Domingo, 16 de octubre de 2011 | Hoy
ENTREVISTAS > EL MíTICO Y MíSTICO DIRECTOR CLAUDIO CALDINI
“Sobrevivió la dictadura militar encerrado en un jardín. Escapó a la India detrás de una utopía y perdió casi todo, hasta la razón. Fue expulsado de un ashram, internado en un manicomio. De regreso a Buenos Aires, quedó en la calle. Durante una década de errancia, tuvo treinta y seis domicilios provisorios y abandonó el cine. En los últimos años recaló como cuidador de una quinta del conurbano bonaerense. Allí vivió, humildemente. Entre las plantas y el silencio, en el trabajo manual, volvió a pensar en el cine. Una vez más, armado con una cámara prestada y tres rollitos de película virgen, volvió al ruedo.” Así presenta Andrés Di Tella a Claudio Caldini, el director mítico, místico y experimental que eligió como protagonista de Hachazos, su nuevo documental. En esta entrevista, el propio Caldini cuenta su historia.
Por Mariano Kairuz
Andrés Di Tella lo define como “cineasta secreto”, y lo más probable es que, por más que mucha gente vea su película Hachazos a partir de su reestreno en el Cosmos el próximo jueves, o se acerque a su libro del mismo nombre (editado por Caja Negra), Claudio Caldini no vaya a dejar de ser un cineasta secreto. Esto se debe a su propia voluntad: sus películas son difíciles de ver. Algunos cortometrajes extraordinarios como Ofrenda (probablemente las flores más hipnóticas de la historia del cine) o Film Gaudí (filmado en el Parc Güell de Barcelona) o la fantasmagórica La escena circular, o Heliografía (que filmó montado en una bicicleta, en la India) fueron compilados en un VHS que editó el Centro Rojas hace casi una década. Unos pocos fragmentos de su obra pueden verse en Hachazos, y el propio Caldini colgó varios de sus cortos en Internet (en su blog eldevenirdelaspiedras.blogspot.com y especialmente en su canal de YouTube, bajo el usuario CaldiniClaudio). Pero más allá de estas oportunidades más o menos dispersas, para encontrarse con su producción en súper 8 sólo hay una alternativa: que su autor se disponga a proyectarla en público –en su formato original–, cosa que ha hecho poco y nada en algo más de veinte años.
También es cierto que si desde mañana mismo el Malba, el Mamba y la Lugones le consagraran por completo sus salas durante tres meses, el contacto con un público masivo no estaría garantizado. Las películas de Caldini pertenecen a esa región marginal del cine que es el experimental, cuyas características no tienen mucho sentido tratar de definir acá: para buena parte del público alcanzará con saber que no son narrativas, así que no hay una trama que contar, e incluso si uno atisba a describir algunas sensaciones estimuladas por sus juegos de montaje, o su utilización subyugante de la luz, o su mirada sobre el entorno natural, o sus cualidades a veces espectrales, fracasaría inevitablemente en dar una idea sensible de cómo son estas películas a quien no ha visto ninguna de ellas. Es un cine vivo, que no puede contarse, que debe verse, para entrar o no entrar en él, para dejarse llevar o no. Tienen algo de experiencia intransferible, con perdón por el lugar común. La mejor definición posible la da Caldini en la película de Di Tella cuando dice que el cine es un intento por decir en imágenes lo que las imágenes no pueden decir, de la misma manera que tratamos de expresar en palabras, dice, lo que no puede decirse en palabras.
Uno de los aciertos de Hachazos, la película y el libro, es justamente que no intentan definir lo que no puede definirse. Di Tella colabora con el director de fotografía Guillermo Ueno, cuya sensibilidad busca crear cierta afinidad visual y sensorial con el universo de Caldini, sin tratar de explicar nada. Su idea eje consiste en acercarse a este universo contando la poco conocida historia de Caldini –y de este modo de parte de su generación de cineastas experimentales–, un poco como una biografía no lineal, que sigue un recorrido por momentos intenso, y sugiriendo, sin terminar de precisarla, que hay una línea que conecta esta vida y esa obra. Hacia el final de la película, Di Tella dice que Caldini encarna eso de “filmar como se vive, vivir como se filma”.
