Domingo, 16 de octubre de 2011 | Hoy
SALí
Por Cecilia Boullosa
Tancat: un clásico español
Luego de la febril actividad del día, cuando el sol baja, el paisaje de la City porteña pasa de recordar a una selva a convertirse casi en un desierto. Cortinas bajas, montañas de basura apiladas en las veredas, algunos brasileños buscando donde comer, un par de oficinistas rezagados, tenedores libres de tubos fluorescentes semivacíos, varias parrillas anodinas con “promos” del menú en la vidriera. En este contexto, conseguir un lugar para cenar que valga la pena no es tarea fácil. No hay mucho, y lo que hay no es muy bueno. Pero entre tanta desolación brilla Tancat, una tasca de cocina española abierta a fines de los ‘70, que es todo un fenómeno: cada noche de la semana, incluso un lunes, está llena.
El local es cálido, alegre y bullicioso, y el rojo y el amarillo priman en la ambientación. Una gran barra de madera –ocupada en su mayoría por hombres de traje, muchos comiendo solos, en una postal bien céntrica– ocupa uno de los lados del salón. El resto del espacio está atiborrado de mesas, chiquitas, de esas en las que es imposible no rozarse las piernas por debajo. Las charlas de las mesas vecinas se entremezclan con el flamenco que casi siempre está sonando.
Por fin, la comida. Conviene evitar los platos gratinados o con crema (pecan de excesivas) e ir directamente a los pescados –a la plancha o fritos–, los frutos de mar y los chipirones, que son los pilares de la carta y de la felicidad. Para empezar, boquerones en vinagre ($ 30), pa amb tomaquet catalán (media porción, $ 17) o el tapeo del día, al “libre albedrío del cocinero” ($ 42). Entre los principales se destacan las colas de langostinos apanados con salsa tártara ($ 65), el pez emperador ($ 66) y las navajas a la plancha ($ 66), bien a la usanza gallega. La carta es corta y concisa, pero tiene un poco de todo y está intervenida con comentarios de autobombo que sacan una sonrisa. Al lado del pulpo a la gallega se lee entre paréntesis “la verdad, la verdad, nos sale excelente”, la tortilla es “así de alta” y las delicias de mar están cocinadas en “sabia fritura”. A pesar de las jactancias, también se le pide al cliente que si está disconforme con algo, no dude en reclamar. La política es reemplazar esos platos y darle una oportunidad al comensal de que se vaya contento. En cuanto al servicio, mozos de oficio, con buena memoria y que saben recomendar. Tancat, que en catalán significa “cerrado”, contradice su nombre. Está abierto hasta tarde, como buen clásico que no se oxida.
Tancat queda en Paraguay 645. Horario de atención: lunes a sábados de 12 al cierre. Teléfono: 4312-5442/6106.
Dadá: la vanguardia culinaria
“El último bar de Buenos Aires.” A pesar de su brevedad, la frase con la que se promociona este lugar exagera en un punto –lo de “último”–, pero se queda corto en otro: Dadá es mucho más que un bar. Es un bistró en el que desde el mediodía hasta casi las tres de la mañana uno puede sentarse a tomar un cóctel –los clásicos y los de autor–, picar algo o comerse un señor-medallón-de-lomo con gratén de papas y mostaza dijon ($ 75), un risotto con langostinos ($ 68) o un fricasé de pollo ($ 49), por nombrar algunos de sus platos. Este, sin dudas, es uno de los plus: la cocina está abierta hasta la madrugada, por lo que es posible ir después del cine o del teatro. La mejor elección es sentarse en la barra –hermosa, decorada con venecitas multicolores– o ubicarse en una de las mesitas junto al ventanal.
Inaugurado hace 12 años en la misma cuadra que el noventista Filo –todavía en pie–, Dadá se convirtió en un icono del Bajo porteño y logró hacerse de una clientela fiel en la que conviven pacíficamente “bohemios–burgueses”, yuppies, artistas, bastantes turistas y parroquianos en general. Las noches de lunes, jueves y viernes son particularmente activas. El ambiente, con sus paredes pintadas con colores estridentes, los individuales y manteles de papel y el mobiliario con un dejo retro, recuerda un poco al extinto Café París, de la calle Rodríguez Peña.
