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Por Daniel Guiñazú

Mientras los futbolistas argentinos pasean su clase y su estirpe por las ligas más importantes del planeta, el básquetbol exhibe con orgullo su subcampeonato del mundo y su fresca clasificación para los Juegos de Atenas, los tenistas semana a semana arriman en los torneos más importantes del circuito internacional y llegan por segundo año consecutivo a una semifinal de Copa Davis, y el rugby y el hockey sobre césped se codean sin complejos con la elite, el boxeo argentino se hunde en su propia mediocridad. Este fin de semana renovó su frustración. El neuquino Aldo Nazareno Ríos perdió el sábado por nocaut técnico al comienzo del 10º round ante el inglés Ricky Hatton en Manchester y volvió a fracasar en su intento de conseguir un título del mundo, el de los superlivianos de la Unión Mundial, la quinta entidad en importancia de todas las que se proponen gobernar el negocio pugilístico.
Pero no es el hecho aislado de una derrota lo que inquieta sino la incesante acumulación de las mismas: en los últimos 20 meses, sobre 14 peleas válidas por campeonatos del mundo de cinco de las entidades más importantes (Consejo, Asociación, Organización, Federación y Unión), los boxeadores argentinos ganaron 5 (tres veces Narváez, una Chacón y una Velazco), igualaron 1 (Narváez ante Sarritzu) y perdieron 8 (Balbi 2, Castro, Martinet, Chacón, Barrios, Velazco y Aldo Ríos).
Y no es todo: si el recuento en el mismo lapso abarca los combates por títulos de organismos menores o sin campeonatos de por medio realizados en EE.UU., Europa, Sudáfrica y Australia, la estadística mete miedo: sobre 106 enfrentamientos, se registraron 30 victorias, 4 empates y 72 derrotas con un agravante: en lo que va del 2003, de 62 peleas más allá de nuestras fronteras, los boxeadores argentinos sólo consiguieron 13 triunfos, 1 empate y 48 derrotas, con un dato a tener en cuenta: la mayoría de esos triunfos fue obtenida por pugilistas que hace rato que están radicados en el exterior (Guillermo Saputo, Omar Weis, Lisandro Díaz, Néstor Paniagua, Carlos Baldomir y Pablo Sarmiento, entre otros).
Es cierto: no se puede pretender ganar siempre. Pero tampoco es aceptable perder siempre. Y, a partir de estos datos, es posible preguntarse: ¿está el otrora orgulloso boxeo argentino condenado a un destino irreversible de cabotaje? ¿Es competitivo hoy día en el primero y aún en el segundo nivel internacional? Las contestaciones duelen: sí en el primer caso, no en el segundo.
La realidad no le hace concesiones al desaliento: falta de todo, por empezar conciencia de que peor no se puede estar. Y todo eso que falta puede sintetizarse en una sola palabra: profesionalismo. En la medida en que el boxeo argentino no recupere su autoestima y su memoria histórica, en la medida en que no vuelva a haber entrenadores capaces de transmitir conocimientos de verdad, boxeadores con ganas de entrenarse todos los días y de pelear todos los rounds, managers con una visión más amplia que la de llevarse un porcentaje más o menos suculento de la bolsa de sus pupilos y dirigentes dispuestos a hacer cumplir los reglamentos al pie de la letra y no a buscar un atajo para eludirlos, continuará pasando esto que pasa: seguirán cayendo las derrotas como lluvia negra mientras que las viejas glorias se achican en el tiempo hasta convertirse en un punto irreconocible del pasado. Antes, ganando o perdiendo, al boxeo argentino en todas partes se lo miraba con respeto. Ahora, perdiendo, siempre perdiendo, una mirada piadosa disimula el dolor de ya no ser.