Viernes, 2 de septiembre de 2005 | Hoy
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Por Marta Dillon
Es curioso, pero el mismo día en que se anunciaba el nombre que correspondía a unos restos NN enterrados hace más de dos décadas en un cementerio de la provincia de Buenos Aires, un nombre emblemático, Léonie Duquet, para un cuerpo que encarnó aquí y en todo el mundo la brutalidad de la dictadura: el de una monja francesa desaparecida encontrada ahora gracias a la existencia de los análisis de ADN; ese mismo día un hombre al que llaman dios dijo que no le importaba, que no se había hecho ni se iba a hacer ningún análisis de ADN porque él ya tenía dos hijos y una equivocación no es un hijo. Es curioso, pero al día siguiente, cuando los diarios anunciaban que se había rescatado desde el fondo de una fosa común una historia particular, una rama particular de un árbol genealógico con nombres y apellidos que además cuentan una historia que se trama con otras, y que en definitiva es nuestra historia también, ese día el hombre al que llaman dios, acompañado desde una distancia prudencial por su mujer virginal –ya no tienen sexo, ni siquiera amor de pareja– repitió que nunca iba a cambiar de opinión porque él –sólo él, parece– hizo dos hijas por amor y nada más. Y ese mismo día, borrando de un plumazo lo que significa un vínculo, el tiempo que lleva cultivarlo, las decisiones que implica, ese día, en los diarios, se anunciaba que en 15 días más dos niñas “podrían tener una familia”. Se las había ofertado en los medios, con sus caritas y sus sonrisas descubiertas y hasta con una descripción de sus enfermedades y abandonos para que la compasión bien regada con un resto de espectacularidad hiciera germinar, como antaño a los sea monkies, a una familia. Y parece que lo lograron. Y junto a esa noticia, al menos en dos diarios, un hombre volvía a la vida, recibía su documento, después de 16 años de haber sido dado por muerto, sin haber podido recibir título alguno por sus estudios, ni siquiera haber inscripto como sus hijas a sus hijas porque él, él no existía. Y al tercer día, como en un juego de dominó que pone en cuestión la identidad como pregunta abierta, como cachetada si quieren, como grito; al tercer día se cuenta como conmovedora la historia de dos mujeres que se reconocieron como gemelas en un shopping –son idénticas–, que nacieron el mismo día, que una es adoptada y la otra tiene a su gemela muerta –dicen–, pero que no pueden comprobar el vínculo porque no tienen el dinero necesario para el ADN y entonces proponen a la población una colecta solidaria. Nada se dice en la nota de a quién enterraron aquel día de 1973, ni qué responsabilidad le cabe al hospital público ni por qué el Estado no se hace cargo de dilucidar la identidad en conflicto de sus ciudadanos. Pero bueno, identidad, a pesar del tiempo transcurrido, identidad a secas, filiación diría incluso, no es algo que esté claro en este país donde hasta los próceres son sospechados de no ser hijos de quienes dijeron –San Martín, por ejemplo– y donde se ofrecen análisis de ADN a domicilio y bajo precio para padres con dudas. Temas pendientes, que le dicen. La raíz reblandecida de nuestra historia, en todo caso, a la que en vez de regar se anega y sin embargo nunca queda al descubierto.
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