Viernes, 27 de febrero de 2009 | Hoy
Debates Excepcional y un tanto bizarro, el caso de la madre estadounidense que tuvo octillizos –que se suman a los seis hijos que ya tenía– invita, sin embargo, a reflexionar sobre la demonización de la esterilidad femenina y la invisibilidad de las mujeres, consideradas como “ambientes uterinos” por el discurso médico de la reproducción asistida y que ha convertido la maternidad también en un producto de mercado.
Por Milagros Belgrano Rawson
Las mujeres que no pueden tener hijos son los mejores cobayos de laboratorio. Inteligentes y capaces de describir los efectos que observan, llegan puntualmente a su cita en el hospital, no necesitan ser alimentadas ni limpiadas, hacen todo lo que se les pide, son baratas e incluso a veces pagan –y mucho–por someterse a distintas pruebas de fertilización. Con ironía, así describía la investigadora francesa especializada en técnicas de reproducción asistida Françoise Laborie, la suerte que espera a muchas mujeres que buscan un embarazo. El escenario en sí mismo no es para nada desalentador: la ciencia ha avanzado tanto que hoy una mujer sexagenaria puede aspirar a la maternidad con altas probabilidades de éxito. Es el caso de la española Carmela Bousada, que en el 2007 y a los 67 años tuvo dos mellizos. Claro que, para conseguirlo, tuvo que vender su casa, juntar 45.000 euros y mentir sobre su edad a los médicos que le inseminaron un óvulo y un espermatozoide –hacía 17 años que no menstruaba y habían pasado 10 desde su última relación sexual–. Los números no son un detalle menor en estas historias: en general, los médicos consideran que si entre los miembros de una pareja se suman 100 años, éste es el límite de edad para encarar un tratamiento de fertilización. 50 + 50, 40 + 60, 30 + 70, las combinaciones son múltiples, pero la aguja se clava en 50 cuando se trata de una mujer sin pareja. De ahí las mentiras de algunas pacientes solteras en esta carrera desesperada por tener un hijo. Todavía no está claro si la estadounidense Nadya Suleman, que tuvo octillizos a fines de enero, mintió al médico que le implantó seis embriones. La mujer ya tenía seis hijos, todos concebidos con técnicas de fertilización, estaba desempleada y vivía con su madre. 6 + 8 da 14 hijos y cualquier médico medianamente sensato y medianamente ducho con los números la hubiera rechazado como paciente, indicaría el sentido común. Pero mientras la Asociación Americana para la Medicina Reproductiva recomienda no implantar más de dos embriones en mujeres menores de 35, como es el caso de Suleman, el médico que la trató le implantó seis, uno de los cuales se dividió en dos, lo que al final resultó en octillizos, que a casi un mes del nacimiento siguen peleando por su vida en una incubadora de un sanatorio de Los Angeles. Aparentemente, en esta carrera por los números, nadie tuvo en cuenta a los hijos, prematuros y con altas probabilidades de sufrir algún tipo de secuelas una vez superado el riesgo de muerte. Y, en el caso de Bousada, como subraya la bióloga y especialista en bioética Susana Sommer, “la gente tiende a olvidar que los bebés crecen y que si una madre tuvo al hijo a los 60, tendrá 75 cuando éste sea apenas un adolescente”.
