Sábado, 31 de diciembre de 2011 | Hoy
CRUCES > MARCIA SCHVARTZ Y FERNANDO “COCO” BEDOYA ILUSTRAN EL MATADERO
El Matadero de Esteban Echeverría ya es una tradición de la ilustración argentina: desde Castagnino hasta Breccia, pasando por Bellocq, Duilio Pierri, Pellegrini y la bestial e inspirada versión de Carlos Alonso, así como decenas de ilustradores anónimos han dibujado ese relato violento, sanguinario y fundacional de la literatura argentina. Por eso, para su versión, Marcia Schvartz y Coco Bedoya decidieron citar, homenajear y usar esa tradición dibujada, y hacerla convivir en sus páginas. En esta entrevista, explican por qué incluyeron también el billete de 20 pesos y a Alfredo De Angeli. Y por qué quedó afuera Alberto Samid.
Por Violeta Gorodischer
“La literatura argentina empieza con una violación.” La frase la dijo David Viñas hace ya bastantes años, cuando hablaba de El Matadero de Esteban Echeverría. Concretamente, de ese instante previo a la muerte en que los mazorqueros federales atrapan al unitario y lo humillan, golpean y desnudan para “darle verga, bien atado sobre la mesa”. Claro que entonces el joven alter ego de Echeverría muere (literalmente) de rabia y la escena nunca concluye. Pero ¿quién podría refutar las palabras con que el autor de Literatura argentina y realidad política transformó en certeza una alusión? Es tan fuerte la potencia fálica del texto, son tan salvajes las escenas, que todos sabemos lo que hubiera pasado si el unitario no reventaba de ira, vomitando su charco de sangre sobre la mesa: “¡Primero degollarme que desnudarme, infame canalla!”.
Tal vez por eso, entre otras cosas, la decisión de su autor de no publicarlo en 1840, año en que, se presume, lo escribió durante su exilio en Los Talas. Tal vez por eso el impacto que tuvo cuando Juan María Gutiérrez decidió sacarlo a la luz en 1871, veinte años después de la muerte de Echeverría. Tal vez por eso la fascinación de este cuento que marcó el comienzo de la literatura nacional (“la clase se cuenta a sí misma con la autobiografía y cuenta al otro con la ficción”, dijo alguna vez Piglia comparando El Matadero con el Facundo). La cuestión es que esa matriz sangrienta reaparece en muchos otros relatos: de “La Refalosa” de Ascasubi a “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini, pasando por “La fiesta del monstruo” de Borges y Bioy, e incluso en las versiones ilustradas que se hicieron años más tarde. Varios son los nombres que traspusieron en imágenes la esencia de aquella lucha feroz entre civilización y barbarie: Ricardo Carreira, Adolfo Bellocq, Carlos Alonso, Duilio Pierri, Alberto Breccia, Juan Carlos Castagnino, Enrique Pellegrini, entre otros, transitaron el salvajismo de sus páginas a través de los muchísimos recursos del dibujo y la pintura. Y ahora, una nueva edición ilustrada por Marcia Schvartz y Fernando “Coco” Bedoya retoma esa tradición para resignificarla a partir de un concepto propio: las “trans-grafías”. Algo así como un pastiche, despojado de parodia. O en términos del propio Bedoya, “un bricolage”: “Así hemos llamado conceptualmente a estas obras compuestas de pedazos, retazos y fragmentos de otros Mataderos”.
