DíA DE LA NO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
La espera de Romina
A lo largo de este año el reclamo por la libertad de Romina Tejerina –como el de la mendocina Claudia Sosa, presa por matar a su marido golpeador– se ha coreado como una consigna para hacer visible la violencia contra las mujeres y los efectos de una Justicia sexista. La joven, que cumplió 20 años en el penal en el que está detenida, fue violada por un vecino, ocultó su embarazo y, desesperada, terminó matando a su hija en el momento del parto. Esta es su voz, ésta es su historia.
Por Marta Dillon Desde Jujuy
Si yo te pido un favor, vos me lo vas a hacer?
–Claro.
–¿Pero seguro, seguro?
–...
–Quisiera tener unas buenas toallitas, ¿me podés traer? Porque me parece que me está por venir y acá no tengo nada, ni siquiera venden...
Romina Tejerina se apura a hacer el pedido inclinando un poco la cabeza, dejando que el pelo lacio y renegrido le cubra la mitad de la cara, como si así pudiera ocultarse de la mirada de la mujer de uniforme y labios pintados que le dice que ya está, que ha sido suficiente, se acabó el tiempo de la visita.
–Una sola vez me vino desde que pasó todo y ahora me parece que de nuevo. Mejor ¿no? –dice, con ese modo tan del norte de reservar una duda al final de cualquier afirmación.
Antes, Romina había pedido sanguchitos o galletitas dulces, que es lo que le gusta comer. Dulce de leche tiene, dice, se lo trajo su “papi” una de las pocas veces que la visitó en los nueve meses que lleva detenida en la Unidad 3 del Servicio Penitenciario de Jujuy, La Granja, como conocen en la ciudad de San Salvador al penal de mujeres. Ese lugar que hasta antes de conocer por dentro ella pensaba que era un camping. Dice que su papá la había amenazado alguna vez, por cualquier cosa, que era en La Granja donde iba a terminar. “Y qué tonta ¿no?, no me imaginaba que La Granja era la cárcel.” Mucho menos que desde ese encierro iba a soñar con las noches de baile junto a su hermana Erica como si el paraíso la visitara cuando duerme.
Está ansiosa con las novedades de su cuerpo, la última menstruación la tuvo en junio, cuando cumplió 20 años, cinco meses después de haber sido detenida, un día tan triste que hasta pensó que era posible “cortarse”, como vio que hacían sus compañeras para que las saquen del penal, aunque sea durante ese breve paseo al hospital donde les cosen las heridas, enmiendan el grito del cuerpo, el único que parece tener el poder de abrir las rejas, aunque sea fugazmente.
–Lo pensé, pero no lo hice, porque después entrás ya con la mala conducta, perdés puntaje y yo no quiero eso. Aunque ahora me dicen que se me está pegando la reja. Me lo dicen cuando lloro o grito, porque a veces no me aguanto. Yo no digo que se justifique lo que hice, porque yo no lo justifico, pero digo que es injusto, porque yo no sabía qué hacer, en todo el tiempo no sabía qué hacer. A veces, en todos esos meses, pensaba, “se lo digo a mi hermana”, a mi hermana Mirta, que es la mayor, porque la Erica siempre me ayudó, éramos muy pegadas. Pero no podía, tenía miedo. Y encima él ahora está libre, molestando a mi familia.
–¿Qué era lo que te daba tanto miedo?
–Todo, porque el gordo ése me decía que iba a matar a mi papá si yo decía algo. Y tenía miedo de que me echen de mi casa, que me peguen, que me digan lo que me decía siempre mi papá, eso que todas son unas putas. Yo no quería tener la bebé, lo que pasa es que no pude hacer nada. Fui a un médico y no quiso atenderme porque decía que ya había pasado mucho y que yo era menor. Después hice otras cosas, tomé unos yuyos, me lo quería sacar pero no me salía nada. Y encima el tipo se burlaba de mí, me veía y se reía. Y yo estaba cada vez peor, la pegaba a mi hermana, lo pegaba al novio. A todos. ¡Si yo no me llevaba materias y ahí me llevé matemáticas!