Las historias de Bousada y Suleman, si bien extremas y excepcionales, invitan a reflexionar hasta qué punto las técnicas de procreación asistida han revolucionado a la familia, los lazos de filiación, las relaciones sexuales y el lugar de la fecundación, que de la intimidad del dormitorio pasó al hospital y el laboratorio. Mientras que gran parte del feminismo ha mostrado abiertamente su tecnofobia ante estos adelantos –en los ’80, algunas feministas radicales se agruparon en una red internacional de resistencia contra las nuevas tecnologías de la reproducción y las manipulaciones genéticas (Finrrage)–, otras han considerado estas técnicas como instrumentos de liberación que permiten a las mujeres superar los obstáculos físicos que les impiden procrear. Más moderadas en su enfoque teórico, en los últimos años algunas feministas han comenzado a alertar sobre la forma en que estas tecnologías son propuestas –o impuestas– a las mujeres, cuyos cuerpos terminan siendo descriptos, en el discurso médico, como “ambientes uterinos”, como indica Sommer. Por otro lado, con frecuencia, los científicos se convierten en los “padres” del bebé, como los médicos que lograron la primera fertilización in vitro (FIV) exitosa en 1978, explica Sommer. Este “eclipse” de las mujeres es notorio cuando se piensa en los “bebés de probeta”, un feto que crece en un frasco lejos de la madre, sostiene. “Esta invisibilización de las mujeres lleva a considerar como una alternativa posible el hecho de mantener conectadas a embarazadas que han muerto o pensar en la posibilidad de usar mujeres descerebradas como úteros artificiales”, agrega la investigadora. De modo que el cuerpo femenino, además de tornarse invisible, se convierte en el recipiente de prácticas médicas a menudo camufladas por un discurso en apariencia benevolente y terapéutico. Irónicamente, con frecuencia, la mujer que busca quedar embarazada recibe tratamientos destinados a tratar afecciones que técnicamente no la conciernen, como lo es la esterilidad masculina, que a la luz de los últimos avances habría desaparecido. Es que desde la invención del ICSI método que permite inyectar espermatozoides –por pocos y deficientes que éstos sean–, en los ovocitos femeninos el fracaso del tratamiento, o sea la ausencia de un bebé vivo, es “culpa” de la mujer, como observa Laborie.
Esnobismos
La mayoría de los sitios web y blogs norteamericanos que opinan sobre Nadya Suleman se dedican a amenazarla de muerte, a insultarla –una mujer le dijo que deberían arrancarle el útero y destrozarlo a pedazos– o a describirla como una desequilibrada que se aprovecha de las arcas del Estado para sostener su fantasía de tener su propio equipo de fútbol, con banco de suplentes incluido –a un mes del parto, sólo la factura de la hospitalización de sus octillizos ya se eleva a un millón de dólares–. Algunos se preguntan si el tratamiento de la noticia cambiaría si se tratara de una mujer rica y blanca –Suleman es de origen árabe y lituano y, además, pobre–. Otros cuestionan su soltería: de hecho, la figura de la madre soltera fue uno de los fantasmas lanzados en los ‘80 por el entonces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, que se declaraba asqueado por las “reinas de la asistencia pública”, como llamaba a las madres solas y a las que denigraba por considerarlas sanguijuelas de las arcas gubernamentales. A todo esto, la clínica de Beverly Hills que atendió a Suleman ha exigido el pago de la cuenta a Medi-Cal, el programa de asistencia médica del estado de California para los pacientes insolventes. Es cierto que Suleman ha vivido de subsidios estatales y que no ha trabajado en varios años, pero su situación financiera pronto va a cambiar: por aparecer en una entrevista exclusiva que dio al canal NBC, la “madre más buscada”, como la llaman los medios norteamericanos, cobró un cheque de seis cifras, mientras que varias editoriales la han tentado con jugosos contratos a cambio de su historia. Algunos periodistas se han mostrado horrorizados con las razones que, quizá asesorada por su flamante RR.PP., mencionó esta madre treintañera. Según dijo en la entrevista, siempre soñó con tener muchos hijos y establecer con ellos vínculos que faltaron en su infancia disfuncional. El mismo argumento que esgrimen muchas madres adolescentes al intentar justificar sus embarazos, señala la periodista estadounidense Linda Lowen en una columna sobre Suleman. Tal vez, en este caso se cumplan algunos de los postulados de Madre, virgen, puta (Editorial Planeta), donde su autora, la psicoanalista argentina Estela Welldon, desmenuza todo un abanico de razones perversas e inconscientes por las cuales muchas madres eligen tener descendencia.
