Viernes, 28 de noviembre de 2008 | Hoy
CONSUMO
No importa que las monarquías estén en declive ni que sus integrantes pequen cada vez más de vulgaridad, en el universo infantil que se construye para las niñas las princesas siguen teniendo su podio intacto y con valores apenas aggiornados: podrá valer su inteligencia más que su belleza –como en la Fiona de Shrek–, pero siempre que un hombre la reconozca; podrá ser valiente y aguerrida –como Pocahontas–, pero capaz de dejar todo por amor. Las princesas son bellas y casaderas por definición, están a la espera del rescate masculino y corren sólo hacia el final feliz del casamiento. ¿Por qué sigue teniendo peso esta oferta de consumo para niñas que crecen manejando computadoras?
Por María Mansilla
Hay un botón que dice “Padres”. Cualquier persona adulta que ande por el sitio www.disneylatino.com/hadas y encuentre una leyenda semejante, ¿qué irá a suponer? No, eso no. Aquello tampoco. Ningún/a especialista en educación explica cómo acompañar a las niñas cibernautas o algo por el estilo. La página de las hadas arranca con dibujos de las hadas, señoritas bien parecidas a los personajes de Desperate Housewives (¡ni siquiera a los de Casi ángeles!) por sus pómulos brillosos, por su ropa ajustada, por sus ojos revoleteadores que sin disimulo se entornan en dirección a la más blonda. Hay una de pelo castaño (Fawn), una morocha (Silvermist), la del centro es justamente la rubísima (Tinker Bell), una morena (Iridessa), una pelirroja (Rosetta). Por su nombre, por su simpatía, por su atuendo, por sus rollitos, por sus poderes, sin dudas Campanita parece la tatarabuela de las hadas y princesas de la era actual. De hecho, Campanita nació en 1904, y hoy Peter Pan sólo es, para muchas, el nombre de una marca de ropa interior toda llena de encajes.
¿Qué dice en el botón que dice “Padres”? Adivina, adivinador: consejos. “Este es el mundo de las hadas de Disney, un mundo que puedes compartir con tus hijos usando imaginación y estas grandes ideas.” ¿De qué van esas grandes ideas en nombre del talento y la fantasía y del mundo que existe pero que no se ve? De, por ejemplo, el “juego de poses de hadas” que invita a participar a grandes y chicos. Con brillantina en el bolsillo. Puntas de pie, una mano sobre la cabeza, otra sobre la panza, y a ver quién las imita mejor... “Dependiendo del espíritu de juego de los participantes, pueden incluir algunos gritos alentadores”, dice la consigna digna de un sketch de Peter Capusotto.
Las hadas hicieron régimen y parecen recién bajadas de una pasarela. Las princesas aparecen por todas partes: en el cine, en las vidrieras, en la tele –por supuesto–, en las madres, en las hijas y hasta en boca de ¡Cacho Castaña! (su mujer abrió una boutique infantil ad hoc). Están omnipresentes justo en estos tiempos: cuando sus inspiraciones reales se esfuman como por arte de magia, cuando a la monarquía se le escapa la nobleza y ellas piden vivir en este mundo, el que se ve. Como referentes, intentan mostrarse aggiornadas, abanderadas de algunos valores como la independencia pero pronto caen en los brazos de su destino: no ser ellas sin un caballero cerca, pasar horas atándose lazos en el pelo. Mientras, paradójicamente, resultan coronadas otras que no viven en castillos sino en gigantes escenarios, y reinan incluso en su rebeldía: desde Shakira y las patito-feo hasta Britney y por qué no, la princesa triste Amy Winehouse. No importa el abolengo, tampoco la fortuna. No alcanza con la belleza (menos con la inteligencia): ser princesa hoy es ser sexy y popular.
¿Cómo impacta en las nenas y adolescentes la artillería ofrecida en torno del mundo de las princesas? ¿Cómo resisten ellas al monopolio de referentes femeninos? ¿Por qué la industria del entretenimiento se resiste a jubilarlas? ¿Para qué necesitamos princesas si hasta las verdaderas princesas patean la corona? ¿Por qué ahora hasta Barbie es una princesa si ni siquiera tiene sangre azul? ¿Por qué ni el ramo de flores ni el título de Miss Simpatía ya no consuelan a nadie? ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Por qué!