Romina Tejerina tiene la cara redonda como una luna llena y, desde hace poco, unas manos regordetas que frotan insistentemente las cuencas negras de sus ojos, como si quisiera desempañarlos. “Cuando llegué acá todas me decían que era un escrachito y mirá ahora... estoy re gorda.” Era abril cuando la desprendieron de los brazos de su “mami” en un mar de lágrimas que aprendió a tragarse apenas cruzó la reja que ahora es su límite. Imita un sollozo contenido y la voz se le aflauta para describir ese primer llamado con el que intentó tranquilizar a su familia después de la escena de la separación.
–Es que me tuvieron que llevar a la enfermería porque me había bajado la presión, del miedo que tenía no más. Ya me habían dicho que a las que están por mi causa las pegan. ¡Y acá las celadoras no se meten, te pueden reventar a patadas que no se meten! Apenas entré escuché los gritos: “Ahí va la guasa”, me decían, “la asesina”. Porque las otras no sabían lo que había pasado, por qué yo lo había hecho. Y la primera que me protegió fue otra chica que también está por mi causa -de 24 detenidas, 3 están por infanticidio-; distinto, pero parecido. Porque ella mató a su nena de cinco años cuando vio que el marido se la había violado a la nenita. La Claudia me dijo que me tenía que cuidar porque en el comedor me iban a pegar. A ella la pegaron como un sapo y nadie hizo nada, le daban patadas en el piso y las celadoras miraban para otro lado. A mí me entendieron más, porque yo les conté lo que había pasado.
Que si había matado a su bebé es porque antes la habían violado contó, que la única vez que había tenido relaciones había sido porque un hombre 20 años mayor, su vecino, la golpeó y la obligó. Y que nunca se animó a decir nada, ni siquiera cuando notó, a pesar de lo irregular de sus períodos, que el atraso era demasiado, que su cuerpo cambiaba, que la invasión a su cuerpo se perpetuaba en “algo” que crecía dentro suyo, sin remedio, a pesar de los yuyos que había tomado, a pesar de los golpes que se daba en el vientre, a pesar de todas esas recetas caseras para interrumpir un embarazo que probó, que circulan de boca en boca y que a veces surten efecto dramáticamente: en Jujuy, la mortalidad materna -200 por cien mil- duplica y triplica los índices de las provincias del centro y sur del país. En la puna, dicen los registros del Ministerio de Salud de la Nación, esos índices son iguales a los que se registran en los países más pobres del continente africano. Y no precisamente porque las mujeres no tengan atención médica para parir, la mortalidad viene de la mano de la desesperación por no hacerlo. El derecho de pernada del padre y el patrón es una práctica habitual, conocida, relegada a la intimidad por la indiferencia con que se relata, a la que sólo las víctimas pueden ponerle límites. Tal vez por eso a nadie le sorprendió que las mujeres jóvenes de la Corriente Clasista y Combativa –el movimiento piquetero más numeroso en la provincia– nombraran “taller de autodefensa” a ese en el que reflexionan sobre las situaciones de violencia que les toca vivir. Seguramente fue por esa realidad compartida que Romina pudo eludir los golpes que en la cárcel señalan el desprecio hacia las mujeres que mataron a sus hijos. Ella no pudo defenderse de la agresión, desesperada, quiso borrar sus rastros, lo que la enajenaba, “aquello –extraño–” que la seguía tomando por la fuerza y la obligaba a ser otra, distinta de la adolescente que disfrutaba de los bailes y soñaba con la cena blanca, el día en que iba a vestir de largo porque al fin terminaba su escuela secundaria.
