La violencia de los niños y la violencia hacia los niños tienen lazos de unión indisoluble. No hay creatividad ni autonomía en una conducta agresiva en la niñez. Su violencia es siempre aprendida. Las legislaciones nacionales e internacionales que consagran derechos supremos poco han incidido en los parámetros de crianza, por lo cual el maltrato, el destrato y el abuso suelen ser elementos frecuentes que hacen al crecimiento. La subjetividad de los pequeños se va forjando a través de modelos incorporados en la cotidianeidad. Si los adultos resuelven con violencia sus conflictos, ellos irán aprendiendo que ése es el camino adecuado y lo pondrán en práctica. Frecuentemente, por otro lado, objeto de violencia el niño también recibe concesiones culposas ilimitadas. Una alternancia ilógica que no le permite incorporar pautas estables y coherentes y que, por lo tanto, desemboca en la anomia. No hay transgresión porque no hay reglas claras que demarquen conductas esperadas. La sociedad, a través de las organizaciones del Estado, sigue dando represión como respuesta a los desbordes de niños y adolescentes. Por eso los institutos siguen repletos, los reformatorios, aunque con cambios de nombre, funcionan, y los calabozos suelen ser a menudo destino de quienes, según nuestra legislación, nunca podrían ser privados de su libertad.