“A mí los cuentos de hadas me encantan. Me encantan los mundos mágicos del bosque. Lo que me molesta es cómo está explotado hoy el tema de las princesas –coincide Silvia Schujer, escritora de literatura infantil–. En realidad ya no son princesas: son Barbies. El mundo Barbie es lo terrible: es un culto a cierto tipo de belleza, a cierto tipo de cuerpo, a cierto tipo de raza. ¡Todas son exactamente iguales!”
La historia de las princesas nace en el cuento clásico, muy europeo, que data de los tiempos de cortes y monarquías, y que fue leído –e interpretado– de distintas maneras a través del tiempo. Los cuentos que toma Disney para sus películas están modificados pero tienen su raíz en esos cuentos tradicionales. “Es sabida la modificación que hacen para plantear una ideología, para mantener un statu quo en el rol de la princesa y en el rol, en definitiva, de la mujer: bastante pasivo e inmodificable”, avisa Schujer. Antes de la era Disney, para quedarse con el príncipe la Cinderella amputaba parte de su pie. Es decir: era otro el rol que las historias cumplían en la sociedad, no estaban tan ligadas a las enseñanzas morales, los finales no necesariamente eran felices.
Incluso en sus versiones contemporáneas las princesas parecían, hace unos años, referente superado. Pero han vuelto. Como Kitty. Como las solitarias chicas de jeans pata de elefante trazadas por Sarah Kay. Como la tendencia a hacer una fiesta al cumplir 15 años y más: calzarse un vestido blanco, el de novia, casarse. Y si los zapatos son más caros que la ropa... será hasta que la calabaza nos separe.
En este contexto, Irene Fridman cita con nostalgia la invisibilización que en las góndolas de las jugueterías tiene la serie de muñecas Juliana (Juliana periodista y compañía) tanto como que Las Chicas Superpoderosas hayan pasado de moda. “La metáfora de la princesa representaría a la hija que de la mano del padre es entregada, en función de su belleza, a otro varón. Uno de los problemas que tiene esta representación en el imaginario colectivo es que no son representaciones de mujeres autónomas y reafirman la identidad del ser para otro –se remonta Fridman, especialista en psicoanálisis y género–. Si bien hay algún indicio de cambio en esta situación, como que aparecen otros atributos como la inteligencia, el problema de la identidad femenina que promueve este personaje tiene que ver con la no formación de un sujeto autónomo y con esta representación única. Pero el problema no son las princesas. El peligro está en anular la capacidad de imaginación y de juego con otros personajes que cumplen sus funciones en la infancia. Tiene que haber princesas, pero también tiene que haber leonas, científicas. Hay un abanico simbólico monopolizado por la figura de la princesa, pero el abanico simbólico tiene que estar.”
Cuando Irene Fridman señala aquello de “algún indicio de cambio” se refiere, en parte, a la esquizofrenia que reina en el currículum vital de, por ejemplo, algunas de las princesas animadas y “mediáticas”. Si bien Pocahontas es una “muchacha fuerte, inquieta e inconformista”, Cenicienta a veces se siente desilusionada con su vida pero “se aferra a sus esperanzas hasta que su belleza sea recompensad”. ¿Y Bella? No la Durmiente, la otra, la que “le tiene miedo a la Bestia hasta que se da cuenta de lo amable, bueno y cariñoso que es en realidad”.
“El tema de la princesa pasa por una cuestión planteada en la familia. Allí hay algo narcisista, y ya lo decía Freud: la renuncia narcisista que los padres hacen para sí la proyectan en los hijos. Si el hijo es su majestad eso te instaura como reina, hay un juego que tiene que ver con eso y va más allá de los modelos. Es, en cierta forma, un juego y tiene valor a cierta edad”, interpreta la psicoanalista e investigadora Debora Tajer.
¿Por qué haría falta que estos personajes permanezcan más allá de cierta edad? Debora Tajer sospecha que se puede tratar de una obstinación de los países que siguen manteniendo las monarquías, porque son un símbolo, significan dinero y muchas cosas más. Y subraya: “Por otro lado, tienen que ver con un neoconservadurismo respecto del tema de la feminidad que se demuestra desde la exhibición de los cuerpos en el programa de Tinelli, por ejemplo: el negocio de las cirugías necesita mujeres que sigan el estereotipo. Una mujer que consume es un negocio”. Fridman coincide: “A medida que avanza la mujer como sujeto autónomo, el sistema patriarcal reedita esas representaciones que la encasillan, la vuelve a depositar en un lugar de belleza sin autonomía”.
