Viernes, 22 de diciembre de 2006 | Hoy
SOCIEDAD
En la villa 15, más conocida como Ciudad Oculta, un emprendimiento conjunto del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y la Asociación Madres de Plaza de Mayo les da la oportunidad a las mujeres de aprender un oficio tradicionalmente de varones, a la vez que edifican su propia vivienda. Tres historias en las que poner manos a la obra no sólo levanta paredes sino que construye otro destino.
Por Paula Carri
Calles de tierra. Obradores. Perros. Charcos. Cambio. Trabajo. Chicos. Entusiasmo. Cemento. Sueños. Estos serían los tags (palabras clave) si la nota fuese digital. La crónica en la villa 15, más conocida como Ciudad Oculta, habla de la titánica transformación del ex hospital conocido como “elefante blanco” y de los dos obradores que se están construyendo como parte del Plan piloto de capacitación en construcción de viviendas, que se inició el 16 de octubre a instancias del Ministerio de Derechos Humanos y Sociales del Gobierno de la Ciudad y de la Asociación Madres de Plaza de Mayo. Para llegar hasta los obradores hay que adentrarse en la villa, ir por calles de tierra con charcos que aún no escurrieron la última lluvia, caminos internos llenos de niños y de perros flacos que perdieron su capacidad de asombro.
Mirta está en el primer piso del primero de los dos obradores. Ajusta con una pinza los metales del enrejado que recubren los paneles de tergopol, que en unos días serán paredes iguales a las que están listas en la planta baja. Tiene 39 años, 7 hijos, ningún marido. En estos días está –cuenta– instalando los esquineros de hierro. Aunque mucho tiempo lo dedica a hacer el enrejado. “Lo veo como una opción de trabajo porque lo puedo hacer sin problemas. Ya aprendí a hacer el hormigón, el cemento para la pared –que no es el mismo que el del piso, eh?–, instruye sobre su nuevo oficio de albañil. Es que en este emprendimiento el 30 por ciento de quienes trabajan son mujeres que dan sus primeros pasos en el rubro de la construcción. Si bien las tareas en la villa 15 comenzaron antes, el porcentaje de mujeres es una intención concreta que se inscribe dentro de la política de igualdad de género presentada oficialmente el pasado 12 de este mes por el Gobierno de la Ciudad.
La historia de Mirta habla de una infancia y adolescencia en la provincia de Jujuy, con mucha pobreza y ninguna ilusión. Trabajó en tareas rurales, también en limpieza de casas. A los 25 años la promesa de un trabajo la empujó a Buenos Aires. Aquí se juntó con el padre de sus hijos. Pero el trabajo prometido volvió a ser limpiar alguna casa cada tanto y lavar y planchar ropa por encargo. “Desde que conseguí el plan Jefas y Jefes estuve un poquito mejor, pero son 150 pesos. Ahora cambió todo.” “Ahora” empezó el 16 de octubre, cuando empezó a cobrar 50 pesos por día (300 por semana porque trabajan de lunes a sábados) y a aprender un oficio. “Trabajo, luego voy a mi casa y tengo una cantidad de dinero. Es como que mis hijos no necesitan un papá ahora. Tanto sufrieron cuando se fue y ahora no les hace falta. Porque yo soy todo”, dice con orgullo. “Además, antes tenían al papá pero no me tenían a mí.” Su rostro refleja que está descubriendo ahora mismo lo que enuncia: “Y sí, porque yo antes no sabía qué hacer. No vivía, no sabía cómo darles de comer. ¿Cómo podían ir al colegio si no tenía ni cómo mandarlos? Ahora veo que mis hijos van al colegio, que está todo bien. Por ahí los más chiquitos no entienden mucho, pero cuando me ven llegar con la ropa de trabajo todos me creen que estuve trabajando”.
“Esto es un sueño que nadie jamás hubiera pensado”, dice Mirta. “Esto” es trabajar, aprender un oficio, construir su casa, no ser discriminada ni por pobre, ni por mujer, ni por nada. Y que “se dé todo junto y en mi barrio. A mí me dieron ganas de vivir. Ese bajón que tenía... lo olvidé todo”, se entusiasma.