–¿Vos viste la Verón, cómo tiene los brazos? La Natalia igual. Ahora tiene la mano así hinchada de pegarle a la pared. Porque no se quiere ir, dice que no me quiere dejar sola. Y yo la hablo bien, le digo que tiene que salir, lo que pasa es que nos aferramos mucho la Nati y yo. Y ella me respeta a pesar de que nos gustan cosas diferentes, porque yo acá si algo descubrí es que me gustan los hombres.
Romina es locuaz, disfruta de las visitas y se desilusiona cuando en el diario que se le alcanza no está su foto. No veía otra razón para que alguien se lo lleve. Sabe, porque se lo contó su hermana mayor, que su nombre se ha coreado como una consigna durante este año, que se han hecho marchas en San Pedro, su ciudad, en San Salvador y hasta en Buenos Aires pidiendo por su libertad. Que hay diputadas, senadoras y hasta funcionarios de gobierno interesados en su caso. Pero necesita ver para creer, desde adentro el afuera es apenas una línea de nubes en el horizonte, unos puntos luminosos en el bajo de San Salvador cuando a las diez de la noche las celadoras cortan la electricidad para obligar al silencio. Además, tanto interés afuera no suele mejorar las cosas con el Servicio Penitenciario. Las requisas se han hecho cada vez más humillantes para sus hermanas y ni siquiera les han dejado entrar la fruta que trajeron desde San Pedro en la última visita. Con el resto de las detenidas ya no tiene problemas, la mayoría de las que estaban cuando entró se han ido (“están por drogas y las volean para Ezeiza”). “Con las únicas que no me puedo acostumbrar es con las señoras mayores, no sé por qué, pero no me acostumbro. No es que te den consejos, pero a mí a veces me gustaría estar sola... bah, eso es con todas, porque acá nunca estás sola.” No está sola ni decide lo que va a hacer durante el día. A las seis de la mañana cambia la guardia y hay que pararse frente a la celda 1, del pabellón 1, a las ocho desayunar y después cumplir con la fajina (limpieza) del sector que le toque, a las once y media se busca el plato y a las doce se sirve el almuerzo en el comedor, ese lugar al que temió en el primer tiempo.
–Pero ves, la Verón era de las que me gritaba que me iba a hacer aca. Y ahora ya viste... somos amigas y es amiga de mi hermana.
“La” Verón se llama Olga, también es de San Pedro, todavía no cumplió los 19 y lleva en los brazos festones de cicatrices de las veces que se cortó porque ésa era su forma de gritar, de protestar, de decir que no podía ser que ella estuviera ahí cuando a su papá nadie le había dicho nunca nada.
–Era policía él, y cuando lo retiraron estuvo en la cárcel por matar al novio de mi hermana. Y ahí todas se buscaron marido porque él siempre nos pegaba, a todas, una salió embarazada a los 16. Yo me quedé con mi mami. El siempre lo mismo, tomaba y le pegaba a mi mami y a mí también, muchas veces me quiso matar y muchas veces lo denuncié, pero eran todos amigos de él. Hasta el juez era amigo de él, porque en junio, una vez que me salvó un vecino, se hizo la denuncia por intento de homicidio, yo la quise defender a la mami y me puso abajo de un caño mientras me ahogaba. Después el juez nos citó a los tres y yo, con las marcas en el cuello y un ojo morado, dije que por favor, que ya no quería vivir con él, pero me dijo que era mi papá y lo tenía que respetar, que él iba a cambiar. En agosto lo maté. Ese día me había manoseado y me había pegado y había dicho que la iba a matar a la mami. Entonces esperé que se durmiera, me fui al fondo, remonté la pistola y le hablé a ver si estaba despierto. No contestó, y le disparé.
