Viernes, 2 de diciembre de 2011 | Hoy
[IN CORPORE]
Por Alejandra Peredo *
¿Cuánto tiempo hace que la medicina comenzó a involucrarse en lo que hoy llamamos la belleza? No mucho: veinte o treinta años. El comienzo fue tímido, los médicos “serios” estábamos para otra cosa y nos fuimos aproximando al tema pidiendo permiso. El daño impresionante que el sol produjo fue la puerta de entrada. Cuando la solución para mejorar la piel de millones de personas –prematuramente envejecidas por el bronceado–, pudo venir única y solamente de la mano de la medicina descubrimos que la salud y la belleza no eran cosas diferentes. Era tiempo que los médicos nos hiciéramos cargo del asunto. Hasta ese momento la cirugía plástica estaba sola en un campo que muchos asociaban con frivolidad y dinero. Pero, a partir de ese momento, nos dimos cuenta de que sentirse cómodo con la propia imagen y con el propio cuerpo era parte de esa cosa difusa que llamamos salud, equilibrio, buen humor, felicidad.
La tecnología desarrolló herramientas que se habían utilizado con éxito en el tratamiento de las enfermedades (láser, luz pulsada, radiofrecuencia, infrarrojos, factores de crecimiento, células madre, toxina botulínica, moléculas químicas capaces de reparar tejidos y otros cientos de etcétera) y que podían ser utilizadas en el campo de la estética que ahora ya no era más que otro campo de la salud. Solamente había que saber, como sucede siempre en la medicina, qué, para qué, para quién y por qué.
Y ahí empezó otro desafío, el más interesante, el más inquietante: ¿Qué buscan cada una de esas personas que se sientan frente a nosotros en el consultorio cuando dicen que quieren estar mejor, que algo de su cuerpo no les gusta, que quieren cambiarlo? ¿Quieren ser otros, quieren retroceder en el tiempo? ¿Es posible o imposible eso que piden? ¿Hay alguna imagen que el espejo pueda devolverles que vaya a ser satisfactoria? ¿O, en lugar de ayudarlos a estar más sanos, o sea más bellos, estamos asociándonos en una carrera ilusoria que no va a ninguna parte?
Nuestra vieja amiga, la biología, nos responde que no podemos ser lo que no somos. Que el tiempo pasa, la vida pasa. Hay una genética y un camino recorridos que se reflejan en el espejo. Eso somos, y en esa imagen, médico y paciente debemos buscar lo mejor para ser resaltado. Y lo que molesta para ser racionalmente mejorado o resuelto. Y descartar, en conjunto, lo imposible, lo que no es saludable, lo que no conduce a ninguna parte que no sea deambular de un consultorio en otro y de decepción en decepción. No se trata de conformarse, sino de todo lo contrario. Buscar en lo mejor que la ciencia ha creado los medios para encontrar lo mejor de nuestra imagen corporal. Ponerlo en evidencia, hacerlo brillar. Y saber de una vez por todas que la belleza es eso: buscar lo mejor en cada uno y, definitivamente, nunca aquello que jamás podremos ser.
Ese concepto de belleza viva, de belleza cambiante, la mejor versión de uno mismo en cada momento del camino –única, propia y real– es posible.
* Médica clínica especializada en estética y directora médica de Magnolia.
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