Mirta vive en una de las casillas de madera como el resto de sus vecinos que fueron víctimas de un incendio en 2005. Y aunque no sabe exactamente cuál será su vivienda, sí que va a ser una de las primeras treinta y seis, porque esa tragedia dentro del hospital que nunca llegó a terminarse les otorga una tardía prioridad. El edificio está sobre la calle Piedrabuena, a dos cuadras de la avenida Eva Perón, en el barrio de Lugano. Dentro, funciona una dependencia de la Coordinación de Políticas Territoriales Urbanas –que está a cargo del líder del movimiento Barrios de Pie, Angel “Lito” Borello– y es el organismo articulador del proyecto por parte del Gobierno de la Ciudad. En el hospital inconcluso, además, se están construyendo las instalaciones de una guardería y comedor infantil.
El modo de construcción del plan piloto es un sistema en seco ideado en Italia. El sistema es térmico, autoportante –no se necesitan cimientos–, no se incendia, tiene bajo costo y tiempos de obra reducidos en relación con la construcción tradicional. Pero sobre todo es propicio para aprender a ejecutarlo sobre la marcha. Cada casa construida en la villa 15 tendrá living comedor, baño completo, toilette, tres dormitorios, calefacción por losa radiante, caldera y servicios de electricidad, gas natural, agua corriente y cloacas.
En la selección de obreros que trabajan en el actual plan intervinieron, además del Ministerio de Derechos Humanos y la Coordinación de Políticas Urbanas, la Asociación Madres de Plaza de Mayo, los centros comunitarios: Jardín de los Abuelos, Volver a empezar (nucleado en Barrios de Pie), El elefante blanco (de la agrupación Desde abajo, de la CTA), y los comedores Los Chiquitos (del Frente Transversal), Chocolatada (del frente barrial 19 de Diciembre) y Mara (del Movimiento Evita).
–¿Cómo es trabajar en un rubro que históricamente fue de hombres?
Mirta se sonríe, sobradora:
–En mi turno somos cuatro mujeres. Y ellos, al final, se sorprenden. Porque a la postre nosotras laburamos más. Entonces se quedan asombrados.
Eso que éste es un trabajo pesado. Aunque es delicado también, porque no podés apoyarte mucho en ningún lado, tenés que estar parada. En la obra no hay dónde sentarte. Y también tenés que estar cuidándote un poco, por si acaso ellos te observan, qué sé yo... a veces te hacen bromas y no sabés qué hacer.
La jujeña, como todos los que trabajan allí, está vestida con pantalón y camisa amplia azul con una inscripción circular en color blanco que dice: Universidad de las Madres-Plan de políticas urbanas. Lleva borceguíes de trabajo y al quitarse los guantes se ven sus manos curtidas y dúctiles ya desde mucho antes de entrar a trabajar en la construcción.
En la villa, al lado de cada obrador, hay unas casillas metálicas donde están las ropas de trabajo, los borceguíes, los guantes, los cascos. Ahí también están los representantes de las organizaciones que comparten la administración. Con esos “jefes”, como ella los nombra, no se animaba a hablar Elizabeth (veinte años, la más joven de su turno), durante los primeros días de trabajo. Quería decirles que aún estaba cursando el secundario y que estaba faltando a clase para ir a la obra. Que cada día era para ella un sufrimiento por no asistir a la cursada de quinto año. Pero que necesitaba el trabajo. Al cabo de una semana se animó: el resultado del diálogo fue un cambio de horario para que pudiera cumplir con todo. Y le dieron una semana para terminar tranquila sus clases. Se alivia Elizabeth al decir que ya recibió su diploma de bachiller gastronómico, porque aprobó todas las materias. Se la ve responsable, organizada. Su peinado, atado con minúsculas gomitas, de a mechoncitos que rematan en una pareja cola de caballo, habla de su prolijidad. Mientras come un sandwich enorme en pan francés (porque es la hora de la merienda) cuenta que, además, está en pareja y tiene un hijo de 2 años al que cuida su hermana. “Al principio me dolía todo. Mi primer trabajo y arrancar así...”. Habla de los paneles (las planchas de telgopor), de nivelar la tierra, de atar y poner esquineros de hierro. “Pero ahora ya me acostumbré”, y tal vez por eso pueda atreverse a soñar con “estudiar abogacía. En el secundario tuve un buen promedio. Me dijeron los de las Madres que tal vez me puedan becar. Vamos a ver...”, se ilusiona.
