Viernes, 12 de enero de 2007 | Hoy
TENDENCIAS
¿Qué será de fumadores y fumadoras cuando arrecie el invierno? ¿A qué playa irá a toser esta especie denostada y –pareciera– digna de extinción? ¿Cómo no dedicarle un epitafio al humo de cigarrillo que tan bien acompañó las luchas y los disgustos de las mujeres en pos de su liberación (y con estilo)? Vayan entonces estas palabras hasta que llegue el antídoto; o al menos hasta que durar no sea lo más importante.
Por Liliana Viola
Como ballenas que se acercan a morir en la playa, quienes fuman se arrojan sobre las sillas que los bares les disponen en las veredas. Se los puede observar de cerca, están en exposición, ellos y ellas igualados por el destierro, boqueando cuando antes daban bocanadas, ejecutando ante el público su debilidad, un vicio de inseguros, autodestructores, hervidero del mal aliento y las manchas amarillas, conocido hasta hace muy poco como el supremo arte de fumar.
Dicen quienes ponen en números la realidad que en el año 2000 ya había en el mundo unos 1100 millones de estas personas –tres hombres por cada mujer–. Ahora, que deben ser más, resulta muy fácil imaginarlos a todos por las calles de China –el país que lleva el record con 340 millones de fumadores–, Estados Unidos, Europa y desde hace poco también Buenos Aires, deambulando sin techo, expulsados de sus oficinas y otros lugares que se volvieron santos. Las personas que fuman se volvieron homeless por gracia de una conciencia saludable, pariente cercana de aquella otra que quemó brujas a las que luego consultó, mandó a la basura al aceite de oliva por venenoso y luego lo colocó en el estante principal de la dieta mediterránea.
Una breve historia del tabaco –la que compilan Sander Gilman y Zhou Xun en un libro llamado Humo (Paidós)– registra que a esta sustancia, y sobre todo al acto de fumar, siempre les tocó caminar por la delgada línea que divide el bien y el mal.
Los europeos lo descubrieron en el primer viaje de Colón y enseguida lo adoptaron mientras le atribuían propiedades curativas. En 1571 un reconocido médico de Sevilla proclamaba que esta “hierba santa” curaba molestias y expulsaba males, y que si bien generaba haraganería e indolencia en los nativos de América, en los cristianos se mostraba propicia nada menos que para dar alivio a la sífilis. Sífilis y humo, bien avenido matrimonio de placer y alevosía.
El conde Corti, en su libro A History of Smoking (1931), cita una anécdota que sella esta sumisión del arte de fumar –como todo arte del placer– a los caprichos de la cultura: “Rodrigo de Xeres volvió a España para hacer una demostración pública del acto de fumar, sacando rédito de su descubrimiento personal; acto con entrada gratuita y a la luz del día. Sucedió allá en Ayamonte ya hace mucho tiempo, pero los vecinos de Rodrigo aún no lo han olvidado. Después de ver al bueno de Xeres echando humo por sus orificios, sin quemarse, se convencieron de que el Diablo había tomado posesión de su cuerpo. El cura de la parroquia lo denunció al Santo Oficio, y fue sentenciado a pasar varios años en una cárcel de Sevilla. Cuando volvió a casa se encontró con que todos sus paisanos fumaban. Y sin que se les impusieran penitencias en la penitenciaría. Eso es fumar y guardar la forma. O, por otro lado, una metáfora sobre los hombres y las modas”.
La liviandad con que se considera al acto de fumar como dios y demonio alternativamente justificaría un epitafio o una elegía, ahora que está pasando por el peor momento de su historia, apenas equiparable a la Ley Seca que su compañero el alcohol también supo soportar.
Pero ¿con qué palabras componer la elegía de un asesino que acorrala a sus víctimas con deseo y luego las sorprende con cáncer de pulmón?
Los que hablan con cifras dicen que en Estados Unidos el cigarrillo se lleva a la tumba a 500.000 personas cada año y un estudio reciente en China sugiere que hasta un tercio de los adultos morirá antes de que le llegue la hora, a causa del tabaco...
En los últimos doscientos años, se produjeron muchos epitafios con los que se podría armar una historia de la literatura que teme quedarse sin cigarrillos. La ficción adicta se dedicó a incluir el rito en sus mejores personajes: Conan Doyle lo asoció con ingenio y capacidad de deducción, Tolkien les adjudicó a los hobbits el descubrimiento de la hoja y la invención de la costumbre, Lewis Carroll permitió que la Oruga fumara delante de Alicia y el pionero inglés, Walter Raleigh que llevó el pecado a su país en el siglo XVI, enfrentó el cadalso con una pipa en la mano. Hoy se pondría en duda si lo mató el suplicio o la adicción.
