Viernes, 2 de septiembre de 2005 | Hoy
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Por Moira Soto
Como te quiero yo a ti,/ es imposible mi vida/ tan separados vivir”, le podría haber escrito, así nomás, sin rodeos, Eloísa a Abelardo en los albores de la Edad Media, cuando ambos vivían, muy a su pesar, en distintos monasterios. Aunque en verdad fue él quien, entre sus múltiples habilidades, compuso una serie de piezas, incluidas algunas cantilènes d’amour (perdidas, qué lastima) en lengua vulgar (A. era de escribir habitualmente en latín) que tuvieron sus quince minutos de popularidad. Al punto de que se considera a este hombre de genio como el primer trovador. Pero ya que no tenemos a mano las cantilenas, podemos imaginarla a ella, que tuvo algo de monja almodovariana, entre tinieblas pero sin cocaína, canturreando en su celda: “Solamente una vez amé en la vida,/ solamente una vez y nada más./ Una vez nada más se entrega el alma/ con la dulce y total resignación...” Seguramente, estos temas no figuran en la producción británico-yugoslava (es de 1988) Robado al cielo, sobre los contrariados amores de Abelardo y Eloísa, que se verá hoy a las 14 por Hallmark (repite mañana a las 3.50 y el 25/9 a las 11.50).
“Había en París una joven llamada Eloísa. Su belleza y sus conocimientos estaban muy por encina de todas las demás mujeres”, escribió A. en su autobiografía Historia Calamitatun. Esa chica de familia noble y luminosa inteligencia, nacida en 1101, había conseguido ablandar a su tío, el canónigo Fulbert, para que la dejara estudiar gramática y lengua con preceptores. A los 18, Eloísa, virgen pero no prudente, conoció a unos de los hombres más brillantes y polémicos de la época, el teólogo y filósofo Pierre Abélard, de 40, y ambos cayeron fulminados de amor y pasaron raudamente a la categoría –muy mal vista en el siglo XII– de amantes. El se instaló en lo del tío cura –todavía en ayunas–, donde le daba clases a su devota alumna. Cabe dejar en claro que Abelardo, por más teólogo que fuese, no había tomado los hábitos ni hecho ninguna clase de votos. Sin embargo, al contarse en siglos siguientes la historia de esta pareja romántica antes del Romanticismo, quizá para acentuar tintes transgresores, se dijo que él pertenecía a órdenes religiosas. Nada que ver, aunque es cierto que para preservar su descollante carrera de pensador (miren en qué época), A. prefirió contraer matrimonio en secreto con su adorada Eloísa.
Pero antes de ese casamiento, el cura se enteró del fogoso romance, echó a Abelardo con cajas destempladas y encerró bajo varias llaves a Eloísa. Enterada de que iba a ser madre, ella le contó por carta “con alegría” la noticia a su amante, despreocupada por el qué dirán. Fulbert debió ausentarse de París y Abelardo aprovechó para enviar a Eloísa a Bretaña, a casa de su hermana. Allí nació un niño, Astrolabio, que murió a la brevedad. En ese momento penoso, Abelardo, remordido por su conciencia, ofreció al tío Fulbert casarse discretamente con Eloísa. Pero la propia interesada, de veinte años a la sazón, se plantó ante su amante para exponerle el perjuicio que a él le representaría esa boda. Además, le explicó que quería conservar su amor, desde luego, pero profesado libremente, no sujeto por lazos de ninguna especie. Esta actitud enamoró aún más a Abelardo, que impuso su decisión. Después de contraer matrimonio en secreto, él prosiguió con sus cursos y ella volvió a lo del tío a regañadientes hasta que Abelardo consideró conveniente, para evitar roces, que Eloísa se fuera por un tiempo a la abadía de Argenteuil. Decisión que resultaría funesta: el tío y sus aliados, pensando que A. quería deshacerse de E., tramaron terrible venganza. Sobornaron al asistente del desdichado, entraron a su casa en la noche y lo castraron.
Una vez cicatrizadas las heridas del cuerpo, Abelardo optó por recluirse en un claustro, y le pidió a Eloísa que se hiciera monja. Por amor, ella consintió, aunque siempre reconoció que se sentía “amortajada en vida”. No obstante, sus excepcionales cualidades la llevaron a ser una gran abadesa. Después de años sin comunicarse, ella no pudo más y le escribió: “Lo amo hoy más de lo que nunca lo amé. Me persigue el recuerdo de mis pecados, pero no lloro por haberlos cometido, sino por no poder volver a cometerlos”. Conmovido, Abelardo le respondió y se escribieron largamente, realimentando una pasión abrasadora. Sobre todo por el lado de ella, sin pudores para manifestar sus emociones. Un día, él vino a verla, y se sucedieron otras cortas visitas, hasta que cundió el chisme infamante. Entonces, A. se encerró hasta su muerte, en 1142. Su cuerpo fue llevado al Paracleto –propiedad que le había cedido a E. para instalar el convento–, donde ella no pudo controlar su desgarrador dolor. Se quedó pegada a la tumba y se cuenta que había que arrancarla por la fuerza para que reposara y comiera algún bocado.
Tal vez la película de Clive Donner, con Kim Thomson y Derek de Link que se pasará hoy, no haga plena justicia a personajes tan fuera de serie, a una historia de amor tan perdurable e inagotable. Pero es lo que hay y vale arriesgarse. Allá ustedes..
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