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Domingo, 3 de julio de 2005

¿Dónde estabas tú?

Novela ganadora del premio La Nación-Sudamericana, El desierto es la nada complaciente reflexión sobre las responsabilidades individuales y colectivas bajo las dictaduras más sangrientas.


El desierto
Carlos Franz
Sudamericana
472 páginas

 Por Patricio Lennard


Sería fácil decir que El desierto, la novela del chileno Carlos Franz que ganó el premio La Nación-Sudamericana, se inscribe en ese movimiento colectivo que no hace mucho comenzó a consolidarse en su país de origen: el procesamiento social de los significados posibles del régimen pinochetista. Si de la literatura depende, en parte, la comprensión de lo que llamamos historia, el texto de Franz hace lo propio cuando se pregunta si la inacción de una sociedad ante el terrorismo de Estado sólo se justifica en el miedo, o si también se explica en la indiferencia y la culpabilidad de sus integrantes. Un dilema del que el autor se vale para escarbar en las llagas de una historia que, en cierto modo, aún está por escribirse.

“Los monstruos dormidos de la memoria” de Laura comienzan a desperezarse cuando decide volver –tras veinte años de exilio en Alemania– al pueblo en el que siendo muy joven ocupó el cargo de jueza, y en donde poco después del golpe que derrocó a Salvador Allende vio llegar un destacamento militar al mando del mayor Cáceres con el designio de fusilar y hacer desaparecer a prisioneros políticos. Su regreso al Chile de la transición democrática, para hacerse cargo nuevamente de su puesto, le significará no sólo reencontrarse con esa comunidad que se ha empeñado en negar los hechos del pasado, sino también desandar el camino que antes emprendió su hija con el fin de buscar las respuestas que su madre le negó durante años.

“¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?” es la pregunta que martillea la conciencia de la protagonista, y que Claudia escribe en una carta que le envía desde Chile con la intención de saber qué hizo ella como jueza mientras los militares cometían sus atrocidades. Y es en la extensa respuesta que Laura redacta antes de su viaje (y que arma, en El desierto, un contrapunto narrativo con el relato de la vuelta a su patria) donde el nudo gordiano comienza a deshacerse. El fantasma del mayor Cáceres reaviva así el recuerdo de un pacto oscuro que ambos entablaron, luego de un episodio en el que Laura es torturada y forzada a delatar a un prófugo del campo que los militares montaron en su pueblo. Un pacto a través del que Franz rescribe –en clave de chantaje– las relaciones eróticas entre torturador y torturada, y en el que Laura acepta entregarse a su verdugo a cambio de que no siga matando prisioneros.

Si bien el autor –que publicó las novelas Santiago Cero (1990) y El lugar donde estuvo el Paraíso (1996), y cuya prosa abreva en la de Graham Greene, Julian Barnes y Ian McEwan– transita ciertos tópicos presentes en las narrativas de la “guerra sucia” (el exilio, el repaso del pasado personal y social anterior a la partida, el denominado “síndrome de Estocolmo”, etc.), el hecho de que El desierto sea –según él– una “novela de ideas” la aleja de la trampa del lugar común que la historia y la literatura tienden en esos casos. Cuando Laura discurre sobre qué significó para ella encontrarse de pronto con el deber de hacer justicia con leyes injustas, la filosofía política hace su ingreso en el texto para abrir una reflexión sobre el Estado totalitario. Una reflexión que se inscribe, a su vez, en la primera causa con que la jueza se topa al recobrar sus fueros, y en la que un joven abogado denuncia –entre otras cosas– la existencia de una culpa colectiva en “la normalidad que rodeó a lo perverso” aquellos años. Allí, Franz pone el ojo en uno de los atolladeros que tiene la memoria: el de las responsabilidades morales y políticas de la sociedad en su conjunto. De una nación cuyo epítome se forja en ese pueblo inhóspito, reseco, que el autor llama Pampa Hundida. El desierto, de este modo, se preocupa por dar cuenta de las líneas de contacto entre el centro de desaparición de personas y la comunidad que lo rodea, ensayando una microfísica del poder a la sombra del terrorismo de Estado. Y es la participación activa o pasiva de sus integrantes (del médico que examina a los fusilados y prescribe o no el tiro de gracia; del periodista que acepta la censura; del cura que asiste espiritualmente a los prisioneros; de los que hacen oídos sordos a los disparos que retumban en la calma matutina) lo que permite adentrarse en una “zona gris” en que las responsabilidades se confunden y se vuelven recíprocas. Una zona en que la culpabilidad de las víctimas es “la más oscura forma en que el poder logra perpetuar sus afrentas”.

La pugna que se narra en El desierto entre Laura y su hija es, en realidad, la de dos generaciones. “Parece que los únicos dispuestos a enfrentar el pasado en este país somos quienes no lo vivimos”, le enrostra en un momento Claudia a su madre. Y lo hace situada frente a esa tragedia (en cuya mención redunda la novela) que en el presente se repite como farsa, y que para el narrador condena a los hijos de la dictadura a buscar sus banderas en el pasado de sus padres, a falta de nuevos y mejores ideales. En ese arco en que la literatura se torna para Franz una herramienta útil para revisar lo hecho por la sociedad durante y después del pinochetismo, se trasluce la ambición que inflama El desierto. Una ambición que sólo los meandros de la historia literaria podrán determinar si fue o no cumplida: la de ser la gran novela de la dictadura.

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