Domingo, 29 de mayo de 2016 | Hoy
CINE > RAúL RUIZ
La filmografía del chileno Raúl Ruiz es tan extensa como única. Y entre sus magníficas películas más recientes se destaca la obra maestra Los misterios de Lisboa, producida en 2010 y que recién se estrena comercialmente en Buenos Aires gracias al esfuerzo personal del cineasta argentino Daniel Rosenfeld, que decidió distribuirla. Basada en la novela de 1854 de Camilo Castelo Branco, es la primera película de Ruiz hablada en portugués, dura más de cuatro horas y tiene una estructura que se ramifica, llena de derivas, dramas humanos, personajes atormentados y licencias poéticas. Su llegada a las salas locales coincide con una retrospectiva en Francia con más de 75 de sus títulos que, sin embargo, no es exhaustiva porque varias de las películas de Ruiz se han perdido y otras son casi imposibles de restaurar: no hay nadie que haya visto la totalidad de su obra, quizá ni siquiera él mismo.
Por Diego Brodersen
A veces, pasan cosas buenas. Muy buenas. El estreno de Misterios de Lisboa por estas latitudes es, indudablemente, una de ellas. Su retrasada exhibición comercial (fue producida en 2010 por el legendario productor portugués Paulo Branco) es un verdadero acontecimiento cinematográfico, al cual le cabe la vieja máxima que reza sabiamente “más vale tarde que nunca”. Su director, el chileno Raúl Ruiz (un chileno sin fronteras, como lo definió alguien hace un tiempo), murió hace casi cinco años y esta obra de envergadura –por su ambición, logros y duración– es uno de los títulos finales de una filmografía tan extensa (¿inabarcable?) como única. La última visita del realizador a Buenos Aires fue en abril del año 2009, acompañando un homenaje a su carrera que se llevó a cabo en el XI Bafici. En conversación con Página/12, Ruiz detallaba en aquel entonces las intenciones de su inminente proyecto: “Paulo Branco va a producir mi próxima película, con un presupuesto importante para los estándares europeos. ¿Conoce Pulp Fiction? Pues bien, Pulp Fiction es a las pulp fictions lo que esta película va a ser a las telenovelas. Es una especie de quintaesencia de las telenovelas, basada en Los misterios de Lisboa, de Camilo Castelo Blanco. Por primera vez conseguí hacer una película en lengua portuguesa, un idioma muy bonito que además se lleva muy bien con el cine, una lengua elusiva, en la cual las cosas no se dicen nunca frontalmente, sino lateralmente y al pasar, lo cual crea complejidades suplementarias a los diálogos. ‘Me muero de pena’, por ejemplo, puede querer decir todo lo contrario”.
Las cosas buenas, a veces, no ocurren casualmente: alguien debe empujarlas, motorizarlas, llevarlas a cabo. Misterios de Lisboa llega a la cartelera porteña gracias al esfuerzo personal del director argentino Daniel Rosenfeld (La quimera de los héroes, Cornelia frente al espejo), en un caso atípico de distribución individual, independiente en un sentido etimológico. Consultado por Radar acerca de esta decisión, que se intuye personal, casi íntima, Rosenfeld admite que “el productor Paulo Branco, con quien estoy trabajando en una película que voy a dirigir, me contó que nadie en Argentina se había animado a estrenar la película de Ruiz. No me dedico a la distribución, pero la experiencia que gané con mis películas, especialmente en la distribución de Cornelia frente al espejo y La calle de los pianistas, me animaron. ¡Esta película tenía que verse en una sala de cine! La exhibición y la creación de audiencias es el gran objetivo de todos los que hacemos cine. Si se trabaja bien hay público para todas las películas”. Mientras aquí, en la Argentina, podrá verse desde el próximo jueves esta particularísima adaptación de una novela casi olvidada del siglo XIX, en Francia –donde Ruiz realizó una fracción importante de su obra, cambiando su Raúl original por el afrancesado Raoul–, la Cinémathèque française viene llevando a cabo, desde hace un par de meses, una retrospectiva de más de 75 títulos, incluyendo algunos de sus films tempranos en Chile (Tres tristes tigres, Nadie dijo nada, Diálogos de exiliados), varios de los títulos más reconocidos de producción europea (Genealogías de un crimen, El tiempo recobrado, La comedia de la inocencia) y rarezas varias, como su serie documental Cofralandes. No es integral ni exhaustiva, ni puede serla: varios títulos se han perdido y nunca han sido recuperados y otros están en un estado lamentable de conservación. Tal vez, en el futuro, mediante nuevos esfuerzos –esta vez, internacionales–, el ingente legado de Ruiz pueda ser admirado en su totalidad. Y surjan especialistas en el cine de un realizador del cual muy pocos, o casi nadie –tal vez ninguna persona, ni siquiera Ruiz mismo–, puede afirmar que ha visto absolutamente todas sus películas.
