Viernes, 28 de noviembre de 2008 | Hoy
SOCIEDAD
Al calor de la investigación por el tráfico de efedrina, las crónicas vuelven una y otra vez a la figura de Solange Bellone, “la viuda”, la mujer presuntamente involucrada en una trama oscurísima. En TV, Sin tetas no hay paraíso se hizo una audiencia fiel con la historia de la adolescente que sueña con ser mantenida por un traficante. En las librerías, aterrizó la historia testimonial de la amante de Pablo Escobar Gaviria, y Hollywood tiene en preparación un film sobre la “Reina del Pacífico”, mandamás mexicana de las drogas. ¿Qué tienta tanto de las mujeres cercanas al poder criminal?
Por Soledad Vallejos
El de la mujer (o la mujercita) en la cercanía del poder es un tópico demasiado tentador para dejarlo pasar. Que se trate de un poder dudoso, que bordee lo ilegítimo y hasta se hunda en él, no hace más que subirle morbo al asunto. Sucede en estos días, con la reactivación de las noticias sobre “la novela de la efedrina” y las apariciones de Solange Bellone, alias “la viuda”. Pasó hace no tanto, con Sin tetas no hay paraíso, la novela colombiana sobre el mundo narco, que en Argentina se convirtió en hit aun transmitida a medianoche (tanto que pasó al prime time y ahora puede verse en un canal de cable –Cosmopolitan, miércoles y sábados a las 22–), en España batió records de audiencia (debió ser modificada en no pocos aspectos para ello; va por la segunda temporada), en Colombia llegó a ser vista por la mitad de la población (y un poco más cuando se emitió el último capítulo) y todavía da vueltas por canales de unos 20 países. (Lo mismo ocurre con la novela homónima de Gustavo Bolívar, el best seller fulminante del que salió la serie.) Las firmas siguen: en Brasil, las pruebas de que las habitantes de las favelas tienen cada vez mayor ascendencia sobre los negocios del narcotráfico brasilero son apabullantes. Una investigación publicada el año pasado (Falçao, mulheres e o tráfico –Halcón, las mujeres y el narcotráfico–) confirmó que el 20% del negocio está en manos femeninas, y que ellas no son auxiliares; crónicas periodísticas siguen de cerca el fenómeno con asiduidad. En Italia, el capítulo de Gomorra (la no ficción sobre la mafia napolitana que obligó a su autor, Roberto Saviano, a convertirse en prófugo por su propia seguridad, acaba de publicarse aquí en Ed. Debate) dedicado a las chicas de la mafia causó escozor. En Latinoamérica, la ex estrella de la tele colombiana Virginia Vallejo todavía levanta dinero y polémica con Amando a Pablo, odiando a Escobar (Sudamericana), el volumen testimonial sobre su relación con Pablo Escobar Gaviria. No son las únicas damas del crimen con páginas propias: amén del que le dedicara años atrás Arturo Pérez Reverte (La Reina del Sur, prontamente en versión hollywoodense), la mexicana Sandra Avila Beltrán (alias “La Reina del Pacífico”, cuya inesperada detención acaba de cumplir un año) está escribiendo uno para desmentir y rectificar lo que de ella afirmó el periodista Víctor Ronquillo en La Reina del Pacífico y otras mujeres del narco. Y todo esto, para cerrar la experiencia temática, puede consumirse escuchando melodías ad hoc, como el narco corrido dedicado a Avila Beltrán: “La fiesta estaba en su punto y la banda retumbaba.../ el señor ordenó: nadie dispare/ se bajó una bella dama con ‘cuerno’/ de inmediato el festejado supo de quién se trataba/ era la famosa Reina del Pacífico y sus playas/ pieza grande del negocio una dama muy pesada”. ¿Más pruebas?