Y entonces cuenta y anticipa, en las primeras páginas de su libro, instigando la leyenda: “Experimentó hasta las últimas consecuencias la ruptura de los ’70. Sobrevivió la dictadura militar encerrado en un jardín. Escapó a la India detrás de una utopía y perdió casi todo, hasta la razón. Fue expulsado de un ashram, internado en un manicomio. De regreso a Buenos Aires, quedó en la calle. Durante una década de errancia, tuvo treinta y seis domicilios provisorios y abandonó el cine. En los últimos años recaló como cuidador de una quinta del conurbano bonaerense. Allí vivió, humildemente. Entre las plantas y el silencio, en el trabajo manual, volvió a pensar en el cine. Una vez más, armado con una cámara prestada y tres rollitos de película virgen, volvió al ruedo”.
El primer encuentro entre Di Tella y Caldini tuvo lugar cuando el primero era todavía un adolescente, en 1976, filmando un corto de Marta Minujín, amiga de Kamala (la madre de Di Tella, a quien él le dedicó su documental Fotografías) y en el que la participación de Di Tella consistía en tirarle paladas de tierra a la artista –vestida con poco más que una bikini–, y la de Caldini en filmarlo todo en súper 8. Di Tella no volvió a ver a Caldini en mucho tiempo, pero supo de su largo peregrinaje, y unos años atrás, junto con Ueno, asistió a uno de los talleres con los que Caldini estaba volviendo a la actividad; ese fue el origen del libro y de la película que comparten título.
Hablando de lo cual, ese título: Hachazos no aparece explicado en la película, no de manera explícita, pero en el libro sí hay algunos párrafos que delatan su origen más directo, y que tiene que ver con la adolescencia y la temprana formación cinéfila de Caldini. Su padre, un constructor que había creado una fábrica de galvanoplastia en Saavedra. También era fanático de la tecnología y había comprado una cámara de 35mm y varios proyectores, y muchos de los restos de películas que las distribuidoras norteamericanas de cine, cuando terminaba su recorrido comercial, vendían a las fábricas de pintura, donde se recuperaba el acetato. Para asegurarse de anular una nueva puesta en circulación comercial de esas películas, las distribuidoras hachaban las copias en pedazos, una práctica que continúa al día de hoy. Por lo que el padre Caldini se dedicaba, junto a un amigo, a restaurarlas, empalmando los fragmentos con cinta: así fue que Caldini se crió viendo muchas películas con pequeños y grandes saltos, y estuvo en contacto con las nociones esenciales de montaje desde chico. “Yo me acerqué al cine más por interés técnico que artístico, pero además encontré una poética ahí”, le dice a Di Tella. “Siempre me dio curiosidad, desde la infancia, cómo puede estar oculto ¡el mundo! dentro de placas sólidas de metal y cintas de acetato.”
Tras hacer unos cortos tempranos, ingresó a la escuela del Instituto de Cine, que estaba dirigida por un militar. Eran años –1971, ’72– muy poco estimulantes para el cine nacional, y esto pudo haber marcado en parte el rumbo no convencional de su carrera como cineasta. “Solamente había una o dos películas por año que valían la pena”, cuenta a Radar. “Tiro de gracia, de Becher, y The Players vs. Angeles caídos, de Fischerman, las películas del Grupo de los 5 y por ahí las primeras de Favio; pero el cine más industrial no me interesaba para nada.” Los años anteriores de cine extranjero habían sido muy estimulantes para un cinéfilo en Buenos Aires (en el Lorraine y las salas asociadas podías ver en muy poco tiempo La Vía Láctea, de Buñuel, Locas margaritas, de Chitilova, un ciclo completo de Antonioni, Buenos Aires era una fiesta para un cinéfilo), los que venían fueron un desastre.”