La novela en tres volúmenes Os Mistérios de Lisboa, del escritor portugués Camilo Castelo Branco, fue publicada por primera vez en 1854 y, quizás por tratarse de uno de sus primeros textos, no suele figurar en el canon de sus obras más famosas. Con un estilo literario que es deudor tanto de Balzac como de ciertos “romances” poco encumbrados pero muy populares por aquellos tiempos, las páginas relatan más de una docena de historias interrelacionadas, a partir de una voz seminal: la del joven bastardo Pedro da Silva, criado por un sacerdote en una escuela religiosa de Lisboa, que luego le cederá el sitial de honor a muchas otras. La adaptación encarada por Ruiz y el guionista Carlos Saboga, como ya había ocurrido en su particular versión de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, es, al mismo tiempo, fiel y traicionera. Ruiz fue siempre consciente de la imposibilidad y la inutilidad del respeto textual a las fuentes literarias; el cine es otra cosa, se rige por otras reglas, es un animal de una raza completamente diferente. Misterios de Lisboa toma el esqueleto básico del libro y lo traspone, recrea y reinventa en pantalla a partir de un estilo visual engañosamente frontal, laberíntico y barroco, a mitad de camino entre la reconstrucción de época y la creación de un universo paralelo. En realidad, vale aclarar que existen dos Misterios de Lisboa. Por un lado, la que circuló por festivales de cine y fue estrenada en Europa (y que es la que podrá verse en nuestro país), de 272 minutos de duración; cuatro horas y media que no resienten el cuerpo del espectador pero que –cortesía para diversas fisiologías– son exhibidas con un intervalo que las divide en dos mitades. La otra, que sólo pudo verse en la televisión portuguesa en formato de miniserie de seis capítulos, suma apenas una hora más de metraje e incorpora escenas que de ninguna manera alteran el relato o tergiversan la línea dramática de la otra versión.
“Los personajes de Misterios de Lisboa son víctimas, perfectos ejemplos de la vertiginosa movilidad social del siglo romántico que inventó la estética del suicidio y los derechos de autor, el culto a los cementerios y a las ruinas, la revolución del librepensamiento, el culto a las Edades Medias y la era industrial. Y tal como en ellas, las intrigas de Misterios de Lisboa entran y salen del sistema narrativo propuesto por Camilo, se enredan en su propio laberinto, relatando hechos improbables que usted termina dudando”. Estas declaraciones de Ruiz a la publicación chilena La fuga dan cuenta de su alambicada estructura, que puede conjugar el recuerdo de aquel film dirigido en 1965 por Wojciech Jerzy Has, El manuscrito encontrado en Zaragoza. Pero si la película polaca encastraba sus múltiples cuentos como si integraran un dispositivo de espejos enfrentados o, mejor aún, un juego de cajas chinas, donde la multiplicidad se da de manera fractal y, por lo tanto, infinita, en el caso de Misterios de Lisboa el conjunto adquiere la forma de un arbusto: partiendo del tronco central, cuya raíz el espectador cree conocer en los primeros minutos, la vista y el oído son invitados a recorrer ramas, ramillas y hojas, en un trayecto inesperado donde la deriva y el regreso al origen nunca terminan de clausurar la exposición. ¿Pero cuáles y cómo son esos misterios que la narración va revelando poco a poco, quitando velos en un lugar para recubrir otros?
