Domingo, 5 de marzo de 2006 | Hoy
CRóNICAS > EL CARNAVAL DE BARRANQUILLA
Cómo es el Carnaval que, entre el Año Nuevo y el Miércoles de Ceniza, instaura una tregua de paramilitares y narcos en Colombia.
Por Cristian Alarcon
*desde Barranquilla y Baranoa
En el mundo entero el combate entre la vida y la muerte suele ser desigual. En Colombia suele ser peor. Pero en el Carnaval de Barranquilla ese previsible resultado cambia. En la Costa Caribe la muerte lleva las de perder. Se la puede ver caminando por el centro del pequeño pueblo de Baranoa en el cuerpo de un efebo disfrazado de esqueleto. Mientras avanza la comparsa Cipote Garabato, La Muerte, diestra en la manipulación de la guadaña, pelea contra una larga fila de bailarines de sombrero. Con su atuendo de colores fuertes, ellos se burlan, como lo hacían los esclavos de los antiguos señores coloniales. Llevan bermudas de satén negras a la rodilla decoradas con encajes laterales, una camisa amarilla y una pechera bordada. Usan una capa roja de satén en la que las mostacillas, las piedras y las lentejuelas arman dibujos de Carnaval o de fanatismos extraños, como el del muchacho que exhibe con orgullo el escudo de la AFA. Llevan los rostros pintados de blanco, con un círculo bermellón en las mejillas. Así La Muerte pelea con su gancho y el bailarín se defiende con su “garabato”, el azadón que usaban los negros para el cultivo. En la “danza del garabato” La Muerte puede dar brincos en el aire, saltar hacia atrás, hacer reír a los espectadores, moverse con destreza, bajar a varios de un solo golpe; pero al final siempre pierde.
La mayor fiesta de Colombia comienza durante los primeros días de enero y, casi sin perder fin de semana, se acerca al Miércoles de Ceniza, cuando tras el desenfreno se aquietan los espíritus y los gozadores regresan a sus faenas habituales. Recién entonces la explosión de goce se frena. A estas alturas, en el primer domingo de la cuaresma cristiana, los participantes comienzan a recuperarse de la bacanal, una de las más intensas del mundo. Colombia, el país de la guerra, el desplazamiento forzado por la violencia, la desaparición y el paramilitarismo en auge, es al mismo tiempo el de la belleza natural y la música, el de la creatividad, el talento, el son y la rumba. Tal el valor cultural de su fiesta que en el año 2003 la Unesco declaró al Carnaval de Barranquilla “Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad”. Durante el Carnaval, al que el último fin de semana asistieron más de un millón de personas, se vive una tregua durante la que la violencia le da paso al sonido de las gaitas y las tamboras, al frenesí de lo mítico que aquí se puede tocar, sudar y vivir como real: “la carnestolenda”.
A la ida, en el aeropuerto de Bogotá, los policías aduaneros son implacables al registrar las valijas, aunque los que vienen de Buenos Aires se pregunten cómo será entonces la salida de Colombia. El militar urga como si fuera a encontrar algo indebido entre la ropa. El vuelo hacia Barranquilla sale mientras lo perros olisquean hasta cansarse.
–Profesión...
–Periodista.
–¿Qué va a reportear?
–El Carnaval.
–(...)
–... de Barranquilla.
–¿Y las cámaras dónde vienen?
–No es para la tele, es para un diario.
–Entonces tome nota hermano, porque cuando termine no se va a acordar –dice el uniformado “mamando gallo”, que es la manera colombiana de llamar a la burla.
El aeropuerto de Bogotá no parece un no lugar de esos que apestan a desinfectante –como el de Santiago de Chile, por ejemplo– sino que huele a café, y a queso. Jóvenes soldados pasean un cartel que previene al turista de robos de pertenencias y de niños. Un cartel recomienda no ser mula, no embarcarse con droga. Pasear por el aeropuerto El Dorado es entrever la Colombia de los nuevos ricos volviendo de Miami y Los Angeles, las chicas de pelos incrustados acompañando a hombres de sombrero, los empresarios de trajes europeos. Los títulos de los diarios y las revistas hablan de la guerra, de las torturas a los colimbas en el entrenamiento antiguerrilla, de los paramilitares, y de La Gata –Enilce López–, una turbia y superpoderosa empresaria de la costa sospechada de lavar dinero del narcotráfico y de aportar millones para campañas electorales. En la víspera de Carnaval muchos viajan con sus disfraces planchados, puestos en perchas que se llevan como bolsos de mano, para ponérselos apenas llegan y entrarle a la fiesta de lleno.
Ya en el avión Bogotá-Barranquilla, cuando los pasajeros saborean la fiesta, las turbinas se apagan.
