Sábado, 31 de diciembre de 2011 | Hoy
FAN › UN FOTóGRAFO ELIGE SU IMAGEN FAVORITA: LAURA ORTEGO Y MONJE FRENTE AL MAR, DE CASPAR DAVID FRIEDRICH
Por Laura Ortego
Crecí en un pueblo petrolero en el medio del de-sierto patagónico y al borde del mar helado. Mi abuelo Pepe nació ahí cuando Comodoro Rivadavia era un chaperío barrido por ráfagas de cientos de kilómetros por hora que todavía se desatan con furia. Mi abuela Chela llegó quince años después, sola, en un barco que al cabo de más de diez días, la dejó –un 25 de mayo– en un páramo cubierto de nieve.
Playas eternas y desoladas, acantilados gigantes.
Durante las vacaciones, un viaje en auto de dos días nos separaba de cualquier destino: desierto en una ventanilla, desierto en la otra y siempre el silbido del viento de fondo. En general íbamos a Mar del Plata a visitar a mi otra abuela, Silvia. Me sorprendía primero la cantidad de gente amontonada, acostumbrada como estaba a las playas vacías de Comodoro: eso que veía me parecía inconcebible. Y después el color del mar, totalmente marrón, en comparación con el de mi ciudad que es azul profundo.
A veces íbamos a la playa en Comodoro mismo, más precisamente a Rada Tilly, que es la primera de una hilera de playas largas hacia el sur, a trece kilómetros, donde mis abuelos tenían una casita. Era gracioso porque intentábamos hacer todo lo que se hace en los lugares de veraneo, pero con el clima comodorense. Cada vez que estaba calmo corríamos a la arena, nos instalábamos, pero al cabo de un rato empezaba a soplar un viento feroz y nos teníamos que volver a la casa hechos una milanesa. De más grande y cuando aprendí a manejar, me iba sola a una playa de pescadores que se llama Caleta Córdova (es así, con v corta). A sentir la inmensidad. Era uno de esos lugares secretos que uno tiene de adolescente cuando vive en un pueblo.
A los dieciocho me mudé a la ciudad y fue como meterme en un laberinto agitado que dejó el latido de la naturaleza de fondo.
Hasta que un día en la clase de historia del arte, sumergida en el sopor de un aula a oscuras, volví a sentirlo en una diapositiva proyectada en la pared. En Alemania y doscientos años antes alguien había tocado una nota que hoy volvía a sonar frente a mí como un pellizco. Monje frente al mar, de Caspar David Friedrich. De ahí en más decidí revisitarlo. Cada vez que armo una escena para fotografiar, es un ritual en el que traigo al presente fantasmas de la infancia, pero también es un guiño a esa mezcla de sublime y amenazante de Caspar.
Un recordatorio de que donde se termina la ficción ruge un misterio, sin rostro y sin forma. Un misterio que a veces se presenta como el latigazo del sinsentido y a veces como un mecanismo de relojería perfectamente sincronizado. La música de las esferas o la descarga eléctrica de Urano, pero siempre insondable. Friedrich abrió una grieta en la realidad, donde se cuela lo inquietante y me dan ganas de seguirlo.
Caspar David Friedrich (Greifswald, 5 de septiembre de 1774-Dresde, 7 de mayo de 1840) fue el principal representante de la pintura romántica alemana. Como es característico de esa pintura, Friedrich pintó sobre todo óleos sobre lienzo. Perteneció a la primera generación de artistas libres, que no pintaban por encargo, sino que creaban por sí mismos para un mercado libre de galerías. A su juicio, el arte debía mediar entre las dos obras de Dios, los humanos y la Naturaleza. Con esta idea se acerca a las bellezas naturales, en cuya representación procesó tendencias y sentimientos. Sus obras no son, por lo tanto, imágenes de la Naturaleza, sino de un sentimiento metafísico, inaprensible. El primer plano y el fondo, separados a menudo por un abismo, se relacionan entre sí. El espíritu que domina la obra de Friedrich es radicalmente romántico: abundan las escenas a la luz de la luna, espacios gélidos (mar de hielo, campos helados), las noches, paisajes montañosos y agrestes. Sus personajes son sus contemporáneos, en general burgueses, y están ubicados, en el cuadro de manera que cubren el punto de fuga.
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