Según un lugar común de la crónica periodística, en los arrabales del poder narco, recogiendo migajas, limpiando o admirando, están las mujeres. Ellas, como en los tiempos de los guerreros, limpian heridas, dan solaz al cuerpo fatigado y velan por el descanso del héroe. En algunos casos, apenas son decorativas e intercambiables, sus nombres importan poco. Pero otras veces pueden ser versiones technicolor y exacerbadas de las femmes fatales: también pueden tener poder y ejercerlo sin temblores. El repertorio últimamente es variado. Si se trata de una víctima, puede resultar enteramente indefensa (las mulas, en especial las que terminan presas) aunque no necesariamente inocente (lo hizo a sabiendas, por amor, por necesidad, pero con conocimiento), o también una ambiciosa a quien las circunstancias empujan a la acción (el modelo femenino del busca, como Cata, la protagonista de Sin tetas no hay paraíso). Si es socia en el crimen, los límites del igualitarismo solamente orillan lo administrativo, como mucho lo económico: la sangre no llega a sus manos, tal vez porque unir mujeres y poder (económico) es demasiado fuerte como para sumarle la violencia. Existe, también, la enamorada del poder, quien tal vez sea el caso más curioso, menos catalogable, porque ella misma puede ser poderosa, detentar una legitimidad propia (es el caso de Virginia Vallejo, tremendamente hábil para construirse un personaje desafiante en su propio libro), que la vuelve inquietante. Puede ser una muñeca brava, como la Reina del Pacífico, a quien se definió como líder nata, de carácter durísimo y habilidades indiscutibles para el negocio. Ahora hay también una versión narco de la Cenicienta, más bien una especie de milonguita que, al menos en los primeros tiempos de la cobertura periodística, encarnaba Solange Forza: la chica de barrio deslumbrada por las luces del BMW y el chico con traje caro; la que le encontró rápido el gustito a las cosas caras y se perdió.
De alguna manera, en el caso argentino, todo parece de cotillón: no hay exceso ni desborde, sólo ambición con códigos clasemedieros. Mientras el relato narco latinoamericano ancla en la estética de la desmesura y el lujo guarango (pretendidamente guarango por parte de quienes lo disfrutan, vale decir, nacido sin intenciones de ser entendido como refinado: las mansiones alquiladas de Sin tetas..., los autos de colección, el ansia por rodearse de famosas y famosos), el incipiente relato narco argentino tiene la potencia épica de los que no llegaron a subir al tren menemista, y ven en esto su última oportunidad: la casa en el country, el bulín en Pilar, el BMW, el viaje a Eurodisney a pesar de las deudas. Eso, claro, tiene correlatos en los perfiles femeninos que empiezan a delinearse en torno a las historias, a las leyendas, a las noticias policiales.
Solange Bellone primero fue una mujer desconcertada y herida: lloró ante las cámaras la viudez que el mismo mundo periodístico le había revelado un rato antes, al transmitir en vivo el hallazgo de los cuerpos de su marido y otros dos varones. Desde el principio las viudas fueron tres, pero el ojo público se concentró en ella, la viuda de Sebastián Forza, para ir contando un personaje que todavía no se decide a asumir un único perfil. Si en un inicio fue la dolida, enseguida las imágenes del entierro (donde se subrayó su soledad), la divulgación de que era socia en los emprendimientos comerciales de su marido, la insistencia en no dar entrevistas a medios periodísticos apenas enviudar (¿y por qué debería haberlo hecho?), el que no siguiera llorando en cámara, todo conspiró: se la acusó de callar. Lo inconcebible era que ella ignorara qué hacía su marido. Y allá fueron todos los seguimientos, todas las crónicas, a armar el personaje de una viuda que no quería contar pero sabía mucho. Tanto que días después, tras una declaración judicial, se habló de sus “revelaciones” (aun cuando lo que trascendió difícilmente pudiera entenderse como tal), se afirmó que “reconoció vínculos con uno de los narcos” y Solange saltó un escalón: “Está aterrada y dice que quiere irse del país”, “tiene pánico por todo lo que pasó”, “desmintió que se va del país”...