“La vida de la princesa no cambia, sólo se actualiza porque es la fórmula que nunca falla”, sentencia la publicista Romina Pizzino. Enumera cómo desde el mundo de los juguetes se producen objetos cada vez más “reales” justamente para preparar a las niñas para “el mundo de la fantasía”. Así, jugarán a las muñecas con bebés que (qué impresión) parecen bebés, tendrán elementos de limpieza en miniatura (y mucha más variedad que la cocinita de chapa), máquinas de coser que funcionan, y así.
La escritora Schujer lo mira un poco más allá: “Antes, los muñecos todos eran bebés. Todo funcionaba para crear en las chicas el modelo de la madre, incluso los jueguitos giraban alrededor de las tacitas para el té, la olla. El que está ahora es un modelo relacionado con lo espectacular, con lo que supuestamente tiene que ver con una mina independiente pero se trata de maquillaje, autos, ropa, zapatos, modelos hacia los cuales aspirar”.
Todo se trataría de un hechizo, de una “maldición”, en palabras de Pizzino, que se hereda de las generaciones anteriores: “Nuestras madres y abuelas fueron las princesas tipo Cenicienta: sumisas, inocentes, aceptando las condiciones familiares y casándose con el hombre que sus padres consideraban el adecuado. Hoy, en cambio, Cumbio es una princesa y hasta Florencia de la V es una princesa. Tenemos una princesa para cada etapa de nuestras vidas”.
“Para las más rebeldes, también existen las princesas malas como las Divinas y Sharpay, de High School Musical. Todas cumplen su sueño de triunfar, de ser famosas, de cambiar. El mundo de las princesas no sólo afecta a las niñas, sino a la mujer en la totalidad de su vida.”
“Antes era una cuestión más propia de un sector social, del que consumía más televisión. Ahora es como si todos los chicos fueran permeables a esos personajes, como si estar influenciados fuera inevitable. Sucede en esta época de tanta comedia musical, cuando el relato de cantar, ser la más linda y que alguien se acuerde de vos es como ser la princesa en vivo”, comparte Nora Moseinco, pedagoga teatral, maestra de pequeños y pequeñas aspirantes a actores y actrices. Contemporánexs con lo que a diario convive Nora Moseinco en sus talleres.
“Todo esto va unido a la voracidad por la belleza incluso en la adultez. Porque la princesa en sí misma no es problemática, no es que es el horroooor ser princesa –opina Nora Moseinco–. Algunas mujeres naturalmente son princesas, ¡les ocurre de verdad! Otras no, y el problema es dónde se enganchan, dónde están, dónde se ubican que no sea más para adentro.” En sus clases, toma revancha: a las princesas por naturaleza, de vez en cuando, las pone a hacer de Shrek. ¿Y con los varones? ¿Qué personajes son los que más los influencian? Para ellos, ni siquiera los valores de un caballero, los cuellos con volados ni pantalones cigarette. “Llegan más acelerados, en el rol del dibujito violento, dicen: ‘Aaaahhh te mataré’, como si la violencia enmarcara la masculinidad”, agrega Nora Moseinco.
Lo pasan por televisión: se trata de un comercial de los helados Munchis que muestra a las vacas –en dibujitos animados– tomando sol en pleno campo con bikinis cola-less, de lo más piponas. Se cuelgan del alambrado cuando pasa un típico camión de frigorífico y los pasajeros –toros– no se ahorran piropos ni chiflidos al verlas. El mensaje se apoya en lo bien cuidadas que están las vacas en esta empresa. Un cuidado que se asocia sin sutilezas a mostrarse atractivas al olfato de los machos de la especie. ¡Ni a las vacas las dejan pastorear tranquilas!
La cuna de esa heladería queda precisa y casualmente en Escobar, la ciudad donde desde hace décadas se realiza la Fiesta de la Flor y un concurso de belleza especial: este año, en su edición 21, coronó a Aldana Nahir Carranza como Reina Nacional Infantil del Capullo. Fue elegida entre 18 aspirantes de su misma edad: promedio 5 años. Algo parecido sucede cada año, cuando en Venezuela se celebra el certamen Pequeña Mirada; en Cuba, La mariposa y sus Pétalos; en Guatemala Miss Chiquitita.
De todas formas, la capital de transformar el traje de princesa en más que un juego de la hora de la siesta es Estados Unidos. Miss Feliz Navidad, Miss Rayito de Sol y Miss Pequeña Belleza Americana son apenas tres de los 10 mil concursos que se realizan cada año en todo el país. Por supuesto, mueven fortunas. Más de 200 mil nenas menores de 12 años participan cada vez. El debate que generó hace diez años el trágico asesinato de Jon Benet, la princesita cuya foto con sombrero texano dio la vuelta al mundo, no logró desbaratarlos.