–Ha habido un pequeño inconveniente técnico.
–Mientras no sea una bomba –bromea una mujer negra.
–¡Hijoeputa! ¡No llegamos a la Guacherna! –masculla John Jairo Bravo.
John Jairo es ingeniero en sistemas y desde hace un año que vive en Cali, donde se siente extranjero. Colombia tiene repúblicas culturales de grandes diferencias. Los bogotanos o cachacos son incomparables a los antioqueños o paisas, y a los caleños. El tono y la idiosincrasia varían y los regionalismos generan competencias. Es fácil escuchar a un cachaco hablar mal de costeños y paisas, o viceversa.
John Jairo se considera un costeño de pura cepa. Reivindica la alegría y la despreocupación caribeña. Su novia costeña lo espera para correr a la fiesta de la Guacherna, el precarnaval popular que se hace una semana antes de la recta final. Tienen dos sillas reservadas junto a la avenida 44 por donde desfilarán este año unas quinientas comparsas y cumbiambas. Pagaron diez mil pesos –cuatro dólares– por cada una. El ingeniero da la primera explicación del Carnaval: “El Carnaval de Barranquilla es alegría, desestrés, olvidarte de todo, pensar sólo en pasarla bien. Es algo que en otras ciudades colombianas, como Cali, no ves. En Cali, cuando uno sale, se tiene que cuidar de no equivocarse de mujer. Si respondes a la mirada de una mujer de otro, te puedes morir. En un solo año vi seis crímenes en persona y una vez me salvé por un minuto de no estar en el lugar de las balas. En Barranquilla puedes bailar con quien quieras, nadie te va a matar”.
Barranquilla es un enclave comercial de 600 mil habitantes, boulevares de palmeras y calles anchas que lidera el Departamento del Atlántico, ubicada en el extremo superior izquierdo del mapa colombiano, entre Cartagena, al sur, y Santa Marta, al norte. Fueron ésas las dos ciudades coloniales en las que se organizaron los primeros carnavales, importados desde Europa con la llegada del colonizador. “Esta es una herencia de esos otros carnavales mundanos que trajo la colonia y de las fiestas de los territorios internos del río Magdalena”, explica la antropóloga barranquillera Margarita Abello. “Está construido visualmente en lo colonial y musicalmente en las comunidades rurales. Cuando sobreviene la república, con Simón Bolívar, Barranquilla pasa a ser el enclave capitalista de la Costa Caribe y Cartagena entra en decadencia. Barranquilla se volvió el destino de todo tipo de migrantes y terminó siendo el espacio de la fiesta heredada de lo colonial y lo rural.”
La primera imagen de la fiesta es un chico que sale del baño del avión con la cara pintada de blanco, el sombrero y la capa. Luego sabría que era Nadim, uno de los Cipote Garabato. Llegaba tarde a la Guacherna, la fiesta en la que se anuncia el Carnaval. En el siglo XIX, en el Barrio Abajo, los vecinos tocaban un instrumento parecido a la matraca conocido como “guache”, llamando así a preparar las danzas. Es el único desfile que se hace de noche, a la luz de faroles, y en el que se tolera el “desorden” de los bailarines, cierta invasión del público a la explanada por la que circulan los disfraces y las carrozas. “Faroles de lucero, girando entre la noche, la brisa es un derroche de sones cumbiamberos, locura de colores, las calles de Curramba, tambores de parranda, ahí viene la Guacherna”, se escucha que entona el grupo Vecinos de Nueva York tras la aparición, elevada en su trono de reina, de Estercita Forero. Estercita es una leyenda: lleva 92 años en este mundo y no termina de cansarse del baile que la ha hecho vivir hasta acá, sobre todo desde 1974, cuando vio en Santiago de Cuba el precarnaval que había disfrutado en su infancia barranquillera y decidió retomar esa fiesta.
Unas seis filas de sillas y luego el gentío, pacífico y tranquilo, amuchado en torno de la avenida. De cuando en cuando alguien se zarpa con la espuma y los danzantes se salen de lugar para hacerlos bailar a ellos, porque en Carnaval, dicen, no hay diferencia entre actor y espectador. El olor de la comida callejera, brochetes de papas diminutas y chorizos, se mezcla con el olor acre de la espuma que bautiza para el resto de los días: todo se vende, el Carnaval también es una enorme feria de comercio y una fuente de ingresos para la ciudad. “El reconocimiento de la Unesco al Carnaval ha dado mayor valor a la fiesta y genera la posibilidad de ampliar horizontes a nivel turístico. Según estudios de Fundesarrollo –un centro de investigación regional–, el barranquillero promedio puede llegar a vivir seis meses de lo que recoja en precarnaval. Se podría convertir en una industria cultural sólida”, dice Priscila Celedón, politóloga local, al borde de la Guacherna que pasa ante sus ojos. La noche se hace corta. Este cronista, invitado por la Cámara de Comercio y la Fundación Plataforma K –un proyecto para promocionar el diseño costeño y no un ala más de la política presidencial, como podría indicar el nombre en estas pampas–, sólo estará por cuatro días en la ciudad. La llegada tarde de la Guacherna obliga a buscar el Carnaval más allá, sin demora.
