Viernes, 4 de mayo de 2007 | Hoy
ENTREVISTA
Raro ejemplar de la fauna teatral que parece haber atravesado sin contaminarse esa feria de vanidades que es el mundo del espectáculo, Juana Hidalgo hace honor a su apellido en la vida y en el arte.
Por Moira Soto
Cero narcisismo? Juana Hidalgo suelta una risa espontánea, cristalina: “Algo ha de haber en mí, seguro, si no, no entraría con tanto placer en el escenario para que me mire el público”. Personaje infrecuente dentro del llamado ambiente artístico, Juana es la antidiva por excelencia, pese a haber desarrollado desde muy joven una carrera impecable en sus elecciones –particularmente en el teatro–, que le procuró aplausos, la aprobación de la crítica, premios importantes. De una rectitud proverbial en su conducta profesional, de una nobleza orgánica de la que por supuesto no alardea, Juana Hidalgo es una persona muy querida entre la gente de teatro (y de cine y de TV) que la conoce o la ha tenido de compañera. Con gran dignidad y mucho espíritu de lucha, la actriz de tantas creaciones memorables (El Snack, Santa Juana, Ivonne, Krinsky...) le está haciendo frente desde hace unos años a una polineuritis que no ha logrado doblegarla. Por el contrario, actualmente, mientras hace en el Andamio 90 con mucho éxito ¡Así es!.. Si así te parece, la genial farsa filosófica de Luigi Pirandello, codirigida con brillo por Alejandro Giles y Betty Gambartes, JH espera el estreno del film Olga Victoria Olga, de la debutante Mercedes Farriol (hace poco, se pudo ver a Hidalgo en el estreno de Vísperas, de otra joven cineasta, Daniela Goggi) mientras estudia dos ofertas para seguir filmando. En la obra de Pirandello la acompañan Jean Pierre Reguerraz, Luis Solanas, Verónica Faral, Maximiliano Paz, Mariana Prômmel, Lola Berthet, Silvia Yori, Pablo Razuk y Pablo Palavecino.
“Hubo un momento en que pensé, con mucho dolor, que tenía que dejar mi oficio, retirarme. En conciencia, creía que no podía ofrecer mis servicios de actriz y correr el riesgo de no poder responder físicamente. Pero decidí hacer todo lo que estuviera a mi alcance para superar el problema, ¡una enfermedad tan misteriosa la polineuritis! No te dicen de adónde viene ni adónde va... Hasta estuve un mes haciendo recuperación en Cuba. Luego del tratamiento fui aceptando algunos roles, como el de Vísperas porque la directora estaba muy empeñada en que hiciera ese papel. Por otra parte, como les suele suceder a mis colegas, en el escenario me transformo.
–Los dos directores vinieron a casa, yo bajé y les pedí que diéramos una vuelta a la manzana, quería que me vieran caminar, cómo me cansaba, para que después no hubiera sorpresas. Deseaba ser completamente honesta para corresponder al interés que demostraban en mi participación. Porque, como te decía, en el escenario puedo “engañar”: cuando hacía Mi querida, vino a verme el neurólogo cubano y el del Italiano, y no podían creer lo que yo hacía, movimientos que tengo prohibidos. Duré dos temporadas, 2003 y 2004. Es que al actuar me sobrepongo, no me pongo límites. Por suerte, nunca pasó nada de lamentar. Por otro lado, los médicos me aconsejan que trabaje, comprenden que actuar es mi vida. Ya no puedo viajar sola ni tampoco pagar una acompañante. Mi vida cambió absolutamente. Pero poco a poco fui aceptando la situación y me di cuenta de que había tantas cosas buenas e interesantes que podía hacer todavía, aun con esta limitación. No sé por qué te cuento esto ¿a quién le podría interesar?
