Domingo, 29 de mayo de 2016 | Hoy
ARTE > SANTIAGO VILLANUEVA
En su más reciente muestra, O descifras mi secreto o te devoro, Santiago Villanueva montó un pequeño museo con obras de Eduardo Barnes, Enrique de Larrañaga, Raúl Rossi, Orlando Pierri, Ernesto Scotti y Bruno Venier. Todos artistas argentinos de los años 30 y 40, olvidados, intencionalmente borrados: después de la caída de Perón, fueron considerados parte del pasado proscripto. Villanueva compró casi todas sus obras en Mercado Libre; la muestra no sólo les da visibilidad sino que formula una relectura del peronismo como problema artístico y refleja un movimiento pendular en el arte local: el afán de internacionalismo acompañado del descrédito de artistas señalados como parte de un período político oscuro que debe ser dejado atrás.
Por Claudio Iglesias
“Internet es un lugar vasto, con un montón de espacio”, escribió el usuario Impaciente en la declaración de principios de la Association for Deletionist Wikipedians. El comentario se inscribe en el pico de las guerras editoriales de la enciclopedia online, en 2008, cuando sus polémicas llegaron a los diarios de papel y al sillón de trabajo de la filósofa francesa Barbara Cassin. Impaciente y sus pares pugnaban por borrar artículos de la enciclopedia o sugerirles que se muden a otro tipo de reservorios de datos con contribuciones de usuarios, en ese lugar vasto que es internet. La lista de temas a borrar: personajes secundarios de animé, escuelas primarias y secundarias, páginas web con colecciones de citas de escritores. “La mayor parte de las cosas no son notables”, era el frío credo de estos borradores seriales. El debate mismo, con el tiempo, fue cayendo en la irrelevancia.
Eduardo Barnes, Enrique de Larrañaga, Raúl Rossi, Orlando Pierri, Ernesto Scotti y Bruno Venier son los protagonistas de la última muestra de Santiago Villanueva, O descifras mi secreto o te devoro. No son justamente los artistas argentinos más famosos. Los tres últimos eran artistas del grupo Orión, que vio la luz en 1939, de la mano del crítico Ernesto Rodgríguez. Rossi era considerado un “sensible” y su género favorito fueron las naturalezas muertas. Larrañaga fue un pintor de bajos fondos, circos y numerosos payasos. Villanueva adquirio casi todas las obras en Mercadolibre, a muy bajo precio. Pintó las paredes de la galería de un color ferroso, colegial, dejando una brecha blanca antes del techo. Interpuso una pared en diagonal en el espacio vacío del antiguo galpón de Isla Flotante. Sobre cada lado de la pared apoyó un juego de muletas, de sentido enigmático. Y en un rincón pegó seis textos de su autoría, aunque con frases inequívocamente robadas, como textos de sala. Armó así un pequeño museo, reivindicatorio y efímero, que se propone volver a echar luz sobre seis figuras algo enigmáticas y el manto de desconocimiento que las rodea. La hipótesis subyacente es que la historia de este desconocimiento es una historia de barbarie.
Quien mejor lo ejemplifica es Larrañaga, representado en la muestra por uno de sus payasos. En 1956 falleció, después de autoadministrarse una sobredosis de morfina inyectable. Ese año, del que se cumplen ahora cincuenta años, estaba siendo feísimo. Con el golpe de estado del año anterior, el sector de la cultura comienza una purificación acelerada del tipo de arte popular, arrabalero y reacio al progreso al que propendían Larrañaga y sus amigos (con la convicción de que el arte no puede progresar solo, sin una sociedad que acompañe). La costumbre de la morfina, que en general recrudeció en el final de su vida, extrañamente lo acercó al universo de los payasos. Es el circo que ve en su mente el chiquilín callejero, con los ojos entrecerrados, sustrayéndose por un momento a la dura lucha por la vida. Sus payasos, sin que cause sorpresa, son tristísimos.
La sobredosis de Larrañaga coincide con un momento epocal oscuro para sus ambiciones de un costumbrismo popular, franco y risueño, un concepto de arte enraizado en el bodegón y el suburbio, capaz de mirar la sociedad de abajo hacia arriba. El ambiente cultural porteño, desde la Revolución Libertadora, se lanza a un programa de “apertura estética” y modernización acelerada que iba a dar sus frutos en la década siguiente. Y su impulsor fue el flamante director del Museo de Bellas Artes, el hombre que había estado largos años barruntando su resentimiento en la revista Ver y estimar: un regordete calvo y de anteojos llamado Jorge Romero Brest. Aquel año fatalmente par, le es concedida también la organización del envío argentino a la bienal de Venecia. Romero Brest se lo toma como una revancha personal, tan dura en sus términos que merece citarse: “El país acaba de pasar por una dura prueba: más de diez años de una dictadura que, además de entorpecer el progreso social y diezmar la economía, trató de aniquilar el espíritu por todos los medios posibles, tergiversando la historia, enalteciendo falsos valores y fomentando bajos instintos. Lo que significó un encerramiento suicida. Pero las fuerzas vitales no estaban agotadas, como lo prueba la magnífica Revolución Libertadora de setiembre, que le permitirá volver a ponerse a tono con los países civilizados del orbe y, en el campo del arte plástico, esta exposición que revela cuales han sido los esfuerzos de los jóvenes pintores y escultores para hablar el libérrimo lenguaje de la modernidad.”
