las12

Viernes, 18 de junio de 2004

TALK SHOW

Declaración de amistad

 Por Moira Soto

Dos mujeres, dos valijas como cofres con algunos objetos simbólicos en su interior, dos gorros en la cabeza y mucha nostalgia en el corazón. Miranda y Catalina, las protagonistas de la pieza Donde el viento hace buñuelos, de Arístides Vargas, se asemejan y se diferencian, a veces la una es la otra, a veces hacen a otros personajes. Dos desarraigadas en algún lugar del camino que no eligieron y en el que sobreviven gracias a nuevas relaciones de afecto y a la evocación de recuerdos que las llevan a moverse a placer en el tiempo y el espacio, apartándose de toda lógica convencional al ir armando algunas piezas de sus historias personales.
El registro surrealista cultivado por el autor encuentra una creativa formulación escénica por parte del director Carlos Ianni que, respaldado por dos actrices de la calidad de Teresita Galimany y Beatriz Dellacasa, logra que suenen creíbles líneas del texto que hablan de “un cielo apenas cuestionado por nubes” o de “piedras arrastradas por el viento de la noche”. El curioso título de esta obra parece ser portador de un homenaje al gran cineasta Luis Buñuel y también, probablemente, una referencia a esos bolos fritos de harina y huevo, salados o dulces según la receta (nada que ver con las berlinesas, también conocidas como bolas de fraile o suspiros de monja, que se hacen con levadura y llevan relleno azucarado). Los de Vargas bien podrían ser los hispánicos buñuelos de viento o de cuaresma que seguro conocía el gastrónomo Buñuel (harina, mantequilla, leche, huevos, corteza de limón rallada, azúcar para espolvorear). Catalina niña le ruega al padre que le explique la lógica del viento, cosa que él no hace y entonces ella, con el tiempo, encuentra una respuesta: arrancar palmeras y lanzarlas contra personas, arrancar personas y lanzarlas contra personas, asustar a las niñas cortas de vista...
De a ratos, la niña Miranda cuida al incontinente perro de Luis Buñuel, un simpático títere (al que le da voz aguardentosa Galimany) que se justifica de sus prácticas: “Soy puro instinto”. El animalejo dice ser el perro andaluz, aludiendo al film respecto del cual el propio realizador aclaró, por si hacía falta, que no había ningún perro y mucho menos era andaluz. La niña Miranda es perseguida por una monja que le recuerda que Dios siempre la ve. Buen pretexto para que la chica tome una navaja y, zas, corte ese ojo como en la famosa y shockeante imagen de aquel film (foto). Miranda, que se ha hecho adicta a las películas en blanco y negro del subversivo Buñuel (o sea, las realizadas hasta mediados de los ‘60), recurre a la navaja de afeitarse las piernas. Ella cita a Viridiana, a Simón del desierto, gente piadosa, pero la superiora no quiere saber nada y le prohíbe a Buñuel, otro exiliado que, sin embargo, repudiaba lo que llamaba “los pilares de la sociedad” (Mi último suspiro, Plaza & Janés): la religión, la patria, la autoridad. En cambio, Catalina lamenta no tener un lugar propio donde caerse muerta: “Cuando una tiene una patria y una bandera, echa raíces, inflama el pecho...”. Y a falta de patria, busca calor humano y allí donde lo encuentra, se arraiga.
Antes de llegar a la declaración final y formal de amistad que Catalina le hace a Miranda, el humor absurdo, lírico, en ocasiones expresado con un idioma juguetón de infancia, brota atenuando la añoranza: Miranda tuvo novios rarísimos; Catalina se convierte en una madre que enseña a no perder el culo por los hombres, y más tarde le da a Miranda unas delirantes instrucciones para doblar pájaros. Sin duda, una de las instancias clave de esta pieza es el cuadro –teatro dentro del teatro–en que Miranda habla de las mujeres de su familia que han corrido (con y sin lobos) toda suerte de carreras, casi siempre con obstáculos, en distintas direcciones.

Donde el viento hace buñuelos, en el Celcit, Bolívar 825,
sábados y domingos a las 21.30, 4361-8358.

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