Su nombre, mejor dicho, su estado civil, es la carnada para titular noticias y notas aunque ella no sea la protagonista. Claro que todo empezó a cambiar cuando decidió “romper el silencio”. Venía de ser vapuleada públicamente por la familia de su marido muerto (“de lo que es capaz esa mujer”, “esa mujer me llena de espanto”) y por más de una voz periodística (por entonces se le criticaba estar “demasiado entera”), y “la viuda” se armó una estrategia propia, dio entrevistas televisivas y también a medios gráficos, respondió y sembró dudas. Habló de su marido, de su familia, de la familia de su marido, puso en escena un imaginario de clase media con deseos de ascenso cifrado en el éxito económico. Declaró que sufrió, por supuesto, pero que es preciso hacer de tripas corazón. Usó palabras medidas, siguió consejos de abogados; se dijo que era “creyente”, “estricta”. Aun con conferencias de prensa y entrevistas, vigiló lo que dijo, porque las declaraciones al paso no existieron; hasta se inventó como sibila: “No tenía datos –dijo–, pero sí la intuición” del peligro, de que algo se desmoronaba. La nueva Milonguita empezaba a cambiar, pero entonces sufrió un traspié: las amenazas del padre del marido, su denuncia de eso en cámaras y las disculpas públicas de su ex suegra definitivamente le quitan toda posibilidad de glamour, recortan su poder de víctima, y convierten la escena en una estampa literal de lo que se entiende por conventillo –como si transmitieran una remake de los Campanelli cuando estaba programada División Miami–. A ella, lo ha declarado más de una vez, lo que la tiene en ascuas no es tanto el proceso judicial como lo que puede hacer tambalear el status en el imaginario de la clase media con pretensiones: el qué dirán. Mientras tanto, más de una crónica insiste en seguir presentándola como una clave que aún no se decide a hablar, como una belleza (natural o construida, es parte importante de los personajes femeninos cuando se habla de narcos) que ha sufrido, como una posible ambiciosa... Ahora, la sospechosa es ella: no tanto porque calle algo, sino porque se sugiere que tal vez esté involucrada en los manejos de aquello que llevó, finalmente, al asesinato de su marido. Tal vez en breve se la refiera como socia.
Mientras tanto, Solange anticipó que quiere escribir un libro para contar su verdad: “Tuvimos una vida de película que no tuvo un final feliz”.
No es su estética descarnada, su realización realista, ni siquiera la dificultad de acostumbrar el oído al acento de los actores. Lo duro en Sin tetas... es la crudeza con que se trata a los cuerpos y las vidas: son bienes consumibles, perfectibles, negociables, donde el único límite es el que imponen los beneficios obtenidos y ofrecidos en las negociaciones. Lo que sobra es desesperación y marginalidad, que llevan a construir una moral basada en el pragmatismo. Las protagonistas son mujeres (Cata, Yesica, sus amigas, sus enemigas, sus madres –criadas en otro mundo, otro modelo–), mientras que los varones son esos antagonistas que manejan un poder, y tienen códigos a descifrar (y a veces crear) para sobrevivir. Catalina está dispuesta, y por eso se inventa como mujer del mundo narco, que significa exacerbarlo todo: el cuerpo, la superficialidad, el deseo, la sexualidad. Vende su virginidad (¡y la estafan!), engaña a su novio de siempre (quien termina sintiendo deseo por su suegra) y a su madre (la costurera que crió sola a Catalina y a su hermano, devenido sicario, y quien resulta embarazada del ex novio de Cata), alcanza el sueño del narco propio, lo pierde, se opera para tener pechos más grandes y conseguir narcos más poderosos, disfruta del dinero y lo comparte con su madre... (Dicho sea de paso, las diferencias con la otra narco telenovela que actualmente puede verse en la tele argentina son abismales. En El cartel de los sapos el eje son los varones y las relaciones de poder, de fuerza, de dinero, inclusive épicas, entre ellos. Es una buddy story donde importa la virilidad, y donde ellos son –ante todo– guapos, algo que no pasa en Sin tetas...).