El sábado, después de una presentación de las diseñadoras de la región que venden sus modelos en Miami y Nueva York, los periodistas en contigente son llevados a un adelanto del Carnaval de los Niños al shopping Country Plaza. Los esperan con cerveza y regalos. En una playa de estacionamiento se preparan los niños de Cipote Garabato. Adelante van las “marimondas”, el símbolo por excelencia del Carnaval. Es el personaje más popular, una tomada de pelo a la pobreza que nació con los borrachos de la década del ‘40 dispuestos a participar de la farra. “Se supone que es un hombre de la calle, pobre, que se moría de ganas de ir disfrazado al Carnaval. Entonces se ponía el saco al revés, la corbata vieja y una bolsa de papel a la que le hacía los ojos grandes y le pegaba orejas de elefante. En la nariz colgaba la marimonda, algo que tiene que ver con el animal que se ve en el monte, un mico orejudo, y con el falo, que es el símbolo por excelencia del Carnaval”, explica Humberto Fernández Pernet, director de la corporación Cipote Garabato, acaso la más bella y organizada de esta fiesta pagana.
Las marimondas niñas se detienen y se pelean, coreográficas. Se tiran al piso en hileras y levantan las patitas amarillas moviéndolas como ciempiés tumbados. La cumbiamba de morenos con tamboras y gaitas avanza dándoles el ritmo desde atrás. Amalfi Gaviria, una abogada de 33, acompaña a su hija de 6. “Si quieren entender el Carnaval tienen que vivirlo, no hay otra manera, por eso el lema es quien lo vive es quien lo goza”, dice. Hace tres meses que comenzaron los ensayos. Ella lleva la vida en esto. Su hija y hasta sus nietos la sucederán, dice. Por un boulevard de palmas, las pequeñas marimondas dan todas juntas un saltito adelante y gritan: ¡Hey! Otro atrás: ¡Hey! Son amarillas y azules, de manos blancas. Adelante avanza de enterito, La Muerte Niña. De súbito, sigilosa, por atrás, ataca con su guadaña al extranjero. “El único lugar donde la muerte pierde ante la vida es aquí –dice Humberto–. Ese es el pensamiento del barranquillero, el de la alegría que le gana a la tristeza.” A los garabatos y las marimondas los siguen unos cincuenta pequeños payasos, otro de los iconos. La iconografía del Carnaval es una fiesta en sí misma. Desde animales salvajes a personajes de la política internacional. Multiétnica, en la rumba de las rumbas se mezclan lo africano, lo criollo y lo indígena.
El último tramo de este fresco es un viaje al “Carnaval del Recuerdo”, en el pueblo de Baranoa, de la mano de Cipote Garabato, la comparsa dirigida por Humberto, sobre un viejo bus lleno de una vitalidad extrema. La timidez del cronista dura tan poco como la abstinencia de alcohol recomendada por los médicos. La comparsa grita como una tribuna: “Apenas estamos comenzando la fiesta/ apenas estamos comenzando a beber/ porque el que bebe... ¡Se emborracha!/ Porque el que se emborracha... ¡Se duerme!/ El que se duerme... ¡No peca!/ El que no peca... ¡va al cielo!/ Puesto que al cielo vamos... ¡Bebamos!”. El ron y el aguardiente circulan durante el recorrido por el camino recto que nos saca de la ciudad. Los danzarines tienen una alforja de raso negro integrada al disfraz. Allí va la petaca, generosa con el forastero. Edgard, a quien llaman “Suspirito”, pinta de blanco la cara morocha del “argentino”. Los miembros de Cipote Garabato son profesionales jóvenes, de familias de clase media de Barranquilla. Edgard es administrador de empresas; su pareja de danza, Elvia, una mujer hermosa, alta y abstemia a la que le dicen “Pulla Nubes”, es ingeniera mecánica. Eduardo, La Muerte, estudia finanzas internacionales. Son cuarenta minutos, no más, pero al llegar al pueblo de tres mil habitantes y calles de tierra, hasta para el periodismo extranjero, la razón deja de primar.