–¿Qué hacés los fines de semana?
–Los sábados llego, me baño y saco al nene. Después, vuelvo, busco a mi marido y nos vamos los tres a comer, a pasear. Nos cambió todo. Antes apenas alcanzaba para comer y estudiar.
“Yo me había anotado desde el primer día. Porque me dije: ‘Ese es mi rescate’. Pero no me daban la oportunidad.” Claudia necesitaba un trabajo. Pero también poder salir de su adicción, que desde hacía ocho meses se llamaba paco (PBC, pasta base de cocaína) y que antes, por dieciocho años, se llamó cocaína. Dos veces estuvo internada en centros de rehabilitación y hasta vivió unos meses en la cárcel. “Pero eso fue hace muuucho”, dice.
–¿Cuándo?
–Y, en el 2001.
Claudia es bajita y menuda. Tiene ojos vivaces y el flequillo castaño asoma bajo su casco. Cumplió 30 años pero parece estar tan “de vuelta” como si hubiese vivido una eternidad. La mayor de sus cinco hijos tiene diecisiete, el menor dos años. Esta madre nunca antes tuvo un trabajo. Sólo robaba. Para comer y para drogarse.
–¿A mí también me vas a preguntar? –había provocado un rato antes esta chica con pinta de petardo que va a explotar en cualquier momento.
“Yo me había anotado pero no me llamaban. Hasta que un día, harta de que no me llamen, lo encaré al Pocho (uno de los capataces). Apenas lo conocía de vista, ojo, eh, que no fue por amistad. Le dije: ‘Si me dan la oportunidad, yo me salvo’. Le conté mi problema. El Pocho me dijo: ‘Esperame acá’. Al rato volvió: ‘Empezás el lunes’. En este trabajo me escucharon, no me discriminaron. Eso vale mucho, entendés?” A medida que avanza en su testimonio la dimensión de su esfuerzo y de la oportunidad brindada, crecen: “Yo estaba metida en un pozo del que no podía salir. Me drogaba todo el día. Porque acá adentro (de la villa) el paco se ve todo el tiempo. Las 24 horas. Pero yo hace quince días que estoy limpia.
–¿Cómo hiciste para no consumir más?
–Mirá, yo me laburo todo acá y vuelvo a mi casa hecha mierda de tanto trabajar. Me re-canso. Lo único que quiero es llegar, tomarme unos mates. Pienso en que los sábados tengo un sueldo y en que estoy con mis hijos.
Porque también del dolor de estar separada de sus hijos sabe esta mujer menuda que tiene una coraza más dura que el casco azul que lleva en su cabeza. “Yo lo que necesitaba era tener qué darles de comer a mis chicos, trabajar. Por eso ahora, como estoy, estoy bien. Y no creo que nada me impida seguir así. Si hasta pude varias veces decir que no (al paco), porque me ayuda el ambiente que hay acá adentro. Los del emprendimiento te dan una mano. Cuando pensaba en esto, nunca me imaginaba que era así: todos me aprecian, me apoyan, hablamos de todo. Acá en el trabajo me ayudan a mí y yo, cuando llego a casa, lo ayudo a mi esposo. Porque él también dejó el paco. Por ahora está cuidando a los chicos. Está anotado en las listas, pero todavía no lo llamaron.” Las otras mujeres –y algunos hombres– la vivan: “¡Dale, Clau!”.
“Yo acá tengo todo”, resume Claudia. Un oficio, un trabajo, una familia, un cambio, un sueño que se hace realidad en cada pared que levantan estas mujeres desde el 16 de octubre. Cuando en la villa 15 se empezó a construir, también, un nuevo lugar en el mundo para la igualdad de género.
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