La de Cata es la historia de una chica que aprende a desarrollar un sentido de supervivencia. Que termine mal es otra cosa. Y es que ni en la novela ni la telenovela Cata encuentra un final feliz y, sin embargo, no se trata de una resolución moralizadora, sino todo lo contrario: lo que Catalina ha decidido, vivido, atravesado y conseguido a fuerza de no mirar más que la satisfacción inmediata y personal nadie se lo quita. Ella no se arrepiente de lo hecho, sino de que el placer sea efímero. Más de la mitad de la población colombiana siguió el capítulo final (y –curiosamente– su adaptación cosecha un público fiel en España, aun con la trama trasladada a escenarios y personajes de clase media, y el amor reemplazando al dinero como motor), lo cual habla del peso social que alcanzan las figuras de las chicas pre-pago (las prostitutas de los narcos) y los traquetos (“traqueta” es la 4 X 4 favorita de los narcos). “Es muy fácil identificarlos. Es muy fácil identificarlas (...) (ellos) llegan a los excesos de comprar una avioneta, un edificio completo o mandar a construir sus mujeres en un quirófano. (...) Nunca se sabrá quién ni con qué motivo las bautizó con el nombre de mujeres prepago, lo cierto es que con sus actitudes ya han conseguido un prototipo fácil de distinguir en cualquier lugar. No sólo llevan encima las prendas de vestir más costosas y lobas, es decir llenas de brillantes, flequillos y muy poca tela, sino también las cinturitas más delgadas, los senos más grandes, los labios más obesos, las sonrisas más blancas, los cabellos más largos y lacios y las colas más redondeadas. No es gratuito entonces que Colombia sea el país del mundo donde más cirugías estéticas se practican al año con cerca de 280 mil intervenciones anuales (...) Medellín es la ciudad del mundo donde más casos de anorexia se han registrado en todo el planeta.” A eso llama Gustavo Bolívar, autor de Sin tetas..., “la traquetización” de Colombia.
Las presuntas aliadas de los narcos, por la misma cercanía, vienen con el halo del peligro, del crimen, de algo oscuro. Es allí donde Virginia Vallejo se hizo fuerte: ella es la mujer que ama a pesar, y en ocasiones incitada por el crimen. Que no sea la legítima, sino la amante no es un dato menor. Es también la que vende públicamente ese personaje, con éxito, en Amando a Pablo... “Ya se lo que vas a mostrarme: ¡tu colección de armas, porque vas a regalarme una! ¡Como las de las chicas Bond, claro! ¿Puedes quitarme ya la venda, para escoger la más mortífera y la más bonita?”, se hace exclamar a sí misma... mientras está vendada, esposada y Escobar Gaviria le acaricia la nuca con un revólver. Situada en esa puesta en escena, ella intenta adivinar una sorpresa. “¿Pero cómo no se me había ocurrido antes? ¡Vas a mostrarme los kilos de coca made in Colombia y empacados para exportación a Estados Unidos!”, insiste ante un Escobar decepcionado (“¡qué falta de imaginación la tuya! Eso puede verlo cualquiera de mis socios, mis hombres, mis pilotos, mis clientes, hasta la DEA”), que cuando le quita la venda le deja ver una colección de catorce pasaportes. La riña amorosa, aquí, busca ganar el reconocimiento, la admiración del otro, y Virginia dice de sí misma cualquier cosa, menos que es una víctima.
Si a Sandra Avila Beltrán le dicen la Reina del Pacífico no es sólo por el aura de poder intocable que emanaba (hasta su detención, se entiende), sino también por una cuestión de linaje: forma parte de la “narco aristocracia” mexicana, o así lo cuenta la leyenda que ha encontrado en ella una veta inagotable. La industria musical le ha dedicado narcocorridos populares, se han publicado libros, se tejen historias donde nunca jamás es la víctima. Ni siquiera en el momento de la caída, que fue hace un año (¡en un shopping!) y, aunque la tomó por sorpresa, no evitó que pidiera tiempo para maquillarse y peinarse, ¿qué imagen dejaría en los reporteros y en su propio prontuario, si no?
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