Domingo, 29 de mayo de 2016 | Hoy
FAN › UN DIRECTOR DE TEATRO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: JUAN PABLO GóMEZ Y EL DíA DE LA MARMOTA DE HAROLD RAMIS
Por Juan Pablo Gómez
Odio la rutina. Odio el transcurrir monótono de los días de trabajo con sus tareas sucediéndose unas a otras. Sus pequeñas diferencias me parecen señuelos de superficie. Por debajo los días son de una identidad monolítica. Sé que hay gente que ama sus rituales cotidianos. Lo sé y los envidio profundamente. A mí lo cotidiano me da ansiedad y me aburre a la vez. Siempre quiero que pase algo más. No se qué, pero “más”. Toda mi vida estuvo apuntada siempre a que los días se parezcan lo menos posible los unos a los otros. Es un poco infantil lo sé, pero me pasó siempre y me sigue pasando ahora pasados los 40. Creo que es una de esas cosas que me va a acompañar toda la vida. Me pasa también que muchas veces, ante situaciones en que me hubiera gustado prevenir algún sufrimiento, actuar de otra manera o tener a mano una respuesta más ingeniosa, fantaseo con volver el tiempo atrás y, máxima paradoja e imposible an-helo, actuar ayer sabiendo lo de hoy.
Un día que se repitiera eternamente sería, para mi, la peor pesadilla. Pero exactamente de eso se trata mi película favorita, la noventosísima El día de la marmota. La debo haber visto unas veinte o treinta veces en los últimos veinte años. Hablando de rutinas, es muy difícil que la encuentre en la televisión y no me quede a verla.
El argumento es más sabido que la tabla del 2 pero nunca me cansa y no pierde jamás su vuelo filosófico: el gran Bill Murray es Phil Connors, un resentido reportero meteorológico que cada febrero acude al pequeño pueblo de Punxsutawney para retransmitir el comportamiento de una marmota que determina cuánto tiempo queda hasta que termine el invierno. Esta tradición es justamente el Día de la Marmota del título. Phil Connors odia su trabajo, siente que está para otra cosa y no pierde oportunidad de demostrarlo. Lo que no imagina es que, a causa de una tormenta de nieve, deberá pasar la noche en el pueblo y que, a la mañana siguiente, tendrá que volver a vivir el mismo día. Una y otra vez. Cada mañana cuando despierta con la radio pasando a Sonny and Cher cantando “I Got You, Babe”, Phil descubre con horror que está en el mismo punto, que durante la noche la púa del tiempo ha saltado nuevamente y que se encuentra otra vez en el día anterior: el mismo exacto día y se cruzará con las mismas personas que le dirigirán las mismas exactas palabras. La película acepta esto y pasa de largo. No es que no sea central. Es “el” evento del film y una forma hermosa de mostrar la máxima hamletiana: “Time is out of joint”. Pero no se pierde tiempo narrando la incredulidad del protagonista si no que elige concentrarse en como Murray/Connors lidia con eso. Y Murray lo hace a lo grande. Pasando desde la impunidad de sentirse el último hombre sobre la tierra hasta el negro pozo de la desesperación de no poder compartirlo con nadie.
La película me la hizo ver mi hermano. Cumpliendo esa sagrada tarea de contrabandista mayor, que cumplen todos los primogénitos que hacen bien su trabajo, se encargaba de pasarme, como si fuera la ropa que ya le quedaba chica, los descubrimientos que iba haciendo. Me enseñó a compilar música en TDK’s amorosamente rotulados que juntaban a los Ramones con Simply Red (una yunta que ninguna antología seria soportaría y que yo hacía a medias porque no me daba la paciencia) y a rebobinarlos con una birome para no gastar pila, a coleccionar comics, a leer a Raymond Chandler y a J.H. Chase (que fueron la entrada a Stephen King, desvío que tomé solo y bajo la responsabilidad de mis alucinados doce años). Decía que después de todo eso, Pigu se volvió cinéfilo perdido y empezaron a caer las recomendaciones. En el 95, fecha de la que estamos hablando, todavía se podía recorrer por horas los videoclubes, como bibliotecas de vhs y mirar portadas, leer fichas técnicas y asociar afiches y directores. Los dos lo hacíamos, yo prácticamente sin salir de la sección Terror que durante la adolescencia hizo que junto a un amigo “agotáramos” las existencias de cuatro videoclubes de la zona. No estoy exagerando.
Pero volviendo al Día de la Marmota, como siempre que me recomendaba una película sobre la cual yo podía tener alguna objeción, me dijo “Es redondita”. Eso, en el lenguaje de mi hermano quería decir “Es yanqui y medio ñoña pero con un guión de fierro”. La realidad es que mi hermano estaba perdidamente enamorado de Andie MacDowell y no se perdía ninguna peli donde ella estuviera. A mí ella me parecía medio sosa y eso generaba debates que jamás hubieran tenido lugar en un Cahiers du Cinema pero que entre nosotros deli-mitaban posiciones irreductibles. La grieta. Yo moría por Michelle Pfeiffer que tenia mucho más sex appeal y el otro se embelesaba con la ñoña de MacDowell. Es una de las pocas cosas en las que no hemos llegado a acordar con los años.
Por suerte estaba él: Bill Murray. El actor que Samuel Beckett querría para todas sus obras si lo hubiera conocido. De lo más ruin a una inocencia infantil, Murray pasa por todos los estados y todas las vidas posibles mientras trata de encontrarle la vuelta a ese mundo que se ha vuelto tercamente igual a sí mismo.
Como sea, ya dije que la película encarna mi peor pesadilla. Lo que no dije es que también encarna mi mayor sueño de redención. Murray descubre que su tarea en ese mundo monótono, que se repite como un idiota, es ayudar a los demás. Prever los sufrimientos y anticiparse a que ocurran. Como dice en un momento: “Dios es alguien que sólo ha estado aquí el tiempo suficiente”. Se convierte en el guardián en el centeno: escondido entre los altos pastos ataja a los niños que corren hacia el precipicio. Corre una loca carrera hacia atrás en un tiempo dislocado y ya no se pregunta qué ha pasado ni que pasará. Yo también siento que ya he estado aquí el tiempo suficiente. Estoy aquí y ya que estoy mejor hago algo bueno con todo esto.
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