La propiedad del utero
Algunos blogs escritos por mujeres remarcan que así como las mujeres tienen derecho a no tener hijos –en los países donde el acceso a la salud reproductiva y el aborto es libre y gratuito–, también tienen derecho a concebir todos los que quieran. “Hay hombres que, cuando engendran muchos hijos con mujeres distintas, sólo reciben elogios sobre su virilidad”, observa la blogger Renee Martin. “Sin embargo, cuando una mujer da a luz a varios hijos, su salud mental es cuestionada. Es imposible no ver allí el vínculo histórico entre el útero y la imagen de la mujer histérica”, escribe. De todas formas, se pregunta cuántos hijos se convierten en demasiados.
Ante un caso tan espectacular como el de Suleman, muy pocas voces han tratado de examinarlo con seriedad. La mayoría de los tabloides se han concentrado en los aspectos más grotescos de la historia y en los labios de churrasco de la protagonista que, aseguran, recuerdan a los de otra madre “serial”, más famosa, más querida y definitivamente más rica. Se trata, por supuesto, de Angelina Jolie, devenida una verdadera profesional en el arte de traer hijos al mundo –en un arranque de esnobismo, al primero que tuvo con Brad Pitt lo hizo nacer en Namibia para que tuviera un pasaporte de ese país– y, además, adoptar africanos, camboyanos y vietnamitas huérfanos junto a su lindo marido. Claro que la actriz hace estos trámites con mayor prolijidad que Madonna, cuya fraudulenta adopción de un bebé africano le valió críticas de parte de las bienintencionadas ONG del Primer Mundo. Pero si de pioneras se trata, nuestra local Nicole Neumann fue precursora en la adopción colonialista, aunque no bien anunció a los medios su sueño de criar un niño negro, se olvidó del proyecto para recién, años más tarde, dar a luz una hija con nombre étnico, Indiana.
Hasta ahora, en Argentina, los casos de embarazos múltiples no han provocado la irritación que en el Hemisferio Norte producen los 14 hijos de Suleman. Al contrario: en la bonanza de los años ‘90, los quintillizos Ruffini, los del matrimonio Riganti y los sextillizos López eran “sponsoreados” por marcas que se peleaban por proveerlos gratuitamente de pañales, alimentos de fórmula, ropa, medicina prepaga e incluso una camioneta para transportarlos a todos, mientras que los medios retrataban la algarabía que estos nacimientos habían producido en estas familias y en la comunidad médica. Claro que eran épocas de vacas gordas y que por aquel entonces estos nacimientos eran novedosos. “Hoy en día conseguir sponsor para esos embarazos múltiples no es fácil, sobre todo si los bebés no son rubios y de ojos azules”, concluye tajante Sergio Pasqualini, médico y director de un conocido centro de reproducción asistida. Sobre el caso de Suleman, Pasqualini reprueba el proceder inescrupuloso de los médicos involucrados, que “salpica al resto de la comunidad médica”. Para este médico, la soltería de una mujer no es impedimento para que inicie un tratamiento de fertilidad asistida, pero advierte sobre factores como la edad y el riesgo de los bebés prematuros, una constante en los casos de embarazos múltiples. “Si sobreviven pueden llevar una vida cruel, ellos y sus familias. Cuando se inicia un tratamiento de este tipo hay que pensar en el chico que va a nacer. Porque estás trayendo a alguien al mundo que si no fuera por tus esfuerzos, no nacería”, dice Pasqualini, al tiempo que recuerda que en Argentina la reproducción asistida no está regulada.