Porque ahora las cosas han cambiado. El estigma de asesino que se saldaba con el concepto de la libertad individual para arruinarse la vida se eclipsa con la prueba de que quien fuma se mata y mata al prójimo. “Por desgracia, inhalar el humo que se genera al quemar la planta no les hace bien a los pulmones. El humo del tabaco contiene monóxido de carbono que al absorberse perjudica la capacidad de sangre para transportar oxígeno”, dice una de las autoras de Humo. Este es el veredicto y ya no es la nicotina sino el humo el acusado. Y con el humo, el espíritu que hizo del fumar uno de los hábitos más significativos, queda puesto en jaque. Sus cultores –que aún recuerdan al hombre de Marlboro, a George Sand con pantalones y acodada en el piano de Chopin, a Lauren Bacall, Rita Hayworth, Bette Davis– quedaron reducidos a un vademécum, definidos tan sólo por su patología.
Si una voz se dispone a llorar por la muerte de este perverso amigo, debería ser una voz de mujer, ya que la voluta de humo la acompañó en luchas y disgustos colaborando con ella para que se librara sin perder estilo de la dominación que ya sabemos. De hecho, en su trayectoria tan leve como circular podría leerse aunque irritara a los ojos, la condición femenina a lo largo de los últimos siglos.
Cuando en el siglo XIX comenzaba a crecer el consumo masivo del tabaco, los publicistas eligieron a la mujer como señuelo. Fumar, asunto de hombres, como las prostitutas, las palabrotas y el juego, era sinónimo de poseer a alguna de las lánguidas vampiresas que diseñaba Mucha y dibujaba Job en sus carteles. Los pintores tomaron al cigarrillo como símbolo fálico mientras que poetas y novelistas equipararon el humo con el género femenino. Rudyard Kipling hablaba de sus cigarrillos como “un harén de bellezas morenas atadas de a cincuenta”.
Poco antes de llegar al siglo XX, las mujeres que fumaban estaban repartidas en dos categorías: la mala mujer y la nueva mujer, esta última caricaturizada como hombruna y patotera. En los cuadros de Van Gogh o de Monet las fumadoras aparecen melancólicas y deprimidas, muy probablemente por estar descuidando a sus hijos y metiéndose en asuntos que no les corresponden. Carmen de Merimée popularizó el fumar como atributo de la mujer fatal, así como Naná, la prostituta de Zola “armaba cigarrillos todo el tiempo y se hamacaba en su sillón al fumarlos”. Ambas con final trágico aunque sus muertes no entren en las estadísticas que hoy tanto importan.
Si el hombre construyó su imagen y el objeto de deseo en parte a través del humo, la mujer se ocupó de comenzar a desbaratarlo tirándoselo a la cara. En los primeros años del siglo XX ya eran más las fumadoras del catálogo: sufragistas, prostitutas, nuevas mujeres que estudiaban y andaban en bicicleta, y señoras amas de casa que fumaban a escondidas de sus esposos, acto que dejaba a las claras que también iban a ser capaces de buscar un amante y esconderlo en el placard. “Cuanto más se retrae la mujer, más se aleja de la influencia civilizadora del hombre, y más peligrosa se vuelve”, advertía el escritor Arthur Simons (1865-1945), quien veía en estas escapadas el primer indicio de una debacle. Cuando la que fuma es ella, las ilustraciones tienen una connotación masturbatoria, la chica se abandona al placer donde no penetra nada ni nadie.
Así como en la vida real las mujeres finalmente se apropiaron de los gestos del fumador, en el plano del arte también fueron mujeres –se destacan Ouida, Frances Benjamín Johnston y Jane Atché en el siglo XIX– las primeras que se lanzaron a retratar estos gestos desechando lujuria y decadencia. Los codos hacia adelante, la actitud lúcida y personajes tan sensuales como decididos, armaron una nueva figura de la mujer digna que si quiere fuma.
Por eso, por su condición de símbolo en la construcción de la mujer que hoy conocemos, tal vez una voz femenina llore su ausencia en los lugares que solía frecuentar. Mientras alguien no termina de escribir el epitafio que el humo reclama, alguien le quita dramatismo: una historia con tantas idas y vueltas hace suponer que no todo termina aquí. Resta esperar que la ciencia se esfuerce en hallar una capa protectora para los pobres pulmones, así como el espíritu ONG se esfuerza hoy por aplicar legislaciones restrictivas, construye la figura del hombre y la mujer puros, crea espacios libres de humo y ora por nosotros.
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