–¿Te parece? Bueno, después de un pequeño accidente con la nariz que tuve por la calle, a la semana estaba ensayando de nuevo el Pirandello. Estoy en seis escenas de ¡Así es!... Cuando les preguntaba a los directores ‘¿qué pasa si un día las piernas no me responden?’, me contestaban: “Lo harás en silla de ruedas”. “Cómo no”, aceptaba yo porque no me quedaba nada por retrucar a personas tan solidarias. A lo que me resisto es a los monólogos, porque después del suceso de Mi querida, muchos piensan que es mi especialidad. En realidad, a esa obra la tomé como un homenaje que hizo Griselda Gambaro, tan generosa. Me la encontré un día de 2001 y le conté la historia de que pensaba dejar el teatro. Ella no lo podía creer y para alentarme, a los pocos días estaba escribiendo Mi querida. Una maravilla total que me hizo muy dichosa.
–Es muy lindo el papel de la Frola, la defiendo a muerte de los que dicen que está loca. Para mí, esta obra ha significado reencontrarme con un autor excepcional, universal y vigente, que había dejado un poco de lado. Yo, que lo amaba en mi adolescencia, pasé más tarde a desecharlo en favor de dramaturgos más contemporáneo, vanguardistas. La verdad es que volvés a esos textos y te das cuenta de que tienen literatura, pensamiento filosófico, poesía... Además, estoy feliz de haber aceptado la propuesta de Betty y Alejandro, todo el elenco es muy cariñoso.
–Sí, todos venimos de un conventillo distinto, con lenguajes diferente, y sin embargo se produce una buena armonía. Es bárbaro eso, le da mucha vitalidad. No había trabajo con nadie del elenco, pero es como si nos conociéramos de siempre. Con cada uno puedo tener una relación diferente en el trabajo, y todo servir a la obra. Los directores coincidieron en el interés por hacer esta obra, y se produjo una complementación: Alejandro sabe mucho de actores, cómo llevarlos, es muy Agustín Alezzo; y Betty, que viene de la ópera y el musical, armó una coreografía, en ese terreno se maneja muy bien, sabe moverse en el espacio, ocuparlo. De modo que no fue conflictiva la codirección.
–En líneas generales, me siento satisfecha y agradecida: el teatro me dio lo que yo quería y creo que yo le di todo lo que pude, Trabajé mucho, fui reconocida, estudié y me mantuve alerta a las nuevas tendencias, pude viajar, conocer escuelas de teatro en Europa y los Estados Unidos. No me privé de nada de lo que interesaba y estuvo a mi alcance, peleando cuando hacía falta pero siempre desinteresada de la figuración, de la farándula, nunca puse mis energías ahí. Una vez me dijo Carlos Rottenberg: “No puede ser que vos tengas ese perfil tan bajo”, y a mí me pareció un elogio porque yo no he buscado otra cosa que hacer bien algo que era vocacional y le daba un sentido a mi vida. Por eso, no tengo el menor resentimiento, no pienso que nadie me debe nada, al contrario: he tenido la estima de la crítica, del público, me ha gustado recibir algún premio. Todo sin tener que cuidar el perfil, cosa que debe ser muy estresante.
–Sí, cuando vi La Gaviota, en el Auditorio Kraft. Hasta ese momento, no me había pasado nada extraordinario con el teatro. De pronto, vi a seres humanos que caminaban cerca de mí, podía leer sus pensamientos, sentir sus emociones desde la platea. Fue un impacto de esos que te marcan para siempre: la idea de que yo pudiese estar en ese lugar, el escenario, trasmitiéndole al público esas vivencias, me pareció el summum. Estudiaba Ciencias Económicas –porque me había recibido de perito mercantil–, estaba por terminar inglés en Icana, iba a empezar en la Alianza Francesa, pero dejé todo, salvo el inglés que terminé. Tenía 18 y creo que ya sabía qué tipo de teatro quería hacer. Viajo a España con mi mamá y una amiga y al regresar abro el diario y leo que el grupo Olat, que era el que había montado La Gaviota, comenzaba unos cursos de verano. Fui a ver, me atendió Jorge Lavelli, le dije que quería asistir como oyente, acercarme a ese mundo. Me invitó a ver una clase para que decidiera. Efectivamente, era otro mundo, se hablaba otro idioma. Fue un flechazo total que siguió toda la vida, esa pasión no se acabó, todo lo contrario.