Olga le echa la culpa al juez Jorge Samman, porque él podría haber hecho algo, dice, y no quiso. Tenía 17 cuando “remontó” el arma, hasta ese momento nunca había sido feliz, salvo cuando se encontraba a escondidas con su novia, la Vane, que también estuvo detenida por la misma causa:
–A ella fue a la única que le dije que mi viejo me violaba, la primera vez que lo hizo yo tenía 15 y ella me escribió en una carta que haría cualquier cosa por salvarme. Por eso la detuvieron, en otro lado, porque decían que era mi cómplice. A mí me pegaron mucho los policías porque al principio yo no quería decir que era yo, entonces me pegaban, me ponían en el agua fría y me sacaban. Les dije la verdad cuando me dijeron que iban a detener a mi mami. Ahí hablé, pero ella me dejó sola. No soportó saber que el papá nos violaba, a mi hermana también, si se vino de Buenos Aires para declarar eso en la causa.
Olga tiene varios tatuajes hechos en la cárcel con agujas de coser unidas con hilo y tinta china. En una mano dice Vane, en la pierna mamá, en la otra hay cuatro corazones, una versión femenina de los cinco puntos del odio a la policía –”pero me hice cuatro, por las cuatro paredes, el del medio no porque después la policía te lo ve y te pega”–. En el antebrazo, entre las cicatrices, hay un sol: “es el que alguna vez tiene que salir para mí”.
Olga está con libertad vigilada desde el 23 de octubre, en ese régimen no se le permite trabajar y sólo asiste a la escuela como oyente. Entre las cosas que se le ocurren que se podría hacer para evitar suertes como la suya está “que se abra de nuevo la Comisaría de la Mujer en San Pedro. Porque la cerraron justo cuando me detuvieron”. Es, al menos, curioso: la detención se produjo en agosto de 2002, el mismo mes en que Romina fue violada por un hombre que sigue compartiendo la medianera con sus hermanas. De haber intendo hacer la denuncia, hubiera tenido que buscar otro lugar.
–Yo me desesperé cuando me dijeron que lo habían dejado en libertad, no paraba de llorar, porque en serio que yo sabía que él se iba a burlar como se burló de mis hermanas. ¡Si ya se reía de mí siempre! ¿No te contaron que después de que le hicieron el escrache vinieron a mi casa y escribieron en las paredes puta y trola? Así son en ese barrio y en ese pueblo. Si es verdad que yo tomaba cerveza y que me gustaba bailar, ¿y qué? Eso no le da derecho a hacer lo que me hizo, porque entonces no tiene que ir más nadie a bailar. Y no sabés lo que inventaron, que mi mamá me ayudaba a saltar la tapia para verlo a él, cualquier cosa...
En sus cartas, en sus declaraciones, Romina admite como si fuera una culpa su gusto por salir de noche con su hermana Erica, de 22, que la extraña tanto que lo escribe en las paredes de su casa igual que Romina en las del penal. Eran inseparables las dos menores, tal vez por la diferencia de edad con Mirta, la mayor –ahora de 41– y Carlos, de 35, tal vez porque juntas aprendieron a resistir los golpes de la madre y del padre, a ellas y a los más grandes, los más castigados. Romina siempre fue retraída, dice. Cuando era chica era tan tímida que se hacía pis encima con tal de no pedirle a la maestra permiso para ir al baño. Y eso siempre empeoraba las cosas, en casa y en la escuela primaria, que hizo eterna de tanto repetir. Pero las cosas habían cambiado con la adolescencia. A principios de 2001 Mirta decidió, por fin, dejar el departamento de los padres y llevarse a sus dos hermanas. Las chicas florecieron. Romina adquirió seguridad –mucho más que Erica–, se manejaba sola, dejó de tener problemas en la escuela y la Normal de San Pedro era casi un paseo más, como los que hacían a Metrópolis o a Pachá, las bailantas en las que conocían a los que pasaban música y animaban las fiestas en una modesta manera de ser groupies. Se preparaban para el baile como para una ceremonia, tomando sol por la tarde, buscando la ropa, acomodándose el flequillo. Con sus amigas se hacían llamar “las galponeras”, porque -sobre todo Romina– eran flaquitas y de nalgas fornidas, un valor que de sólo ver la televisión podían pensar que era muy preciado. Romina hasta se tatuó una araña galponera en el hombro, el mismo diseño que Erica planea dibujarse en la piel cuando el coraje le alcance para enfrentar la aguja. Todo eso se interrumpió el 1º de agosto de 2002, cuando Eduardo Vargas, vecino de las Tejerina, la sacó del baile y se metió entre las piernas de Romina por la fuerza, adentro de un auto, enfrente de su propia casa. La habían ultrajado, partido en dos, le habían quitado el dominio y la libertad sobre su cuerpo. Y ni siquiera lo pudo decir. “¿Por qué no lo dijo?” le preguntó el juez en la primera indagatoria, “porque tenía miedo y vergüenza”. “¿Por qué tenía vergüenza?” –insistió–, “porque me habían abusado”.