El niño Pedro da Silva es criado y educado por el Padre Dinis, sacerdote amable y comprensivo que guarda una gran cantidad de secretos debajo de su sotana. Dinis es también, alternativamente, Sabino Cabra y Sebastião de Melo, otros hombres que habitan dentro suyo y que, cada tanto, salen a dar una vuelta. Es también el hombre que pudo haber tenido algo (o mucho) que ver con su permanencia en el universo terrenal. La historia de la madre de Pedro es tan triste como sintomática de una sociedad regida por presupuestos, apariencias y libertades cercenadas, en particular dentro de la clase social a la cual pertenece. Cerca del final de la película, un pordiosero le dirá a un Pedro ya adulto que “lo que para nosotros son cosas de la vida, para la nobleza son grandes tragedias”. Un sicario conocido como Come-Facas regresará a Lisboa luego de mil viajes por el mundo transformado en el nuevo rico Alberto de Magalhães, otra pieza esencial en el engranaje que mueve las vidas de los personajes. El propio Padre Dinis encontrará en el camino un retazo de su pasado que desconocía por completo y un ramal de las guerras napoleónicas será el trasfondo de otra historia de amores condenados al fracaso (en esa línea del pasado, en Francia, la actriz Léa Seydoux interpreta a la bella e indecisa Branca de Montfort). El escenario donde se desarrollan los dramas es el mundo, pero es asimismo ese proscenio de juguete que una madre dolida le regala a su hijo, mientras éste permanece inconsciente, en más de un sentido.
Hijos “naturales” abandonados a su suerte, criados por extraños que se transforman en cariñosos padres putativos; esposas malqueridas que se entregan desesperadamente a amantes aún más desesperados de pasión; madres enclaustradas en palacios, mansiones y monasterios; recuerdos perdidos y encontrados de otras vidas, pasadas y presentes; sacerdotes que cambian de color según la ocasión y la necesidad, purgando culpas o buscando misteriosos caminos de Dios en la tierra; disputas de amor y de honor; venganzas propias y ajenas; salones recorridos por varones y damas que tienen más cosas que ocultar que para compartir en las tertulias de ocasión. Y nada de ello abandonado a la suerte del realismo psicológico, al monstruo dentado de eso que suele llamarse “verosímil”. En Misterios de Lisboa se erige un tótem dedicado a los credos de la casualidad y el fatalismo, aunque ello parezca una contradicción en los términos: nada ocurre sin que otra pieza del rompecabezas se acomode al mismo tiempo y todo parece formar parte de un plan maestro donde la vida y la muerte, el romance y el desamor, la admiración y el desprecio están íntimamente vinculados. Decía Ruiz que “en el drama moderno la estructura y la construcción dominan, incluso más allá de la incoherencia poética o de los hechos irrelevantes que estas suponen. El autor es un arquitecto que construye albergues para las ficciones, variados eventos que se vuelven creíbles y relevantes sólo porque están protegidos de la lluvia de lo improbable”. Misterios de Lisboa hace de la improbabilidad una catedral de varias naves en la cual habitan sus sufridas criaturas, marionetas zarandeadas por las tormentas interiores y exteriores más salvajes y atrevidas.
Los logros de Ruiz son poco menos que milagrosos: no es fácil tomar las riendas de un monstruo de varias cabezas, domarlo y transformarlo en una bella y abigarrada máquina de contar historias. Su apuesta está en las antípodas del cine de época superficial, ese cine que suele echar anclas en la vetusta ideal del diseño de arte como norte productor de prestigio. Y arremete con el artificio cuando el espectador menos lo espera. Allí están, nuevamente, como en El tiempo recobrado, los personajes que parecen deslizarse sobre cintas movedizas, como si fueran piezas de utilería humanas encastradas a un sistema de poleas. Los dramas humanos –amorosos, filiales, sanguíneos– comienzan, se desarrollan y culminan con la fuerza de un romanticismo exacerbado que nunca abandona la película; por el contrario, los envuelve y cobija como una nube baja que nunca irá a disiparse. El placer de todas esas historias (de todos esos misterios) es uno de los mayores regalos del realizador a la historia del cine reciente, aunque el film todavía no haya accedido al lugar de relevancia que le corresponde. Cuando, cerca del final, un Pedro golpeado por la vida y la enfermedad, melancólico y febril, se acomode en un cuarto de hotel con mucho de acogedor (porque, al fin y al cabo, no es otro que aquel que lo tuvo como huésped en su infancia: una de las licencias poéticas que Ruiz no escamotea), el reloj girará durante algunos minutos al revés y permitirá imaginar que todo ocurrió y, al mismo tiempo, nada tuvo lugar. Como en un big bang narrativo, el cero y el infinito se concentran en un lugar y un instante, antes de estallar y comenzar de nuevo. Obras maestras como Misterios de Lisboa –otra de esas cosas buenas que ocurren cada tanto– hacen del cine y del mundo un lugar mejor.
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