Ya habían hecho algo juntos, hace cuatro años. En aquel momento, una versión ilustrada de El Golem publicada por una editorial española. La metodología de entonces fue la misma que aplicaron cuando decidieron abordar este texto canónico para el Bicentenario y exponer la obra en el Teatro Argentino de La Plata: investigar, leer y permanecer en la historia y los personajes durante un tiempo. La historiadora Hebe Clementi los ayudó a buscar materiales y así llevaron a cabo un trabajo iconográfico de la época. Desde un libro de Bonifacio del Carril (Monumenta iconographica), hasta un Diccionario Gauchesco y cantidad de ejemplares de la revista Fierro: de ahí tomaron la mayor parte de los símbolos. Además, sumaron dibujos de la propia Marcia y a todo le aplicaron los procesos surgidos de la imaginación pragmática de Coco Bedoya, especialista en serigrafía. “El cambio de la imagen es muy fuerte cuando vos la ampliás, la reducís, la invertís. Hay procesos que te permiten sacralizarla o desacralizarla”, cuenta Coco. “La tecnología te ayuda a lograr cierto efecto espectral, que tal vez ni siquiera estaba planeado. Es como una fiebre. Tiene que ver más con las sensaciones, no con la psicodelia berreta del que busca el ‘efecto alucinado’”. Por eso se animaron a poner la imagen en velocidad en el scanner, por ejemplo. O a sacar fotocopias y desplazarlas para que los rostros quedaran corridos. Pero lo más interesante es que, a través de las grafías de los ilustradores que trabajaron El Matadero, Marcia y Coco lograron plasmar su propia esencia. La clave fue señalar, recortar, pegar. “El pedazo del libro del otro, que viene a cuenta”, aclara Schvartz. Es que la decisión fue justamente tomar todo lo que viniera, como viniera. Ampliaron, redujeron, invirtieron. Superpusieron diferentes autores. Hicieron la tapa a partir de una imagen de Pierri y algunos grabados anónimos. Tomaron imágenes antiguas y a la vez metieron a perros pintados por amigos suyos en escenas de persecución y faena. “Son citas que funcionan como homenaje”, dice Coco. Así, el retrato por encargo que Marcia le hizo hace años a un aristócrata ocupó el lugar de Echeverría. Con licencias, claro: el caballo es de Pallier y la vestimenta la fueron mutando hasta volverla acorde al siglo XIX. “Ahí está lo creativo: trabajar con lo que hay, meterlo de una manera forzada”, dicen. Desde hacer una trama con un trapo rejilla, hasta usar las imágenes de Pellegrini, pero agregándole roedores de Bellocq y transformando el día en noche. “Eso es trabajar la violencia a partir de los materiales, de la propia historia, sin necesidad de recurrir a lo efectista”, explica Bedoya. Jugarse a usar cuatro autores distintos en una misma página. O trabajar de otra forma la obra de uno solo ampliándolo, reduciéndolo y superponiendo sus propias creaciones. “Así la obra se recarga de significado, cambia totalmente el clima”, resumen los mentores.
“Citas, homenajes y apropiaciones salvajes se han dado maña para vivir en el mismo plano: gestos violentos”, explica Bedoya en la introducción del libro. Claro que la reapropiación de la violencia no se limita únicamente a eso. También tuvieron que decidir cómo traducir la agresión sexual del combo sangre-verga-puñal que atraviesa el cuento de Echeverría y que Carlos Alonso, por ejemplo, hizo explícito a través del rojo omnipresente y los testículos del toro en las manos federales. “En nuestro caso, preferimos obviar el rojo porque la deformación de los personajes y el efecto pesadillesco ya había sido logrado en blanco y negro, no hacía falta nada más”, plantean Schvartz y Bedoya. “Sí es cierto que la connotación sexual tenía que estar presente y para eso elegimos los cuchillos en primer plano. La lascivia de la mirada federal empuñando el mango ante el unitario que aparece desprevenido, o la desnudez final, cuando lo atan.”
El otro gran desafío fue encontrar la manera de actualizar el argumento para poder leer a Echeverría como a un contemporáneo. ¿Era acaso posible? “La vida cotidiana es violenta”, plantea Bedoya. “La violencia del libro se ha repetido a lo largo de la historia y nosotros quisimos traerlo a las formas actuales. Yo creo que hay una cultura del Matadero a nivel global. Uno desayuna viendo sangre. Hay una construcción mediática de la violencia, que nos atraviesa a diario.” De ahí que a la desprolijidad del collage en estado bruto, a las deformaciones oníricas de los protagonistas, Bedoya y Schvartz hayan sumado referencias que cruzan pasado y presente sin distinción. Para plasmar la ironía con respecto a la Iglesia (“¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor!”) eligieron una foto del ex obispo de Santa Fe, Gabriel Storni, desplazado de su puesto por abuso de menores. Junto a él, el dibujo deforme de una mujer que reza con las manos cruzadas. Otra jugada fue meter el billete de $20 con la cara de Juan Manuel de Rosas a modo de retrato. Ahí no sólo está el Restaurador sino también Manuelita. Y a un costado, con la panza al aire y el rostro desfigurado por la bronca (o vaya a saber uno por qué), el mismísimo Alfredo De Angeli en representación de la violencia oligárquica durante la era K. Como si la carne, lo carnal, fuera el eje que nos atraviesa en el tiempo y da lugar a mixturas: si antes fue trofeo de la barbarie federal, hoy es caballito de batalla del campo y la oligarquía terrateniente. “Aunque también queríamos ponerlo a Alberto Samid, pero no encontramos fotos que nos gustaran demasiado”, cuenta Marcia entre risas. Y entonces otra vez lo popular como caldo de cultivo. No analicemos tanto, parecen decir, a fin de cuentas, los autores. “Echamos mano a cuanto recurso expresivo encontramos del gauchesco, está hecho a más de cuatro manos y nos hemos servido de todo y de todos para componer nuestro puchero criollo”. Si algo es seguro, es que condimento no le va faltar. Y carne, tampoco.
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