Domingo, 29 de mayo de 2016 | Hoy
Por Rodolfo Rabanal
Por motivos que no encuentro fácilmente explicables, “El Aleph” nunca fue, en toda la obra de Borges, mi pieza preferida. Me parece que hay algo ofuscado en el tratamiento del tema, hay tal vez demasiado encono visible hacia la figura de Carlos Argentino Daneri, un mediocre poeta –en la ficción, desde luego– que le arrebata a Borges –en la ficción también– los premios que él merecería. Se percibe además una suerte de desaire clasista suscitado por la condición de hijo de inmigrantes italianos del personaje en cuestión. Y aunque puede tratarse de un subrayado intencional, la retórica engolada que Borges atribuye a Daneri cuando éste se refiere a la obra poética que está escribiendo no es demasiado verosímil para un argentino medianamente culto de clase media, no lo es hoy y tampoco lo fue en los años en que Borges produjo este cuento.
No obstante, volví al texto hace poco y traté de leerlo contra mis propias opiniones adversas en procura de “ver” aquello que tal vez nunca antes pude ver. Y entonces ocurrieron algunas cosas que me alentaron a escribir las líneas que ahora estoy escribiendo.
Mi primera idea tras esta lectura reciente, consiste en suponer que cuando Borges se sentó a escribir “El Aleph” tenía en su cabeza la Divina Comedia. Borges veneraba la obra de Dante y se refirió a ella como quizá ningún argentino supo hacerlo nunca. En este caso, Beatriz Viterbo, objeto de su pasión amorosa y tal vez razón inspiradora del cuento, remeda a la Beatrice de Dante, amor imposible del florentino a la que busca ya muerta atravesando los infiernos.
“El Aleph” arranca con la muerte de Beatriz Viterbo a quien Borges –el personaje, no el autor– amó sin nunca ser correspondido. Parecidamente, Borges desciende a “los infiernos” –domésticos en este caso– del sótano de la calle Garay, donde vivió y murió su amada Beatriz. Lo guía en su descenso un poeta, el primo hermano de la finada, es decir Carlos Argentino Daneri; a Dante lo guía Virgilio y aquí la diferencia destaca la originalidad de Borges, ya que él no admira a Daneri como sí Dante admiraba a Virgilio o, dicho de otro modo, tanto admira Dante a Virgilio como Borges menosprecia a Daneri. Es, si se quiere, una oposición simétrica en un mismo género emocional. Es también una disminución “jerárquica” ante el modelo inspirador, matiz que impide el mal gusto de imaginar una “rivalidad competitiva” donde, en realidad, sólo es posible suponer la admiración de Borges hacia Alighieri.
Borges baja, entonces, al sótano oscuro y Daneri lo deja solo para que descubra “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos”, es decir el Aleph. Recordemos que Virgilio deja a Dante en las puertas del Paraíso porque el poeta latino, nacido antes de Cristo, tiene vedado ese acceso. De modo que tanto Dante como Borges quedan solos para descubrir “la verdad”.
Borges –recordemos una vez más que es autor y personaje– es convocado a visitar las vertiginosas revelaciones “aléficas” por el amor que siente hacia una mujer que ha muerto. Idénticamente, Dante es “llevado” al largo viaje convocado por una mujer que ya no está.
De manera irrepetible, como ya sabemos, Dante –él también el personaje, no el autor– llega al cielo y ve a la idolatrada Beatrice, Borges, contrariamente, ve con espanto los restos mortales de Beatríz y, entre millones de otras cosas que el Aleph le muestra en el frenesí de lo simultáneo, una carta de alto contenido sexual que una no calculada Beatriz Viterbo, le escribe a su amado primo hermano, o sea al detestado Carlos Argentino Daneri.
A Borges, escritor del siglo veinte, no le estaría permitido –por inconcebible– el final feliz al que sí accede Dante en su plétora mística ante la visión de Beatrice. Borges “invierte” la luminosidad beatífica y la vuelve oscura e intratable cuando nos cuenta la obscenidad ardiente de esa mujer idealizada que fue su Beatriz Viterbo.
En esta misma línea de asociaciones, seguramente aventuradas, no descarto el clima “italiano” que prevalece en el entorno familiar de Beatriz, un grupo de “nuevos” argentinos que, no casualmente, habitan la zona sur de la ciudad de Buenos Aires y no los barrios del norte, apenas accesibles a la inmigración en los últimos años del siglo diecinueve, y que, en cambio, fueron los originarios y propios de Borges.
Puede que haya más similitudes tan hipotéticas como estas, pero prefiero dejarlas en ese punto, agregando para concluir, que Borges estuvo bastante enamorado de Estela Canto, una joven intelectual y escritora que, si bien lo admiraba, no llegó a amarlo, pese a lo cual Borges le obsequió el original de “El Aleph”, cuento –en principio– a ella dedicado. Finalmente, cuando describe la figura esbelta y el andar suelto y frágil de Beatriz Viterbo está describiendo, precisamente, a la misma Estela Canto.
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