Mientras los Cipote Garabato se organizan en filas de hombres y mujeres bajo el mando de dos “caporales” que coordinan la danza, Edgard y Nadim me guían por entre el resto de los grupos que desbordan Baranoa. Los más antiguos son unos muchachos de rojo y azul, “Los Arlequines de Sabanalarga”, otra ciudad costeña. Joan, un recién salido del bachillerato, ya lanza fuego por la boca con destreza. ¿Cómo nace el Carnaval? “El Carnaval nace de uno mismo. Si la gente está apagada, no hay carnaval”. Joan explica que su traje de arlequín surgió de los antiguos diablitos de la fiesta de Corpus Christi. Joan viaja durante enero y febrero con su cara pintada por los doce municipios del Departamento Atlántico, siendo “otro” en cada escena. “El principal elemento carnavalero es la inversión de los roles de los hombres. El segundo elemento es la posibilidad de transformarse, a sí mismo, a través de la máscara, del otro yo, y del propio yo. Lo siguiente es el trance, el paso de la danza al paroxismo. El Ser se deja llevar por el ritmo de la tambora, el de la gaita y los clarinetes, hasta dejar de ser el de siempre”, explica en su libro El Carnaval, la segunda vida del pueblo, Edgard Rey Sinning, costeño.
Los cumbiancheros del 11 de Noviembre se vuelven a cruzar con el argentino ya iniciado el recorrido por las calles, ya vaciadas las primeras botellas de aguardiente y ron. “Ya no es cronista, es ronista”, dice Tavo, el “mamador de gallo”. Así avanza el argentino, entre los Cipote Garabatos. Y así lo invitan a pasar a sus casas, a brindar, a conocer a sus hijos, sus madres, sus mujeres. Uno de los Cipote pasa con otro a cuestas sosteniéndolo. “La pálida...”, describe. “¡Argentino! ¡Venga pa’ ca!”, grita un morocho alto y de la mano lleva al forastero a su casa. “¿Cuántos kilos quiere que le lleve a Buenos Aires?”, mama gallo. “Ustedes siempre con ese verso. No mienta en Carnaval.” “No es mentira, señor. Estuve en Panamá, en Venezuela. El colombiano es muy arriesgado, tú sabes.” El amigo narco es apenas una introducción a esa casa de patio interno soleado. En la vereda una mujer preside los festejos. Y varios niños entran y salen tirándose harina a los ojos. El patrón, zambo de ojos verdes, le pide al desconocido que se quite los lentes oscuros, para saber si puede confiarle su historia. De mirada fuerte, decide que sí, que el visitante puede preguntarle.
–¿Oficio?
–Guardaespaldas.
–¿De quién?
–Del jefe.
Sergio ríe de la verdad e invita a quedarse. Pero la comparsa de los Cipote se pierde por la calle 13 y, bajo promesas de regreso, este extranjero se retira. Más adelante van las mujeres de máscaras negras de bocas rojas exageradas y vestidos a lunares rojos, con bandejas de manzanas confitadas en los brazos. Luego, don Wilfredo Morales, de capa y turbante, al frente de la comparsa Perro Negro desde 1979, explica las danzas que vinieron de Africa: el Congo, el Torito y, al final, el Perro Negro. Los rostros de los espectadores son pura risa. El final del desfile llega con el final del pueblo, aunque Baranoa parezca el lugar sin límites.
Prisciliano Consuegra tiene 70 años y es feliz, dice, entre esta muchedumbre que bordea las calles para verlo pasar junto a su comparsa del Barrio 11 de Noviembre. “El pueblo está muy contento. Ha vuelto la fiesta, y cada vez más fuerte”, dice. Aunque le gustaría que a Baranoa, “el corazón alegre del departamento”, no le faltara el agua ni le sobrara violencia entre sus jóvenes, hoy es un hombre lleno de optimismo. “Fíjese lo que dice cuando parte el desfile.” El cartel reza: “¡Ay Dios mío! ¡Ojalá todos los días sean de Carnaval!”. En esa alegría que don Prisciliano pregona se lee la tregua que significa la gran fiesta para los costeños, y para el país. “Barranquilla nunca fue parte de encomiendas de la colonia, fue un ‘sitio de libres’, una ciudad que no fue fundada”, explica un sociólogo costeño, consultor internacional. “Cuando un esclavo se escapaba y llegaba a aquí, ya no le pertenecía a nadie, podía negociar, no pagaba impuestos. Barranquilla y la Costa han sido un espacio para dejar hacer, un espacio neutral, un espacio tácito de tregua. Incluso en los peores momentos del narcotráfico y el paramilitarismo el Carnaval se pudo hacer sin miedos. Hemos aprendido a vivir en masa sin matarnos.”
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.