Viernes, 31 de octubre de 2008 | Hoy
SOCIEDAD
Ser mujer, ser aborigen, ser menor son tres condiciones que cuando se cruzan con las instituciones y con la “Justicia” pueden hacer de la vida un infierno. La historia de tres mujeres, víctimas de los encargados de ofrecer soluciones, fue narrada en el marco del Encuentro Interprovincial de Mujeres de Pueblos Originarios para debatir sobre Acceso a la Justicia en Casos de Violencia de Género, donde también se expusieron algunas propuestas para liberarse de esta condena.
Por Sonia Tessa
La indignación se iba haciendo palpable en el público que escuchaba cada uno de los relatos. La discriminación que las mujeres indígenas y pobres sufren en la Justicia se encarnó en tres historias singulares: dos niñas violadas, revictimizadas por los responsables de reparar el daño, y una cacica condenada por reclamar su derecho a la tierra. Cada historia encierra una violencia que se despliega en capas, y el Estado profundiza. Los violadores –blancos– de una niña de 15 años de la comunidad qom de El Espinillo fueron absueltos por tres jueces chaqueños que vieron en las lesiones genitales “la violencia habitual de una relación consentida” y en los testimonios de los miembros de la comunidad una “animosidad hacia los criollos”. En un pueblo de la provincia de Santa Fe, una jueza de menores castigó a una niña de 9 años, víctima de violación, sacándola de su familia y su comunidad durante cinco meses. Primero la internó en un instituto y luego la dio en adopción a una pareja porteña, pero la nena no logró adaptarse. El continuo batallar de la comunidad mocoví –encabezada por su jefa comunal, Dora Salteño– la devolvió a su casa. La cacica guaraní Leonarda Chavarría sufrió persecución y desprecio por reclamar su derecho a la tierra. Un juez la echó de su despacho, la llamó hedionda, y otro la condenó a un año y seis meses de cárcel. Las opresiones múltiples se cristalizan en las instituciones. Así fue el comienzo del Encuentro Interprovincial de Mujeres de Pueblos Originarios para debatir sobre Acceso a la Justicia en Casos de Violencia de Género, organizado por el Instituto de Género, Derecho y Desarrollo (Insgenar) y Qomlasherolqa, una ONG de la comunidad qom, liderada por Ofelia Morales. “Este día es un hito importante. Damos inicio a la formación de una Red de Mujeres de Pueblos Originarios para garantizar el acceso a la Justicia. Vamos a poner nuestro granito de arena para que se termine la impunidad”, propuso Susana Chiarotti, presidenta de Insgenar.
La primera mesa convocó a tres mujeres de comunidades indígenas.
La encargada de abrir el fuego fue una de las anfitrionas. Ofelia fue portavoz de la historia de L. N. P, una mujer del pueblo qom que vive en El Espinillo, en Chaco. En 2003, cuando era una niña de 15 años, L. N. P. fue violada por tres criollos. Aunque ellos suelen resolver (silenciar) el abuso con el “regalo” de una vaca, en esta ocasión la víctima, su madre y la comunidad se pusieron firmes. Debieron pedalear 80 kilómetros, instalarse en la comisaría e insistir para que les tomaran la denuncia. Las lesiones se constataron, los testimonios fueron contundentes. Pero las pruebas fueron desestimadas. Sobre el daño físico, los jueces consideraron que podía tratarse de “la violencia propia de una relación sexual consentida”, y también provocaron nuevos daños: mandaron a averiguar en el pueblo si la víctima ejercía la prostitución y desestimaron a los testigos qom por “la animosidad hacia los criollos”. Así, con argumentos sexistas y racistas, la Cámara Segunda en lo Criminal de Roque Sáenz Peña absolvió a los agresores. Esta sentencia, paradigmática, fue difundida por Página/12 en marzo pasado. Y llevada a organismos internacionales. Los estados nacional y provincial analizan una indemnización para la víctima, y la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación impulsa el juicio político a los magistrados. Pero esta denegación de Justicia provocó además una serie de acciones. El Encuentro de la semana pasada, en Rosario, fue una de ellas.
La segunda historia se desarrolló en la comunidad mocoví de Colonia Dolores, en el centro de la provincia de Santa Fe. Con 610 habitantes, es el primer asentamiento indígena de la provincia, y en 1994 fue reconocido como comuna por el Estado provincial. La jefa comunal se llama Dora Salteño. Eso sí, el 3 de noviembre de 2006, cuando un vecino violó a una niña de 9 años, la jueza de menores de Santa Fe Susana Giordano de Bilich decidió separarla de su familia y enviarla a la Casa de la Niña, lejos de su pueblo. Argumentó que “la comunidad no ofrecía garantías”. Además, entregó a la niña en adopción a una familia de Buenos Aires. El experimento duró pocos días, porque la niña no pudo adaptarse al ambiente de la Recoleta, tan distinto a su pueblo natal. Entonces, la jueza la volvió a internar en la institución. Quiso hacer lo mismo con una hermanita de cuatro, pero cuando recibieron la notificación de que también ella sería sacada de su familia, el pueblo la escondió. Toda Colonia Dolores, con Dora a la cabeza, batalló sin bajar los brazos, para recuperarla. Intervinieron la Defensoría del Pueblo, la Secretaría de Derechos Humanos y –especialmente– los medios de comunicación. Después de cinco meses de desarraigo, la niña volvió a su casa. “Hoy está bien, con su familia y todos sus hermanos. Va a la escuela”, relató Dora, que es presidenta comunal desde hace ocho años. “Nosotros no veíamos por qué no ofrecíamos garantías. Somos una comunidad donde todos somos todos, le pasa algo a alguien y es como si nos pasara a todos. En Santa Fe hay violaciones todos los días. Por qué nosotros fuimos tratados de manera diferente a otras comunidades, donde los chicos continúan en sus hogares”, expresó Dora cuando terminó la charla.