Y así fue como los artistas del grupo Orión y sus afines cayeron en una mezcla de descrédito y olvido, repentinos exponentes de un tiempo oscuro que debía erradicarse de la historia. En esta época es que el Museo de Bellas Artes compra todas las obras de segunda o tercera importancia de artistas internacionales, símbolo de la codiciada apertura que en la historia del arte argentino, con sus zigzagueos políticos, sus modas acádemicas y sus bajos precios, es muy reiterativa y frecuente. Al poner luz sobre este momento formacional, Villanueva da con una raíz duradera. Cambiando los nombres y las caras, 1956 podría ser 2016; Romero Brest podría ser el permanente afán internacionalista sin sustento ni largo plazo; el grupo Orión podrían ser los desdichados de una cultura artística para la que la fuga de cerebros y la expatriación de obras importantes es un continuo motivo de orgullo.
Villanueva ya se había metido anteriormente a hacer muestras de sesgo historiográfico: 1930, su muestra de 2011 en La Ene (ya reseñada en Radar) hacía un alarde de erudición al concentrarse sobre la muestra Novecento Italiano que se presentó el año del título en Buenos Aires. En 2013, con menos foco, presentó una colección de obituarios periodísticos Pero nunca antes sus rémoras con el pasado tenían visos de diagnóstico. El perfume del ‘55, el rescate de los artistas olvidados y la hondonada que separa la representación de un arte afianzado en su contexto de los mecanismos institucionales capaces de reproducirlo parece, antes que otra cosa, una mala promesa sobre el futuro del arte contemporáneo en un barrio, La Boca, que era cuna de pintores y que ahora apura su gentrificación como polo artístico, presa inocente de la igualación del desarrollo cultural y el desarrollo inmobiliario. Con estos artistas del bodegón y la revista Continente, artistas populares, del barrio y para el barrio, los sueños admonitorios de una cultura artística actual y globalizada, que conservan la hegemonía indiscutida desde 1955 quedan por un rato en veremos. El peronismo, que en tantos relatos historiográficos no fue más que un enemigo endemoniado del arte concreto y de la cultura vanguardista, en la muestra de Villanueva queda reivindicado, sin embargo, como un enemigo endemoniado del arte concreto y de la cultura vanguardista. El esfuerzo de Villanueva trata de reunir en una sola oración al peronismo y al surrealismo. Pero las obras no reaccionan con ganas ni respaldan la iniciativa. Mucho más cerca quedan Larrañaga, Rossi y los artistas de Orión de las tradiciones figurativas del arte popular o naïve, con un profundo acento español (Larrañaga tiene mucho de Sorolla) y un buen reservorio de tradiciones académicas italianas. Venier ocasionalmente salta fuera de la figuración, pero su compromiso con el surrealismo siempre es magro, mucho más si pensamos en los grandes exponentes de esta corriente en los años 1930: Berni, Spilimbergo o incluso Raquel Forner. Más que en las obras, la relectura del peronismo como problema artístico vigente está resuelta en un texto de María Granata sobre la figura del niño en el arte argentino, que Villanueva reimprimió para el sexto número de la revista Tradición. El texto es casi el catálogo de la muestra y es el eje en el que se referencian los otros textos presentados en la pared. El niño no es sinónimo de alegría en el arte argentino, dice Granata, sino de tristeza. Así entendido, todo el arte argentino es peronista, puesto que se basa en la compasión y la percepción de una tristeza (la injusticia social). Los religión de los débiles no necesita brillo internacional ni actualización alguna, sino simplemente un pensamiento capaz de expresar la conciencia del caído, del triste, del olvidado. Allí están las muletas (dos pares) que Villanueva apoyó en las paredes para refrendar una idea de Larrañaga que podría ser de César Aira: que el arte incluye a todos, incluso a los malos.
Sin embargo, estas representaciones no son en algún punto más que caricaturas. Una relectura del arte argentino que pueda discutir seriamente la impronta romerobrestiana en las representaciones del canon, o aunque sea parcialmente desnudar su compromiso con formaciones políticas regresivas, queda todavía lejos de la óptica y del alcance de la muestra. Villanueva, entonces, se parece a esos fans de Wikipedia que insisten e insisten con los personajes secundarios de Star Trek, despertando el odio de los deletors. Pero no queda claro si su afición acérrima por un canon recalcitrante e íntimo no es, más que el testimonio de un fan, la obra descarnada de un troll.
O descifras mi secreto o te devoro de Santiago Villanueva se puede visitar hasta el 2 de julio en galería Isla Flotante, Avda. Don Pedro de Mendoza 1561. Los sábados de 15 a 19 o con cita previa a [email protected].
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