“Hay otros aspectos de la presencia protagónica de estas princesas rubias, envueltas en ropajes de tonos pastel y brillos y es que el modelo de princesa impone tácitamente una etnia, una estética, un modelo único, mientras que la vida nos presenta escenarios más ricos, múltiples, diversos, más opciones e incluso más imaginación. Lo podemos ver en la calle y en los medios incluso abriéndose paso legítimamente ante los avances de violentamientos sobre los cuerpos” (que intentan –por suerte infructuosamente– replicar un molde único hasta el infinito).
Desinterés por los estudios, erotización temprana, comportamientos adultos son las consecuencias, los síntomas, de lo que la Asociación de Psicología Americana llama “tendencia social sexualizadora dominante” en un alarmante informe que se publicó en marzo pasado. La relaciona directamente con trastornos de alimentación a edades cada vez más tempranas y con los problemas que les está trayendo a muchas niñas cierto exhibicionismo físico que no está a la altura de su desarrollo psíquico.
Una reflexión válida también en la semana de la no violencia contra la mujer, alimentada por las postales que empapelan la vida cotidiana: la vecinita que juega disfrazada de Blancanieves, la vidriera que muestra las remeras infantiles con esténcil de coronitas, las letras de las canciones de los programas para chicos, ni hablar del backstage que sale después de Casi ángeles en el que los adolescentes opinan de la cola de sus compañeritas de elenco. “La imagen femenina está violentada por la demanda de belleza. Produce estragos en púberes y adolescentes, incluso varones”, recuerda la psicóloga Fridman.
Noé Ruiz, del área de Género de la CGT, no es tan apocalíptica: “Los modelos estereotipados siguen vigentes, también para las personas adultas. Pero afortunadamente se están haciendo cada vez más visibles y valoradas otras posibilidades de proyectos de vida más equitativa entre los géneros y de mayor riqueza para la sociedad en su conjunto. Probablemente el desafío para todas las personas sea ampliar nuestro modo de pensamiento como para que en él quepan la multiplicidad de oportunidades de desarrollo de nuestro potencial como personas en un mundo que es más ancho y rico de lo que los estereotipos nos proponen”.
Mientras, las princesas ya no hablan con conejos ni con bambis, parecen víctimas de un maleficio y terminan siendo responsables (¡pero no culpables!) de lo que pasa detrás del mundo mágico, en ese otro mundo que se sabe que existe pero que no se ve.
Las princesas siempre formaron parte del imaginario de nuestras niñas. Ya Dorfamn y Mattelart sugirieron que la literatura infantil es el mejor terreno para estudiar los disfraces y las verdades del hombre contemporáneo, porque es donde menos se lo piensa encontrar. Si recordamos que el primer dibujo animado de Disney se dio en 1937 y fue Blancanieves, la primera princesa de la historia del género, bien vale la pena reflexionar sobre la construcción de estos personajes.
Sin embargo, la idea de princesa no puede disociarse del marketing que conlleva su armado, difusión e imposición: porque además de la ideología que suponen las historias, cada personaje es un eslabón de una cadena de beneficio económico sin fin.
El imaginario de las niñas se construye sobre la base de imágenes que las hacen identificarse con un mundo soñado, al que aspiran. Ahora bien, el problema no radica en ese imaginario sino en que sus protagonistas, las princesas, que representan el estereotipo más puro y bello de la adolescencia, se transforman en promotoras de otros valores o disvalores, asociados y hasta contradictorios de los que promueven las historias de la que forman parte. Se promueve a que se aspire a ser princesa en todo sentido, desde el cuento de hadas y desde el marketing: para llegar a serlo hay que tener las zapatillas, el traje, la corona y el álbum de las figuritas que se venden junto a su lanzamiento. Sin ellos, el sueño no se hace realidad. Lamentablemente, la pureza o la ingenuidad de las historias son herramientas, muchas veces incoherentes, entre lo promovido desde lo que se cuenta y lo promocionado desde el marketing. Nuestras niñas aspiran a ser princesas, y la televisión y el cine les cumplen ese sueño maravilloso y eterno, pero el circuito que se mueve a su alrededor desvirtúa el mensaje original. Promovamos una mirada más crítica en nuestras espectadoras para que disfruten de una buena historia sin necesidad de comprar los productos que la adornan.
* Directora del Observatorio de la Televisión de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral.
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