Viernes, 2 de diciembre de 2011 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
Cuatro mujeres fueron asesinadas cuando habían pasado apenas horas desde que terminara ese día que el calendario internacional dedica a hacer visible, a hacer consciente de qué modos, de cuántos modos opera la violencia contra las mujeres. Una descripción insuficiente para ese modo en que el patriarcado insiste en sostener sus privilegios a fuerza de sangre, de menosprecio, de disciplinamiento. Pero no es esta descripción la única que se desarticula como una muñeca rota. Las palabras mismas resultan insuficientes o esquivas; crípticas en algún caso, lugares comunes en otros. ¿Acaso alcanza para comunicar un sistema de jerarquías que sostiene con violencia la palabra patriarcado? ¿Cómo es que hay términos que sólo descifran quienes ya los han decodificado? De todos modos, es necesario insistir: porque el patriarcado, que en definitiva avala con múltiples relatos la violencia de género, que sabe cómo enmascarar esos relatos, es el que opera cuando un hombre mata a una mujer porque no encuentra otro modo de disciplinarla o de poseerla, de marcar su cuerpo como se marca el cuero de las vacas. “El acusado se reconoció celoso aunque no puede reconocer la patología, la celotipia que caracterizó la relación”, dijo el juez que entiende en la causa del cuádruple femicidio de La Plata. ¿Y por qué hablamos de celos? ¿A quién le importan los celos? ¿Hay, como el colesterol, celos buenos y celos malos? ¿Hay que ver a un enfermo –en definitiva, una víctima– cuando se está frente a un acusado de matar a tres mujeres y una niña, en pocos minutos y prácticamente con sus propias manos?
“Lo que a mí me da bronca, lo que más me duele, es que si tenía un problema con una lo hubiera resuelto con ella, pero ¿que tenía que ver Marisol?”, se lamentó el remisero al aire en un programa de radio matutino. Y quien lo entrevistaba agregó: “Claro, a todos nos impresiona... la nena, ¿qué tenía que ver la nena?”. Personas impresionadas por la violencia, con buenas intenciones, deseos de justicia y de que se esclarezca el caso. Pero que no reparan en que en sus buenas intenciones se cuelan esos relatos que justifican la violencia: hay víctimas inocentes y víctimas, que, bueno, podrían haber colaborado con el ánimo del victimario. Hay problemas privados –esos que se resuelven “con una”– y problemas públicos, como la inseguridad, y por eso las mujeres no deberían salir solas a la calle. No deberían desear siquiera salir solas a la calle. En su afán por rescatar la memoria de Marisol, la única que no tenía vínculo familiar con el resto de las mujeres asesinadas, el remisero agregó: “Ella lo único que quería era salir un rato, ni siquiera ir a bailar; si me había dicho que si no encontraba a su amiga se iba a dormir”.
El fiscal de la causa fue directo: habló de “móvil pasional” desde el primer momento. La palabra, cuestionada por los manuales de buenas prácticas en cuestiones de género, sigue firme en su puesto y nombra a todo ese universo de emociones que se supone corresponden al ámbito privado: amor, celos, deseo, pasión, desamor, etc. El móvil pasional habla de algo que no nos afecta como sociedad sino que afecta sólo a esos, a esa que fue molida a palos de amasar y cortada con un cuchillo mediano. Elementos domésticos al fin y al cabo. ¿Pero qué quiere decir “móvil pasional”? Que el homicidio se produjo porque una mujer se salió del guión de la sumisión. Que una mujer –o varias– fue muerta por el simple hecho de ser mujer y no cumplir con el deseo de otro. Es curioso, cuando se juzgó al asesino de Pepa Gaitán, en Córdoba, y se pedía que se reconozca ese crimen como una expresión extrema de lesbofobia se desestimó esta posibilidad aunque sí se consideró el agravante por el hecho de ser mujer. Ahora que es bastante claro el femicidio –ese término político que nombra los homicidios de mujeres por el hecho de serlo– se niega esa categoría, hasta el momento, para hablar de “celotipia”, de “móvil pasional”.
El procesamiento al único acusado del cuádruple femicidio de La Plata apunta un homicidio simple y tres agravados. Se supone que hay una muerte simple –la que le dio a su ex pareja el sospechoso– y otras tres más graves porque fueron muertas para encubrir la acción principal. Volvemos a lo mismo: las otras dos mujeres y la niña tenían menos que ver en el asunto. Aunque se trate de calificaciones nomencladas por códigos penales o procesales, hay algo que se oculta en este procesamiento. Y es que quien asesina para disciplinar, como suele ser en los femicidios, no se dirige sólo a una víctima. Como decíamos en la tapa de este suplemento la semana pasada, la violencia machista escribe un mensaje en el cuerpo de las víctimas que es también para el resto. Aun cuando la acción principal hubiera estado dirigida a Bárbara Santos, las demás no eran sólo testigos. Eran también mujeres, las que la rodeaban, las que probablemente la protegían, o podrían salir con ella sin pedir permiso al macho, las que tal vez el asesino podría haber visto como una amenaza pero no sólo porque podrían haberlo denunciado sino porque, como dice ese relato del patriarcado mil veces repetido y tan pocas veces revisado, las mujeres son todas iguales. Y todas, dice el patriarcado, merecen ser aleccionadas.
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