El primer interés de Caldini en la cultura de la India fue a través de “el sonido de los tamburas, en ‘Within you Without’, de Sgt. Pepper’s, cuando George Harrison transformó a los Beatles en una banda anónima de músicos indios, eso fue una revelación absoluta, que me quedó para toda la vida. Creo que en ese sonido estaba sintetizada toda la cultura y la filosofía de la India”. Pero además, Caldini había leído sobre el proyecto Auroville, una comunidad utópica anárquica fundada en 1968 por la francesa Mirra Alfassa, discípula del gurú Sri Aurobindo; y pronto se convirtió en su siguiente objetivo. Caldini hizo tres viajes a la India. Al volver del primero, en 1975, se encontró con una Argentina ya encaminada al desastre, a lo que en 1976 se sumó la desaparición de su amigo, el cineasta Tomás Sinovcic, a manos de los militares. Un hecho que terminó de marcar lo que para él era el destino de su generación, incluso la de los artistas que como él, aclara, jamás sufrieron una persecución política directa. “Entre 1976 y 1982 no podíamos hacer nada, salvo en el Instituto Goethe, donde podíamos ver lo que afuera estaba prohibido. Así que en un primer momento lo único que hice fue encerrarme a ver películas: para alguien que no era militante político, pero tenía alguna inquietud o sensibilidad artística, Buenos Aires se había convertido en un infierno.” En su segundo viaje a Auroville, en 1979, tuvo lugar su “episodio”, el brote que terminó en su internación psiquiátrica. En alguno de sus delirios místicos, llegó a creer que “el sol caía sobre la Tierra”, y que era su culpa. “Todavía hoy es difícil para mí decir qué pasó; pero si tuviera que hacer psicoanálisis de mí mismo, tuvo que ver con que la intensidad espiritual del ashram es demasiado grande, y cuando uno pasa mucho tiempo meditando, varias veces al día, y después sale al mundo real sin ninguna preparación ni protección, la nueva receptividad que te da la meditación es tal que el mundo exterior, con toda su violencia y su intensidad, se precipita sobre vos y tu conciencia de un modo que no lo podés asimilar.”
En los años siguientes, formó parte de la movida porteña más activa, trabajando creativamente como iluminador en los recién inaugurados Cemento y el Parakultural, trabajando con todos los personajes de época, de Batato al Clú del Claun y la Organización Negra; pero todavía volvería una vez más a Auroville, doce años más tarde. Esta vez, regresó desmoralizado, tras encontrarse con que “la comunidad se había burocratizado, había adquirido todos los vicios de un country club: estacionamiento, vigilancia, discriminación. Cuando la espiritualidad queda enmarcada en una estructura institucional, es el fin”. Para este último viaje, Caldini había vendido su casa, y cuando volvió a la Argentina no tenía nada: ni casa ni dinero ni trabajo. “A continuación me pasé diez años viviendo sin plata, sobreviviendo gracias a la generosidad de los amigos. En diez años tuve 36 domicilios diferentes. Era un vagabundo. Daba lástima.” Tras una década de ese “vagabundeo”, le llegó cierto alivio cuando consiguió trabajo como cuidador de una quinta en General Rodríguez, lo que le dio tiempo y espacio para “dedicarme a plantar árboles y flores y volver a filmar (su corto Lux Taal): fue como una residencia de artistas, una beca de cinco años para hacer esa película y para leer todo lo que no había podido leer en esos años. Fue también un gran período de asimilación, de reflexión sobre mi propio trabajo, lo cual me permitió volver a dar clases. Fue en ese tiempo que grupos de estudiantes que habían terminado su carrera de cine vinieron a buscarme para armar un grupo de estudio de cine experimental, y al terminar el primer año ya tenía como 15 alumnos”.