–No exactamente, cada tanto me entraban ramalazos de estudiar, me daba terror la mecanización. Fui a ver a Claudio Da Paisano, director del Conservatorio, pero él me dijo que no era el lugar para mí, habiendo hecho protagónicos en el teatro independiente. Entonces me entero de que se había abierto el Instituto de Teatro de la Universidad, que iban a dirigir Oscar Fessler y Juan Carlos Gené. Me presenté al examen de ingreso, me exigieron que no trabajara en teatro durante esos tres años y acepté. No me querían creer. A poco de ingresar, me llaman para hacer Israfel, con Lautaro Murúa, y efectivamente dije que no. Fue muy importante para mí hacer ese curso, estábamos son Stanislavsky, Strassberg, ay, qué felicidad tenía yo. Obviamente, nada que ver con el dinero ni con salir en la tapa de Radiolandia. Pero no es yo renunciara a nada, que quede claro: solo estaba siguiendo mis deseos profundos.
–Terminé esos estudios, me fui a la Comedia Nacional, hice una prueba y me llamaron para un papelito en una obra de D’Annunzio más mala que pegarle a la mamá, que protagonizaba Iris Marga. Yo me sentía mal, no era lo que buscaba. Pero el camino se despejó cuando Santangelo me llamó para hacer El reñidero en el San Martín. Ahí fue que Lavelli me manda un día una obra que piensa que es para mí: The Snack, de Ann Jellicoe. La hicimos en el ABC, también dirigida por Santangelo, una gran éxito. Además, la asociación de Críticos Teatrales me da el premio a la mejor actriz. Cuando acabaron las representaciones, quise volver a estudiar, me perdí una beca del fondo para ir a Londres, pero encontré un rebusque para viajar a los Estados Unidos, estuve cinco meses en el Actors Studio, aproveché muchísimo. Aunque tenía posibilidades de trabajar en el café La Mamma, volví e hice El baño de los pájaros y luego La próxima vez te lo diré cantando.
–Empiezo al poco tiempo en el canal 7, con María Rosa Gallo. Ciclos de Teatro Argentino, Teatro Universal, Grandes Novelas, qué tiempos, fijate. No paré de trabajar, me di el lujo de decirle que no a Sergio Renán cuando apareció con una obra, Víctor o los niños en el poder, porque no quería repetir el personaje de la nena. Bueno, salí de Grandes Novelas pero seguí en la tele. El director del Cervantes me eligió para hacer La dama boba, un trabajo que me encantó. Al año siguiente interpreté Ivonne en el San Martín con Lavelli, un personaje que solo decía tres palabras: su silencio era subversivo.
–Poco después. Ese ingreso me permitió hacer títulos que de otra manera habría sido imposible. Imaginate, Santa Juana de Bernard Shaw en el circuito comercial. Estuve en Peer Gynt con Alfredo Alcón, muchas obras, muchas giras. No te voy a dar todos los nombres porque no te alcanzaría el espacio: Escenas de la calle, de Elmer Rice, Krinsky, de Goldenberg, que me dio el Premio Molière... La verdad es que todas las obras que elegí me dieron muchas gratificaciones. Soy una puta evidentemente con el teatro, pero es una relación recíproca de amor, porque yo también le he dado cosas buenas. Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin me procuró el subsidio Trinidad Guevara ($ 1075) que me ayuda a vivir ajustada. Pero te juro que no me quejo de nada, lo digo con la mano en el corazón. Tuve, tengo una buena vida teatral, caminé por calles que me ha gustado caminar, nunca hice nada a contrapelo. Tuve la suerte de realizar esa vocación que se despertó viendo a Chejov.
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