Todo eso que la hacía faeliz y ahora extraña se le tornó en contro. Sería Jorge Samman, el mismo juez que obligó a Olga Verón a respetar a un padre abusador quien después preguntaría a los testigos, ofrecidos en la causa que se abrió por abuso sexual contra Eduardo Vargas, si Romina llegaba ebria a su casa, de qué modo se vestía y cómo actuaba ella con los varones. El mismo que ordenó que se hiciera un informe socio ambiental de ella para que se informe qué clase de conducta tenía y si mantenía “relaciones sentimentales” con la persona que Romina denunció, cuando pudo, como su abusador. Vargas fue sobreseído por ese juez con una celeridad inusitada: 23 días después de haberlo procesado.
Rodeando la serranía de Zapla, hacia el este de San Salvador de Jujuy, la selva subtropical empieza a abigarrarse. Hay que recorrer 60 kilómetros hasta San Pedro por la Ruta 34, la misma que lleva a Ledesma y después a Pocitos, el límite con Bolivia, una ruta que conoce de los cortes sostenidos de los desocupados de los ingenios y las petroleras privatizadas y también de los muchos traficantes hormiga que tratan de salvarse trayendo un kilo de cocaína entre la ropa. Hace calor en San Pedro, y no afloja por las noches como en San Salvador, sigue apretando en noviembre como en enero, sacando a la gente a la calle, haciendo públicas las sobremesas bajo las sombras de los lapachos que ahora están cargados de flores rojas. Dice Mirta Tejerina, la mayor de las hermanas, que ésta es una sociedad compleja, famosa por su vida nocturna pero también por su hipocresía, la misma que ha encerrado a su hermana en el silencio la misma que ahora la acusa, como en ninguna otra parte, con esas palabras que Mirta, profesora de filosofía y psicología, gremialista ligada a la CCC, no quiere reproducir. Pero a ese prejuicio, incluso, le quiere dar batalla. Así se lo dijo durante la mañana a su hermana, cuando llegó cruzándose de brazos al hospital psiquiátrico Siqueiros, como si así pudiera ocultar el brillo de las esposas en sus muñecas (“Yo le vi la cara a la Erica cuando me vio con las esposas –diría Romina en el penal– y vi cómo sufría, eso es lo que menos soporto”). El lunes 17 de noviembre, después de casi nueve meses detenida, Romina Tejerina consiguió que se cumpliera lo que su abogada, Mariana Vargas, reclama desde hace meses: la asistencia psicológica. Y fue en ese rato que Mirta le confirmó que iría, finalmente, al programa de la televisión local que conduce Daniel Gómez Perri, un hombre que había dado espacio al violador para que dijera que ahora que estaba en libertad iba a hacer una misa por la bebé muerta ¡y hasta le iba a dar el apellido! Llamativo, sobre todo si se tiene en cuenta que uno de los fundamentos del sobreseimiento es que el supuesto tiempo de gestación de labebé muerta –sin haber hecho la autopsia solicitada por Romina– implicaría que fue gestada antes del 1º de agosto, día en que se produjo el abuso sexual. ¿Qué iba a decir Romina? Ella ni siquiera podría ver el programa, a esa hora la luz está cortada en el penal.