Caldini aceptó hacer la película de Di Tella en parte porque le habían gustado mucho sus documentales previos (menciona La televisión y yo y Fotografías), y por el resultado que había dado el libro. Pero no oculta sus discrepancias con varias decisiones de Di Tella respecto del montaje y la puesta de Hachazos, y de hecho, parte de esas discrepancias aparecen en la película, como la reticencia de Caldini a interpretar la leyenda de él mismo que Di Tella trata de poner en escena, a expresar en una imagen –actuada–, por ejemplo, la frase con que abren libro y película: “Un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una vieja valijita de cuero comprada en la India, en un tren que va de Moreno a General Rodríguez, por el suburbio oeste de Buenos Aires”.
“Hoy no soy un creyente del cine”, dice Caldini, “cuando veo una gran obra quedo fascinado, pueden impresionarme la técnica y la puesta en escena, pero creo que la historia del cine ya está, ya se terminó. Lo que se produce ahora, el cine independiente, no es cine, es una variación hecha en video con una mixtura del lenguaje de la televisión. No se puede hacer montaje en video como si fuese cine, no funciona, y es una de las cosas que le critico a Hachazos: cuando uno graba en video, todo debe estar en la toma, no puede hacer picadillo la toma, luego juntar los pedazos y juntarlos y pretender que eso genere un sentido. En Hachazos no hay unidades temporales y espaciales íntegras. Estas son todas cosas que yo le dije a Andrés en cuanto vi la película terminada y por las que al principio se deprimió; pero después le dije también que me había reconciliado con la película, que consideraba que estas diferencias eran parte del riesgo de filmar y que en definitiva lo que me pasa con la película es lo que me pasa hoy con el cine: me interesa más todo lo que pasa alrededor de la película que la película en sí. Hay algo que me gusta de Hachazos que es su espontaneidad; casi todas las escenas fueron hechas sin ninguna preparación. Pero lo que más me interesa del proyecto es todo lo que lo rodeó: desde nuestro reencuentro con Andrés, a la incorporación de Ueno y Andrés a mi taller, todo que incorporó Andrés en su blog, la filmación, el proceso de regreso mío a la actividad que se produce entre el 2008 y hoy. A esto me refiero con el fin de la cinematografía: es más interesante Internet, los blogs, el proceso de redacción, que una película terminada. La idea de tener entre 50 y 200 personas sentadas en una sala mirando una grabación no me parece interesante, es el colmo de la pasividad: prefiero el teatro, la performance; el concierto de rock ya en 1960 planteaba que el cine estaba dejando de ser la forma artística central del siglo XX. Hay que tender a todo lo que sea en vivo, esa es la dirección de la obra de arte total que fue la ópera a fines del XIX, luego el cine, y el rock. El cine ya no está sucediendo en los cines, sino en otra parte; el contacto directo entre artista y público ha sido siempre el programa básico de todas las vanguardias”. Por eso es que hoy Caldini acepta las invitaciones de algunas bandas independientes para hacer funciones visuales con ellos, y que planea, para el inminente reestreno de Hachazos, con Di Tella, hacer una performance en vivo con varios proyectores, semejante a lo que puede verse breve y fragmentariamente hacia el final de la película.
Y tratar de seguir respondiendo al que probablemente sea el tema que recorre todo su cine, desde siempre. “El éxtasis”, en sus palabras: “La búsqueda de lo maravilloso, que es lo que tanto nos fascina en la infancia, aquello que excede la realidad de nuestra percepción. Lo que decimos que es bello porque nos supera, en tanto obtenemos más de lo que esperamos, en tanto supera nuestra receptividad. Porque la función del arte es ésa en definitiva: hacernos creer que el mundo puede ser un lugar maravilloso”.
Hachazos vuelve al cine del 20 al 22 (y los siguientes fines de semana de octubre) a las 20.30, en el Cosmos, Av. Corrientes 2046.
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