Leonarda Chavarría fue impetuosa en su descripción. En un momento, la cacica guaraní, de 51 años, se paró, se levantó la blusa naranja y mostró una cicatriz. “La depresión me provocó esto. Los médicos creyeron que tenía cálculos en la vesícula y me abrieron para operarme. Pero no tenía nada, sólo la angustia que me hicieron pasar”, contó. Ella puso el cuerpo al reclamo por el derecho a la tierra, y la Justicia de Salta la procesó. “Son nada más que cinco hectáreas, para vivir con mis paisanos. Somos 96 familias”, abundó después. La Constitución nacional la avala. “Somos las raíces, el origen. Y luchamos por nuestra madre, la tierra”, argumentó. Pero el juez Ricardo Martocchia la echó de su despacho, le dijo que ése no era un lugar para indios, que eran hediondos, y prometió represalias. Llegaron muy pronto. Otro juez salteño, Nelso Aramayo, la condenó a un año y seis meses de prisión. Leonarda cumple con un régimen de libertad condicional. Ni siquiera pudo concurrir a un encuentro con sus hermanos en Cochabamba, Bolivia, porque tiene prohibido salir del país. “Aramayo me dio a elegir entre la tierra o la cárcel. Yo estoy reclamando la tierra. Todos los caciques de Salta estamos procesados”, relató Leonarda, que vive en asitataguasocoenpi, tal el nombre que dijo muy lentamente en guaraní, cuya traducción criolla es Lucero del Alba.
El Encuentro fue el puntapié inicial de un proyecto mucho más ambicioso. “Queremos armar una red de capacitación de líderes de cada una de las ocho etnias que vinieron, para formar mujeres fuertes, capacitadas para defenderse a sí mismas, a las mujeres de su pueblo, y a toda su comunidad”, indicó más tarde Chiarotti, que también integran el Comité de América Latina y el Caribe por la Defensa de los Derechos de las Mujeres (Cladem) y también del comité de expertas de la OEA sobre violencia de género. El programa de capacitación diseñado por Insgenar tiene cinco módulos, que incluyen tanto derechos humanos como derecho indígena y de ciudadanía, y también un mapa. “Ahí graficamos quién es quién en el Estado provincial, en la Nación y a quién se debe recurrir para reclamar cada derecho, cómo se consolida, cómo se ejerce”, abundó Chiarotti. Esta actividad se desarrollará el año próximo, entre Insgenar y organizaciones de mujeres indígenas de las seis provincias que asistieron al Encuentro realizado la semana pasada en Rosario.
La idea de armar una red surgió “cuando Insgenar comenzó a patrocinar casos de niñas indígenas cuyos derechos fueron violados, y los llevó a Naciones Unidas. Fue como poner a andar una bola de nieve, que era pequeñita pero se hizo muy grande”. Fueron muchos los casos de “humillación, opresión y negación de la Justicia” que llegaron a sus manos. De este modo, el trabajo de Insgenar se multiplicó y reveló la magnitud de la discriminación. “Nunca nos imaginamos que eso se iba a desatar en tantas acciones. Ahora tenemos reuniones constantes en el Chaco con legisladores, decisores políticos y comunidades para implementar todas las leyes pedidas para aceptar que se cierre el caso de la niña de El Espinillo, y para implementar la reparación a las víctimas. También nos reunimos en la Cancillería para que el Estado argentino reconozca su responsabilidad. Y vamos a hacer una reunión con legisladores nacionales, el 3 de noviembre, para que lancen un paquete de leyes integrales de violencia contra las mujeres.”
Como la discriminación de género se agrava con la discriminación por etnia, la intención de Chiarotti es generar un espacio de intercambio. “Las mujeres más postergadas son las de los pueblos originarios. Y por eso quisimos hacer visible una realidad que permanece oculta. Argentina no es tan blanca como creemos, no es tan plural, ni tan amplia, ni tan respetuosa como creemos”, subrayó la activista, quien afirmó que la acción pública fue diseñada para “destapar estos casos. Y también para entrar en contacto, conocer a las compañeras y generar una interacción”. La cuestión es sumar esfuerzos. “Nosotras somos especialistas en derechos de las mujeres, ellas en derechos de las indígenas. Podemos aportarles que la Convención de la Mujer no se hizo sólo para las blancas, sino para todas. Y ellas podrán ejercer sus derechos, estipulados por la Constitución y tratados Internacionales, a partir de un compromiso de toda la sociedad”, consideró Chiarotti.
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