En medio de la controversia desatada por el caso de Suleman, la prensa norteamericana ha vuelto a reflexionar sobre otras maternidades que, sin ser novedosas, resultan bizarras, sobre todo cuando se las expone a millones de televidentes. En el paraíso de los reality shows, actualmente hay dos programas que se emiten por canales de cable y muestran la vida de tres familias numerosas. 17 hijos y seguimos contando ventila la intimidad de un matrimonio de evangélicos conservadores que se niega a utilizar métodos contraceptivos. Durante el programa, que se emite desde hace dos años, la madre, Michelle Duggar, dio a luz a su hijo más chico frente a las cámaras, mientras que el nacimiento de los tres anteriores fue filmado y emitido por el canal Discovery Health Channel. Sobre este caso, comenta Renee Martin: “para Michelle Duggar, el hombre es la cabeza de la familia y esto se manifiesta a través de su permanente reproducción. Sus hijos no representan su maternidad, sino que sirven de testimonio de la virilidad de su marido”. Mientras, en el reality show Jon & Kate más 8, una pareja que recurre a tratamientos de fertilidad con la misma frecuencia con que visita el supermercado muestra cómo es la crianza de sus ocho hijos, seis de los cuales nacieron en un parto de alto riesgo que involucró a 50 médicos y una docena de enfermeras. Los chiquitos debieron permanecer varios meses en incubadoras hasta que pudieron volver a casa y continuar con la emisión.
“Asistimos a una transfiguración del sentido de la maternidad, que adquiere significados de hace 200 años mientras se utiliza tecnología de punta para lograrla”, sostiene la historiadora Dora Barrancos. “Hay una alienación de la técnica sobre el cuerpo y no creo que elegir tener 14 hijos sea realmente una muestra de libertad y autonomía. Hay riesgos para los hijos, que nacen en condiciones de vulnerabilidad, y para la salud de la madre”, indica. De todos modos, Barrancos admite que estas tecnologías permiten cumplir y ordenar el deseo de ser madre de muchas mujeres. “Pero me produce mucha incertidumbre esta enajenación que se produce no en el orden moral, sino en el corporal. Sin caer en la moralina, considero que el cuerpo materno se transforma así en un cuerpo con valor de mercado, como se ve en el alquiler de vientres.” En la misma línea, la feminista italiana Rosi Braidotti, autora de Entre monstruos, diosas y cyborgs, se declara preocupada por una tecnología que “borra a la mujeres física y discursivamente”. También alerta sobre la demonización del cuerpo femenino estéril. En este sentido, como recuerda Sommer, las nuevas tecnologías reproductivas son utilizadas por mujeres sanas. “A menos que se considere la infertilidad como una enfermedad y la utilización de las distintas técnicas como métodos de curación”, indica la investigadora recientemente nombrada en la Comisión Mundial de Etica de los conocimientos científicos y de las tecnologías de la Unesco. “La importancia de la palabra ‘enfermedad’ no es sólo semántica, porque el médico siempre busca ‘curar’. Y porque hay plata detrás de todo esto. Mientras las obras sociales y prepagas se niegan a costear estos métodos, en muchos centros de reproducción se ofrece un ‘2 x1’, un tratamiento extra en caso de que el primero falle”, observa. Para Sommer, la discusión sobre si la esterilidad es una enfermedad o no tiene importancia en relación con los riesgos a los que son sometidas las pacientes. “Se sabe que toda medicación posee efectos adversos”, dice sobre las hormonas que se inyectan a las mujeres sanas que buscan un embarazo. “‘Es bueno que se embaracen y tengan bebés’ es el mensaje que expresa nuestra sociedad de diversas maneras, a veces no visibles, por lo que los médicos tienden a persuadir a las mujeres para que se comporten de acuerdo a estas expectativas”, sostiene Sommer. Ante un caso de infertilidad, además de la adopción o la fertilización asistida, la investigadora propone evaluar el no tener hijos como una tercera opción. Porque no es la tecnología en sí misma sino su uso irresponsable lo que debe discutirse, no sólo dentro del feminismo sino entre médicos/as y legisladores/as. En una era de madres de cuerpos dóciles, tal vez sea hora de reclamar el derecho a disponer de un útero propio que no se pliegue a las demandas del corporativismo médico.
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