Cayeron piedras del cielo la noche en la que Mirta, la abogada Mariana Vargas y una referente de la CCC –que marchó junto con la familia para denunciar la violencia contra Romina– se sentaron junto a Gómez Perri a escuchar cómo el periodista minimizaba el episodio psicótico que, según las pericias, sufrió Romina en el momento del parto, en la soledad de un baño diminuto, mientras su hermana mayor dormía y la menor la calmaba poniéndole trapitos fríos en la frente. “Usted dice que es inimputable, pero yo la vi muy bien a Romina, lúcida”, dijo, al aire. Las mujeres fueron fuertes, de todos modos, escucharon y contestaron, además, los llamados que decían que “si vas a esa bailanta ya se sabe a lo que se expone” o los de dos mujeres que decían haber sido abusadas y “a pesar de eso tuve a mi hijo”, como si fuera un destino que las mujeres deben aceptar sin cuestionárselo. Es una suerte que Romina no haya escuchado la violencia de esos comentarios, parecidos a los que recibió el día que ingresó en el penal de Alto Comedero. Es fácil entender por qué la joven de 19 años se sintió sin salida, por qué ocultó un embarazo que de tanto negarlo nadie notó, por qué se metió detrás de la cortina de la ducha, espiando como si fuera algo que le pasaba a alguien más, cómo su mamá y su hermana se llevaban esa caja que había atravesado con una trincheta donde estaba la beba que había parido, en la que había visto la cara de su violador. Fue el 23 de febrero de este año, un mes de pesadilla en el que todo le hacía revivir el momento en el que fue abusada, sobre todo las noticias que llegaban desde Salta y describían una nenita de 8 años con unas cuantas monedas en la mano llorando en la habitación de un albergue transitorio. “Así me sentía de usada y abusada, y el tipo se reía de mí, ese hijo de p...”, dirá Romina con un resto de bronca, en el hall del penal donde cuenta su historia como si lo necesitara, una vez más, porque alguien que la visitó y que también ha sido violada le dijo que lo mejor es desahogarse y entonces ella lo hace. Escribe cartas, hace hablar en la ficción de esas cartas a Milagros del Socorro, la beba que parió (“soy un ángel que a pesar de todo lo que hizo mi madre conmigo yo la voy a ayudar para que pueda salir porque la veo que sufre mucho encerrada”), se dirige a la “sociedad” que la apoya. De los que la condenan no le hablarán en la próxima visita, cuando Mirta y Erica se sienten con ella en las ranchadas entre los árboles diminutos del patio del penal. Le prometerán, como siempre, que ya va a llegar el momento de volver a ser una adolescente como otras, con sus bailes de sábado, sus cumbias y sus minifaldas, aunque ella sabe que nunca será la misma, que la que era quedó en ese auto rojo que todavía vuelve en pesadillas.
–¿Sabés qué es lo que extraño? La pileta, ¡me gustaría tanto tener un piletín acá en el patio! Pero el director me dijo que esto no es un recreo, que no puedo tener ni pileta ni computadora. Ahora no sé que voy a hacer que se va la Nati, me queda la Pato. Pero por eso digo, que yo también quiero mi oportunidad, es muy triste pensar en las fiestas acá adentro, con la luz apagada. ¿Vos pensás que el juez va a decidir algo?
Romina espera, el juez Argentino Juárez debería haber decidido si la procesaba en el primer mes de su detención. Ya pasaron nueve.
–No sé qué quiero hacer cuando salga.. voy a visitar la tumba de mi hija. Yo ya sé que ella no tenía la culpa, pero yo no sabía qué hacer, en serio, no supe qué hacer.