Viernes, 4 de julio de 2014 | Hoy
COSAS VEDERES
Petite historia de los abdominales marcados, el supuesto fetiche erótico que encantaría a las mujeres e indigna a los varones argentinos.
Por Guadalupe Treibel
Ahora resulta que las mujeres también celebran la arquitectura masculina y vociferan a los cuatro vientos cuál es su objeto de deseo. Con floreos más y menos soeces, chascarrillos más y menos refinados o creativos juegos de palabras, demandan torso marcado y lo demandan ya, en bandeja. Al menos, el del Pocho Lavezzi, inesperado sex symbol recortado del Mundial, a quien –si los comentarios virtuales se aproximan a la realidad– están dispuestas a embucharse de un bocado al mejor estilo caníbal de Béatrice Dalle en Trouble Every Day. Y con la Agrupación de Mamis Pochistas Hasta la Victoria al mando, no vaya a ser cosa. En paralelo, los hombres (los hétero, al menos) están que trinan, arañando palabras como “bullying”, “misoginia a la inversa” o –con menos precisión aún– “matriarcado”. Los varones argentinos se sienten vulnerados; al parecer, recién ahora se les prende la lamparita respecto de aquello que es una máxima desde hace, por lo menos, una década: que los abdominales serían principales fetiches eróticos. Fetiche que ha ayudado a fabricar la misma industria del calzoncillo desde que, por ejemplo, bañó a ciudades enteras con el tallado estómago de David Beckham luciendo unos ceñidos Armani. Aunque si de cronología se trata, los six-pack de Brad Pitt en El club de la pelea también hicieron mella en el paladar de espectadoras y espectadores, demostrando que el cine y la tevé no sólo suscriben a la tendencia: la fogonean.
“Los actores pasan más tiempo en el gimnasio que ensayando, más tiempo con sus entrenadores que con sus directores”, se inquieta el periodista Logan Hill en un reciente artículo para la revista Men’s Journal, recordando que Marlon Brando nunca hizo flexiones y Al Pacino jamás tomó batidos de proteínas... y menos de esteroides. “Durante la mayor parte de la historia de Hollywood, sólo los cuerpos de las mujeres fueron cosificados a puntos absurdos. Ahora no hay distinción de género”, subraya el hombre, preocupado por esta malhadada “igualdad” que pone sobre el pedestal al resonante torso. De allí que, mientras muchos se lamentan de una despedida –“adiós a los brazos, las piernas o, incluso, el rostro”–, otros buscan antecedentes y los encuentran en el David de Miguel Angel, cuyo abdomen plano le valdría protagonizar cualquier promo Calvin Klein (independientemente de sus brazos desproporcionados y de sus pequeños genitales). De hecho, ya en el Antiguo Egipto y la Antigua Grecia, la fisonomía muscular de los cuerpos masculinos era idealizada y tallada desnuda a modo celebratorio. Inmortalizada en el arte, no sólo era una exaltación a la belleza sino también un símbolo de autoridad y control que merecía ser destacada. Y si las mujeres no recibieron por aquel entonces el mismo trato “preferencial”, no fue por respeto a sus curvas: en tanto seres inferiores, ¿con qué fin eternizarlas?
Entonces el siglo XX y sus iniciáticos fisicoculturistas –el prusiano Eugen Sandow y el norteamericano Charles Atlas, ex alfeñique a quien suele adjudicársele el invento de las expresiones “tabla de lavar” y “six-pack” para referirse a los abdominales marcados–. Entonces los GI Joe y otros tallados héroes modernos (Batman, Superman). Entonces el retorno del músculo como personificación del poder fálico y la dominación. Entonces, la moda reciente y los titulares multiplicados: “panza plana en dos semanas”, “el nuevo six-pack, más rápido, más fácil”, “abdominales marcados, ¡ahora!”, y así. Entonces, los plásticos procedimientos quirúrgicos para los machos que luchan contra los flotadores. Entonces lo que cualquier dama conoce de pe a pa: la distorsión generada por un ideal inalcanzable, las perniciosas consecuencias para la autoestima, las palizas autoinfligidas al cuerpo y la mente, los desórdenes alimentarios... Todo por la jugarreta de llevar la barriga como una tableta de chocolate.
Ergo: ¡claro que el asunto es peligroso! Pero también lo es igualar los tableros, porque lo que dispara esta tendencia masculina dista años luz de la situación que viven señoras y señoritas de siglos a la fecha. Tal como la periodista feminista Dodai Stewart ha expresado: “La cosificación del hombre es un falso equivalente a la cosificación de las mujeres, porque lo que está siendo fetichizado es su fuerza. Virilidad, capacidad, vigor, fortaleza. Poder. En un mundo donde los hombres ya tienen el poder. No puede decirse lo mismo acerca de los estándares de objetivación de las mujeres, que usualmente giran en torno de zonas sexualmente cargadas, como los senos y la cola, nunca los bíceps. Además, las imágenes sexies femeninas suelen implicar que estemos relajadas, acostadas, con un dedo en la boca como si fuéramos niñitas. Sumisas, complacientes, dóciles”.
Proclama además la señora: “¿Detesto la idea de que esos torsos esculpidos puedan causar inseguridad en niños y jóvenes? Absolutamente. Pero tampoco los músculos son todo. ¿Acaso no apreciamos y celebramos a todo tipo de hombres, como Seth Rogen, Benedict Cumberbatch o Tom Hiddleston? No es una cosa o la otra. Por eso, cuando se trata de tipos dispuestos a sacarse la ropa y jactarse de su anatomía, digo: bienvenidos sean. Disfruto de admirar la arquitectura de la forma masculina. Demándenme. Las mujeres han pasado siglos viviendo en atmósferas donde el deseo sexual femenino era reprimido, denegado o autosuprimido, y por fin ha llegado el momento de salivar sobre estómagos marcados, pectorales pulsantes o antebrazos venosos. Así que hagámoslo, disfrutémoslo mientras dure”. Mientras tanto, sin embargo, bueno sería seguir descubriendo el deseo propio auténtico, no colonizado, sin bajada de línea, como aquel que explora Jane Campion en films como Humo Sagrado o La lección de piano.
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