Domingo, 3 de julio de 2005 | Hoy
Las marcas de la guerra y el nomadismo en una novela de estilo llano y fuerza arrolladora.
Vía férrea
Aharón Appelfeld
Losada
195 páginas
Por Juan Pablo Bertazza
En Dulce y melancólico de Woody Allen, Emmet Ray, legendario guitarrista de jazz que encarnaba soberbiamente Sean Penn, entre concierto y concierto, y buscando huir de su genialidad, siempre se hacía un tiempo para ir a ver los trenes, que encerraban –para él– un mensaje oculto que no entendía pero que lo fascinaba.
A partir del Holocausto se estableció, sin duda, una relación compleja y escabrosa entre los trenes y el pueblo judío, a partir de aquellos vagones de ganado, que hasta el final siguieron arrastrándose por la noche europea con la carga humana que se ahogaría en las cámaras de gas de Auschwitz o Treblinka. Y así como la experiencia del Holocausto consistió en una vivencia de lo fúnebre después de la cual “ni la muerte ni la resurrección asombran”, Edwin Siegelbaum, protagonista de la novela (y alter-ego de Aharón Appelfeld, el escritor nacido en Czernowitz en 1932 y que emigró a Israel en 1946, donde reside actualmente), sobreviviente él mismo de los campos de exterminio y fugitivo de uno de aquellos trenes, no puede abandonar la vía férrea que lo condujo a ellos. Y lleva 40 años de una vida nómade viajando en otros trenes, como un exponente (como una sinécdoque, esas audaces partes que asumen la representación totalizadora) del imaginario del pueblo judío; nomadismo y no-lugar en el mundo. Respondiendo así a la alegoría que a su pesar lleva a cuestas, desciende una y otra vez en ciudades europeas donde busca libros, candelabros y cualquier cosa que le permita reconstruir la cultura judía. Y combate al peligroso enemigo de la melancolía que siempre asedia escuchando buena música –obviamente algo de Emmet Ray–. Y cuando aparece alguna que otra compañía con quien parece disfrutar más que nada del sonido del silencio, debe leerse como una evocación de Theodor Adorno: pese a que es necesario echar mano a todo canal de expresión, siempre habrá una cuota de lo inefable a la hora de narrar Auschwitz.
Totalmente alejado del ángulo testimonial de Primo Levi, Aharón Appelfeld, quien presenció en uno de los campos la muerte de su madre, y –por qué no agregarlo– es un buen escritor como así lo demuestra el Premio Nacional de Literatura israelí que obtuvo en 1999, logra transmitir con un estilo complejo pero llano en su lenguaje (que no sólo hace rememorar a Kafka sino que se le asemeja en calidad), el irremediable absurdo de un pueblo marcado a fuego por la crueldad en estado puro y condenado a sentir culpa hasta por sobrevivir o ejecutar una justa venganza. Por eso resultan irrisorias las críticas que le achacan a Vía férrea un supuesto maniqueísmo reduccionista entre judíos y antisemitas: determinados tópicos sólo pueden y merecen ser pensados –y en especial literariamente– en términos de blanco o negro, y probablemente allí se encuentre la verdadera mirada, la mirada de lo justo.
Porque no es sólo el Holocausto el absurdo puntual que permea la condición sino la tragedia de lo que se repite. Como Sísifo, condenado por los dioses a causa de su astucia a empujar perpetuamente una piedra gigante hasta la cima de una montaña, para que inevitablemente volviera a caer y él tuviera que volver a buscarla, lo que vive el protagonista de La vía férrea es la filosofía del absurdo. Albert Camus decía que –finalmente– había que imaginar a Sísifo feliz. En todo caso, concedamos que Edwin Siegelbaum le gana una batalla a la melancolía cuando hace que el traqueteo constante del tren desvaríe un instante para poder darle dos balazos a Nachtigal, un esbirro de las SS que fue el verdugo de sus padres. No hablemos de felicidad pero sí de cierta satisfacción cuando la venganza se disfruta como un plato frío. Y se hace justicia, y los genocidios son al fin condenados sin estúpidas restricciones como las que algunos quisieron dibujar con el nombre de obediencia debida o punto final.
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