suspender toda ansiedad de que los personajes se definan en las primeras líneas y de que ocurra lo previsible de una vez por todas. Si con esa prepotencia porteña se comienza a leer, enseguida se recibe el golpe de la sabiduría y de la ignorancia ajenas. Los lectores se reponen y avanzan; los personajes son obedientes, dispuestos a llevar el relato hasta la aberración, el desasosiego o la muerte lenta, según mande el viento o la contenida ira de su autora.
No hay dudas de que María Martoccia, que con los cuentos de Caravana y su primera novela Los Oficios había prometido sostener una voz original y siempre desconcertante, ha regresado. En Sierra Padre logra presentar complejas relaciones humanas a través de nimios gestos. Se sabe que una mujer ha sido abandonada por la manera en que arranca una fruta de un árbol o apoya unos tarros de miel en el piso, que una anciana guarda un secreto tremendo, por cómo mira hacia el fondo de su casa. Así como se sabe cuándo plantar alguna semilla o cuándo cuidarse de la lluvia. María Martoccia, que además de escribir sus ficciones trabaja como traductora –ha traducido Mil Grullas y La bailarina de Izu de Kawabata– habla de lo que lee con el entusiasmo de quien devela un secreto ajeno. “Acabo de encontrar en una librería chiquita una novela de Willa Cather (1873-1947), Oh, pionners! Es una de mis escritoras preferidas. Tiene absoluto dominio de los personajes, sabe aquello que no escribe y no se ‘tienta’ en decirlo. Sabe esperar, dosificar, y es piadosa con el género humano: por eso no moraliza jamás.” Lo que no sabe todavía María Martoccia es que cuando describe a su escritora favorita, está dando la cita perfecta para decir exactamente lo que ella acaba de hacer en Sierra Padre.
En las solapas de tus libros, en casi todas las notas está la referencia a lo que viviste en varios lugares remotos entre sí. ¿Qué importancia tiene eso en tu literatura?
–Escribo, parece, desde los lugares. Y estoy llegando a la conclusión de que soy una persona inflexible y que vivir en lugares tan ajenos y con organizaciones tan diferentes y a veces aberrantes para mí, como el machismo ridículo de Córdoba o la situación de las mujeres en Yemen, me ayuda. Me descansa saber que es posible organizar el mundo de una manera distinta a la mía. Y yo tengo que verlo, eso me tiene que rodear, me tiene que enojar. La tensión del entorno cuestiona las propias creencias y las fortalece. A la vez, me aparta y me une circunstancialmente a otras personas.
¿Cómo empezaste a escribir Sierra Padre?
–Empecé con lo que ahora es el capítulo II como cuento independiente centrándome en el incesto. “Si todo fuera tan fácil, nadie se mandaría macanas, ¿no?”, reflexiona uno de los personajes. Y también en el tema del castigo: “Confundida descubre lo que la anciana le dice: que los hijos del incesto saltan y le mienten a los turistas. Que el pecado no tiene castigo y que el castigo se encuentra en cualquier parte...” Después empecé a armar las historias y a “coserlas invisiblemente”.
¿Las historias están robadas de las personas que te rodean?
–Después de la publicación de un libro, tengo que esperar, leer, olvidarme, consumir alcohol y plantar flores. Luego aparece la historia. Quizá la menos pensada. Porque escribo cuando no escribo, cuando recopilo escenas, gestos, paisajes. El otro día me dijeron eso tan remanido: “¿Se puede decir algo nuevo a esta altura?” Mientras haya relaciones humanas y no sepamos si existe Dios con certeza absoluta, sí.
¿Tu trabajo de traductora ayuda a la escritora?
–A veces la traducción contamina y resulta difícil ponerse a escribir lo propio. Depende del placer. Si lo que traduzco es espantoso, me lanzo de lleno a lo mío. Si es buenísimo –como en el caso de Kawabata– me quedo tranquila y digo: “Lo mío puede esperar”. Porque supongo que hay algo muy mío si pienso que aquello que traduzco es bueno. Traducir agota y descansa. Agota sostener lo de “ponerse en los zapatos del otro” sobre todo porque lo que se hace en realidad es dejarse los propios y mirar por un agujero de la suela. Pero hay una constancia de tono ajeno que se debe sostener. Es un descanso porque hay que animarse, decidir rápido, creerse que es de una “única forma”. Un momento de certeza y soberbia, aunque uno sepa muy bien, en el fondo, que podría ser distinto, porque todo puede ser distinto.
¿Cómo decidís qué sacar a la luz y qué dejar en las sombras?
–Esa es una de mis preguntas cuando construyo un personaje. A veces voy por la calle y pienso: ¿Qué haría el detective de Féretros tallados a mano (de Capote) si de pronto...? Y presento argumentos a favor y en contra hasta que me decido y estoy segura, segura de que haría eso, se compraría tal traje en Buenos Aires, iría a tal bar...
No me interesa la literatura que explica ni la que toma partido. Me asombra cuando me preguntan: “¿Qué quisiste decir?”. Y la verdad es que si quisiera decir, diría. No escribiría.
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