Viernes, 8 de diciembre de 2006 | Hoy
LITERATURA
Por Liliana Viola
La infancia es una invención moderna. Al menos, entendida como terreno de expectativas, tiempo de los juegos, de la imaginación más fantasiosa, y a la vez una etapa de posible preparación para futuros traumas o neurosis. Hasta el siglo XVIII, con los avances de la bacteriología que disminuyó la tasa de mortalidad en los primeros años de vida de la población, y con la llegada de la revolución industrial que hizo pensar en la productividad de los individuos desde temprano, niños y niñas fueron considerados adultos imperfectos. Aunque hay indicios de que incluso en la perversa Edad Media inspiraban ternura a sus progenitores, apenas aparecen en los relatos y cuando lo hacen visten ropas y actúan como personas grandes.
La Edad de Oro de la literatura infantil se proyecta durante todo el siglo XIX. Aparecen los cuentos populares de los hermanos Grimm, las invenciones de Andersen, los autores de fábulas y el increíble aporte anglosajón con las rimas de Edward Lear y la Alicia de Lewis Carroll. Desde estas primeras obras se prefigura un personaje niño o niña con dos características esenciales. Por un lado se encuentra sometido a la crueldad de los adultos —este es el caso de Cenicienta, Blanca Nieves, La Bella Durmiente y los abandonados hermanos Hansel y Gretel— y por el otro lado, la curiosidad, las ansias por jugar, las travesuras, son las herramientas que los hacen avanzar en la vida y en cada uno de los argumentos. Alicia desciende por el pozo sabiendo perfectamente que no será felicitada en su casa por hacer eso. Mark Twain, el creador de los personajes más emblemáticos de la literatura para jóvenes-Tom Sawyer y Huckleberry Finn— les otorgó picardía y cierta temeridad. Donde vieron un límite, dieron un paso.
La autonomía de niños y niñas recibe como mejor premio el pasaporte a la adultez. En el caso de los varones, su transformación en héroes y el desarrollo de su personalidad. En el caso de las niñas, su transformación en princesas gracias al beso mágico que supuestamente esperan todas.
Uno de los personajes literarios que más se ajusta a la metáfora de la desobediencia es Pinocho. El periodista Florentino Carlo Lorenzini, más conocido por su seudónimo Carlo Collodi, escribió La Historia de un muñeco que apareció en forma de folletín entre los años 1881 y 1883. Aquella historia que incluía una serie pasmosa de travesuras, terminaba con Pinocho ajusticiado. Su público infantil protestó tanto —otra travesura más— que Collodi escribió catorce capítulos más, ahora con el titulo Las aventuras de Pinocho. Si el muñeco de madera termina convirtiéndose en un niño se debe en gran parte a haber transgredido muchas normas, al afecto de su padre, y a algunas cuestiones mágicas típicas de la infancia.
La niñez, guste o no, ya está creada y el siglo XX se ocupó de apuntalarla con psicoanálisis y derechos propios, entre otras cosas. No hay posibilidad alguna de volver el tiempo atrás y por eso todos aquellos que abusan se aprovechan de su ingenuidad, no la alimentan ni la educan, se llega a la condena general. Aún hoy las palabras tristes y melancólicas que una vez dijo Pinocho nos siguen pareciendo validas “de veras que somos desgraciados nosotros, los niños; todos nos atrapan, todos nos dan lecciones; todos nos dan consejos... es como si a todos se les hubiese metido en la cabeza que son nuestros padres o nuestros maestros, a todos, hasta a los grillos parlantes”.
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