Viernes, 1 de julio de 2005 | Hoy
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Por Marta Dillon
Por qué se contemplan excepciones en el Código Penal a la prohibición del aborto? ¿Por qué, si suponemos –usando un plural que impone la letra escrita y con carácter de ley– que la vida es un valor sagrado, aun antes de que se dibujen sus contornos concretos, hay ocasiones en las que este valor se desdibuja? En la primera excepción, la que contempla el riesgo de la vida de la gestante, no hay mayores conflictos. De hecho hay otras figuras penales en las que la vida no vale lo mismo –al menos en cuanto a penas–, he ahí la defensa propia, por ejemplo, o los distintos rangos del homicidio según haya sido con dolo, con culpa o con ambos. Pero en el famoso caso de la “mujer idiota o demente” que ha sido violada, ¿cuál es la explicación?, ¿cuál para que queden afuera de la excepción todas las mujeres violadas? ¿Y si el violador era el “idiota o demente”? ¿Cuál es el peligro, que nazca otro/a idiota más? ¿Será que para el Código Penal cree a pie juntillas que la herencia de la idiotez es donada por la madre?
A esta altura, la mujer de Tandil que fue autorizada por la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires a realizarse un aborto ya debería estar planificando otra vez su vida, ajena a discusiones como las que se puede rastrear en algunos foros donde se la acusa de haber engordado sin medida, de haber tenido sexo a pesar de eso, en fin, de haberse sentido con derechos de mujer a pesar de su obesidad. Sería deseable que la mujer no haya visto la suelta de globos “por la vida” que se organizó en Tribunales como si su propia vida no tuviera el mismo valor que esa otra que no puede ser cuestionada porque carece de todo salvo de información genética y latido. Es fácil defender lo que todavía no es, lo podemos moldear a nuestra medida. Le podemos decir “niño” sin pudor, desconociendo la diversidad, desconociendo que tal vez no llegue a serlo nunca más allá de la voluntad de quien gesta.
Sería deseable que esta mujer pudiera plantarse, una vez que todo haya pasado, frente al médico que le reclamó la autorización judicial para realizarle el aborto que él mismo consideraba indispensable si quería seguir viviendo y atendiendo a sus otros tres hijos, para preguntarle por qué le resultó en este caso tan indiferente el juramento hipocrático como para correr a refugiarse en las faldas de la Justicia formal en lugar de cumplir con su deber. Porque si, como dice la defensora oficial sobre esta mujer, ella está angustiada por la decisión que tuvo que reclamar que la dejaran tomar, esa manera que tuvo su médico de meter la cabeza bajo la tierra no la debe haber aliviado demasiado. Es una ventaja que la Suprema Corte haya estado del lado de su pedido, es decir, que se haya ajustado a lo que la ley ordena, de otra manera la señora habría quedado sola con sus contradicciones y su angustia, sintiendo que su vida no vale nada. Esta vez valió.
Pero hay cientos de casos en los que no vale. Cientos de miles de casos. Casos que no podemos nombrar sencillamente porque suceden a espaldas de la prensa o al menos lejos de Buenos Aires. En Jujuy, por ejemplo, la vida de una niña de doce a quien se llamó “Josefina” cuando se dio a conocer su caso, importó poco. Violada por su padre –ahora detenido, ya que esta vez la violación sí se probó–, Josefina quedó embarazada y pidió, con el apoyo de su madre, que le hicieran un aborto. El juez Luis Ernesto Kamada recibió el pedido y pidió a su vez innumerables peritajes médicos. La pediatra Diana Cecchin y el ginecólogo Ricardo Cuevas contestaron que la vida de la niña no corría peligro. Hablaban de la vida como una organización de órganos en funcionamiento que podrían soportar el embarazoy el parto y seguir funcionando. De eso se trata la vida en este caso. La psicóloga Tania Renner y la psiquiatra Dora Silva fueron un poco más allá y alertaron sobre los riesgos para Josefina. Pero el juez entendió que ya era una persona lo que se gestaba en el cuerpo de Josefina y que para esta persona los resultados del aborto serían irreversibles mientras que para la niña “la profunda angustia tendría en alguna medida oportunidad de ser debidamente tratada, por mínima que ella fuera (la oportunidad) y eventualmente superada. Nada de ello sería posible para la persona por nacer”.
Hablando en criollo, la vida de Josefina no vale nada. O mejor, vale un par de planes de asistencia que le fueron otorgados, además de la obligación de ser controlado su rendimiento escolar hasta tanto termine el ciclo básico y la garantía de que el Ministerio de Salud de la provincia provea “la prestación de los servicios de asistencia médica y psicológica durante las 24 horas del día y mientras el estado de salud de la menor lo requiera”. ¿Pero eso no era responsabilidad del Estado desde antes?
Si Josefina hubiera sido idiota o demente, no nos hubiera importado si su vida estaba en riesgo, esa categoría hubiera bastado para permitirle abortar. ¿Por qué? ¿Será porque a la mujer idiota o demente no se la puede sospechar de haber “provocado” la violación? Es raro, porque a los niños y niñas hasta los 14 el Estado los sigue considerando incapaces. No para parir, evidentemente, porque de hecho se admite que sigan pariendo niñas que carecen de cualquier otro derecho. Y hasta se argumenta con encuestas que muchas, a partir de los 15, en realidad deseaban tener un hijo. ¿No será porque es lo más concreto a lo que pueden aspirar?
Es tema de debate si lo urgente en materia de aborto es reglamentar y ampliar las excepciones o si ese camino legislativo sería sencillamente un retroceso. Mientras tanto, ni siquiera las excepciones son tenidas en cuenta, o mejor, las excepciones parecen ser tenidas en cuenta, las mujeres no.
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