Domingo, 3 de julio de 2005 | Hoy
NADA TAN INTENSO COMO LA ADOLESCENCIA. Y MáS AúN, FEMENINA.
Chicas serias
Maxine Swann
Emecé
254 páginas
Por Laura Ramos
¡Oh, los internados de chicas! ¡Cuántos misterios esconden! El internado de chicas condensa, en su iconografía lúgubre y sonrojada, en su tono claustral, los secretos, las ambigüedades y la morbosidad de los ritos de pasaje de las niñas literarias. El pensionado inventa, o reinventa, la orfandad como estado de ánimo, el crepúsculo como escenografía. Chicas serias se inscribe en el espíritu de los clásicos libros de internados y, en términos más contemporáneos, en el género “literatura de chicas”, escrito sólo para chicas (o para fisgones amigables y pervertidos). El pensionado, ubicado en los márgenes de un pueblito próximo a Nueva York, alberga a nueve chicas vestidas con túnicas azul cobalto que emulan el uniforme de tela marrón de las internas del Lowood de Jane Eyre. Porque, ¿es preciso decirlo? Todo, todo sucede después de las Brontë (y de Silvina Ocampo).
Las heroínas de Maxine Swann (¡Swann!) son seres anómalos, fuera de lugar, dislocados del orden escolar al que deberían pertenecer. La producción misma del libro es anómala: está escrito originalmente en inglés por una joven norteamericana que vive en Buenos Aires. El paisaje del Hemisferio Norte, los inviernos helados, el lenguaje neutro de la traducción, los pinos cubiertos de nieve exhalan un aire de extrañamiento que no es ajeno al extrañamiento que persigue a las muchachas como una nube gris y obstinada.
Como toda chica que pasó tiempo en pensionados, son éstas expertas en mujeres y en languidez. Podrían obtener un diploma en languidez, suspendidas en un tiempo cuyo goce es el tedio, las caminatas, los pensamientos. Podría llamarse también Une amitié amoreuse, ya que no puede dejar de tratar del enamoramiento entre chicas, de los roces, y sobre todo, de la contención, de la suspensión interminable del placer, de la turbación propia de su estado de tránsito. Sus deseos son deseos de complicidad, de arrogancia, de desdeñar a las otras, de hacer pactos de sangre à la David Cooperfield y Steerforth, Jane Eyre y Helen. Como empalidecidas artificialmente, están enamoradas de Heathcliff y del señor Rochester (otra vez las Brontë), y también de Madame Loup, la profesora de francés. Las chicas hacen de amigas, de amantes, pero su amor sáfico y pudoroso tiene un propósito que se empecinará en no desaparecer en todo el volumen: la experiencia a cualquier precio. Por eso es también, sin saltearse ningua ración del banquete –a veces rancio, o putrefacto, o envenenado– una novela de iniciación.
Fleur Jaeggy, otra especialista en internados, dice que la juventud es el momento en que se anida la ruina. Con ese espíritu, y sin que les importe, las chicas deciden irrumpir en la realidad. Improbables personajes de la posfeminista Judith Butler, entienden que para constituirse como mujeres deben actuar: su búsqueda de hombres es una decisión política. No esperan su destino, van en su busca. Con altivez y humildad. A su manera, cada una se ve sometida al pánico y la fascinación de la anatomía masculina.
Su tenaz decisión de llevar una vida interesante, aun a expensas de la felicidad, subvierte la noción de enamoramiento, excusa la humillación y el vaciamiento de sí misma. Con la incertidumbre y el terror –la dicha– de no saber qué va a pasar en el futuro, su aventura termina, o comienza, en este tramo de su adolescencia idílica y desesperada.
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