Domingo, 5 de marzo de 2006 | Hoy
FAN › UN ARTISTA PLáSTICO ELIGE SU OBRA FAVORITA
Marino Santa María y una escultura de Antonio Seguí
Por Marino Santa María
Siempre traté de saber el porqué de aquellas obras que nos acompañan con su trascendencia durante una parte de nuestra historia personal.
Para mí lo fueron la Lección de anatomía de Rembrandt, la Noche estrellada de Van Gogh, la Danza de Matisse, las Marilyn de Andy Warhol, los edificios de Hundertwasser, los nuevos paisajes del Land Art y las intervenciones de Nicolás García Uriburu, hasta que la intrincada y desprolija realidad me explicó la síntesis y la pureza lograda por Antonio Seguí en su obra El hombrecito.
Después de unos pocos días de descanso, llego a Retiro en ómnibus, me trae desde la costa, más precisamente de Villa Gesell, donde termino de pasar unas pequeñas vacaciones junto a mi familia. Ellos se quedaron unos días más, y yo al llegar a esta ciudad comienzo a tomar conciencia de que al día siguiente tendré que atender algunos temas postergados. Entrando en la ciudad, y antes que pueda ver la terminal, un imponente rugido me sacude. Miro por la ventanilla y veo pasar por encima del micro uno de los tantos aviones que entran y salen de Aeroparque; y sucede en un instante la agitación de otros instantes, lugares, de otros cielos. El ómnibus se sacude, atraviesa las vías del ferrocarril, esas que me acompañan desde la infancia, donde mi casa natal –hoy mi taller– tiene de fondo el terraplén que lleva todos los ramales que entran y salen de Constitución, esas que con el ruido de los trenes fueron prácticamente mi canción de cuna. Con ese movimiento veo desde mi asiento que el tráfico se hace lento, todos llegan a Retiro, coches, ómnibus y hasta barcos. Cruceros que tienen en esta parte del Río de la Plata uno de sus destinos, esos barcos que de chico me llevaban a Diamante en Entre Ríos –lugar elegido por mis padres para pasar las vacaciones–, compartiendo esas horas con mis primeros dibujos, y los primeros modelos, los ranchos de las Barrancas, sus canoas y sus gentes. Frente a tanta agitación de mis recuerdos, aparece ese otro, el del arte, ese arte capaz de resumir en una sola obra todo esto que me ha sucedido en años y en un instante. Es la figura de El hombrecito, esa maravillosa obra de Antonio Seguí que dota de significado contemporáneo la entrada a la ciudad de Córdoba y se constituye en un verdadero monumento –monumentum significa recordar, conservar la memoria de algo–, en este caso del presente. Con los recursos escultóricos, la pérdida de la materialidad y adoptando la característica plana casi de silueta, una figura corre, camina ligero como en todas las ciudades, lleva en su cabeza una estela que lo prolonga hasta el suelo, a sus espaldas, una estela de barcos, trenes, fábricas “con humo” y autos.
Me conmociona la síntesis, lo universal, y saber que Antonio Seguí cristaliza en alquimia un símbolo de la vida moderna, donde el autor participa jugando con los objetos, casi como cuando incluía en su obra los dibujos de los hijos, los personajes de los diarios y revistas o las huellas que en su obra aportó el propio autor. Las diagonales crean tensiones que se parecen a la relación existencial del hombre con las cosas. A veces el arte público tiene que ver con nuestra existencia cotidiana, pero siempre tiene que ver con la mejor calidad de vida, esa (aquella) marcada por una auténtica identidad y un diálogo del ser humano y su entorno.
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