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Viernes, 6 de mayo de 2016

LA CELEBRACION

 Por Marta Dillon

La intermitencia de la oscuridad y el color acariciando los párpados, atravesándolos cuando se cierran para que la música haga su recorrido entre células nerviosas, músculos y tendones, el cuerpo abandonado a lo que siente, entre otros cuerpos, roces buscados, roces involuntarios, la sonrisa dibujada por el olvido de sí, las manos como mariposas, el río de pensamientos olvidados, el agua de la fiesta corriendo a su ritmo de torrente, la sensación roja a la altura del vientre o más abajo, el pelo como una medusa, flotando. Dejarse atravesar por esa fuerza es tanto un privilegio como un derecho que nunca se abandona. No hay cultura sin celebración, ni en los tiempos más duros ni en los mejores. Puede ser en la calle o en la pista, puede ser que haya palabras o ninguna, el movimiento es ritual, acuna, acaricia, arrasa. La fiesta es de quienes son capaces de volverse locxs o retornar a la infancia, no importa la edad, no importa la clase, no importa cuánto artificio se ponga en juego a la hora de la fiesta; siempre es necesaria, es imposible prohibirla porque aunque se lo haga, esa corriente encontrará sus túneles subterráneos para seguir sucediendo, a golpe de tambor o de palmas, al ritmo del canto de obreras y obreros en la calle cuando son despojadxs de todo lo demás, en los pasillos de la villa, hasta en la nave de las iglesias, en los salones y en las discos. Siempre son paganas las fiestas, aunque se las quiera devotas. Sagradas, sí, porque nadie sobrevive sin ese abandono ritual que cada tanto florece, sin la capacidad de creer aunque sea por un instante que la magia existe y que ese convencimiento crea una complicidad tan férrea como fugaz, aunque haya algo del amor compartido en ese instante que suspende el tiempo que sobreviva después. No hay nada mejor que bailar con amigxs, solemos decirnos entre quienes disfrutamos de ceremonias como esa cíclicamente para después preguntarnos cuándo es la próxima. Y en lo personal creo que hay pocas cosas mejores, salvo marchar con quienes siento parte de mi comunidad, tomar las calles que también es una fiesta, ese convencimiento de estar empujando lo posible, de estar demandando desde el cuerpo lo que se desea, lo que se merece, lo que se necesita. Pero entonces también está la música particular que anima el cuerpo más allá de la palabra porque aunque se las ponga en juego, su potencia está en la enunciación común que hace del canto una espiral que perfora cualquier cielo. Suponer una forma particular para la fiesta, pretender modelarla, creer que pueden constreñirse los excesos que supone son fantasías más fútiles que las que se ponen en juego en la fiesta misma. Pretensiones capitalistas que esculpen el deseo –y de esa escultura su eficiencia- pero no alcanzan para frenar ese otro deseo que se impone, que subyace y que precede todo otro consumo: ser parte de algo más, romper el aislamiento individual, conjurar la soledad que nos define ni bien caemos en la sequedad del mundo. La fiesta lo suspende, apaga la lucidez de la mente para alumbrar otra que el cuerpo conoce antes del lenguaje, que sólo hay que dejar fluir –aunque ese “sólo” sea a veces un desafío de titanes- sin el temor de perderse porque perderse es la gracia, un toque de varita mágica como la caricia de la luz, intermitente, entre la oscuridad y el frío de lo cotidiano, como el sol en invierno, como la muerte de la conciencia que propone el orgasmo, como el abrazo. Podrán prohibir alguna que otra forma de hacer fiestas. Mejor sería que las protegiéramos. Porque las fiestas van a continuar, se van a reinventar, se van a desbordar, van a seguir regalando ese privilegio necesario de ser otros y de ser otras, fundidas en el tiempo y en la materia, los ojos cerrados o abiertos, la sonrisa dibujada, las manos mariposas, el pelo medusa, el latido despierto a ritmo con la comunidad, buscando la comunidad.

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