Su dueño, Paulo Orcorchuk, comanda la brigada de cocineros, bartenders y camareras, todos distendidos y simpáticos, pero siempre profesionales. La carta de tragos es extensa e incluye algunos ineludibles como el Negroni ($ 29), el Cosmopolitan con almíbar de quinotos o el Absolut con maracuyá ($ 32), el fluido con más salida gracias a la fruta de moda. También hay una buena provisión de vinos y whiskies, que van desde los $ 22 hasta los $ 420 (Macallan 25 años).
Además de la carta fija, en las pizarras se anuncian tres platos que rotan a diario y suelen ser una opción de pasta, una de pescado y una de carne. Entre las entradas, una recomendación especial: la polenta grillada con hongos y parmesano ($ 38), imperdible. También están bien el guacamole con chips de papas y, para los menos arriesgados, los bastones de papa con mayonesa y curry ($ 26). Los postres versan entre lo clásico y lo frutal: crocante de manzana con helado ($ 18) o bavaroise de maracuyá y frutos rojos ($ 23).
Alrededor de las 21, el dimer se ajusta, la bossa gana lugar desde los parlantes y Dadá se convierte en un lugar del que uno nunca quisiera irse. O al revés: al que siempre querría estar volviendo.
Dadá queda en San Martín 941. Horario de atención: lunes a sábado, desde el mediodía hasta el cierre. Teléfono: 4314-4787.
Vrindavan: picante y el sacrificio del cordero
Es el más nuevo de los restaurantes indios del Microcentro, donde ya hay varios exponentes (Delhi Darbar, Delhi Mahal) de este tipo de cocina, muy especiada y de largas cocciones. Sus dueños son un matrimonio musulmán conformado por Mariela, una chica de Laferrere, y Rokonuzzaman Sikder (o “Rocky”), oriundo de Bangladesh y fanático de Maradona, quien emigró a la Argentina hace unos 15 años buscando trabajo. Vrindavan es su primer restaurante, si bien Rocky se entrenó algunos años en locales de comida étnica en Gales y Escocia. Todo lo demás son ganas, recetas familiares y un poco de improvisación. Tanto al servicio como al ambiente –sobre todo en términos de iluminación– le faltarían unos pequeños ajustes. Nada que no pueda resolverse con el tiempo.
El local, de dos pisos y ubicado donde antes funcionaba una parrilla, está decorado con tallas en madera, saris, tapices y elefantes traídos de la India. Las mesas son amplias y las sillas, confortables. A la vista está el tandoor donde se cocinan en el momento los naan (panes achatados) de varios sabores: cebolla, ajo, azúcar y coco, queso y el chapati, todos alrededor de 10 pesos. Llegan a la mesa acompañados por dos salsas, una verde, cilantrosa y picante –muy rica– y una roja, más suave.
Los novatos en la cocina india pueden optar por el menú degustación ($ 180 para dos o tres personas) que incluye un curry –de cordero, pollo o langostinos–, una porción de arroz basmati y cuatro platillos típicos. Los que buscan picor, en tanto, tienen dos platos para hacerse fuego la boca: el madras que incluye doce ingredientes o el vindaloo, con ghee (manteca clarificada), canela, jengibre, cúrcuma y clavo de olor, entre otras especias. Un detalle, al menos, de color: el chef mata personalmente algunos de los animales, como el cordero, que está presente en casi todos platos.
En cuanto a las entradas, conviene pasar de largo el shrimp butterfly (una pasta de langostino apanada, algo desabrida) y optar por los vegetable rolls ($ 20). Y para acompañar, té chai o lassi (yogur natural, banana y mango, $ 18). Por último, en el rubro postres es imposible fallar si se elige la copa de helado casero de kulfi (con pedacitos de cardamomo) y mango o maracuyá, refrescante y deliciosa ($ 25).
Por las noches, entre los comensales hay parejas, grupos de amigos y algunos extranjeros. Desde un LCD, las estrellas de la música india entonan hits pegadizos que uno se va tarareando al salir.
Vrindavan queda en Tucumán 874. Horario de atención: lunes a sábados, de 8 a 16 y de 18 a 24. Teléfono: 4326-8007.
Fotos: Pablo Mehanna
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