Domingo, 16 de octubre de 2011 | Hoy
ENTREVISTAS > CACHO MANDRAFINA: CUATRO DéCADAS DE HISTORIETA
Discípulo directo de Alberto Breccia, dibujante de guionistas como Trillo y Saccomanno, hacedor de personajes como Savarese y El Condenado, Domingo “Cacho” Mandrafina lleva más de cuatro décadas viviendo de un oficio que desde el primer día creyó que se iba a extinguir. Ahora que la revista Fierro en su número aniversario acaba de editar completo su último trabajo junto a Carlos Trillo, Mandrafina recorre su carrera, que permite reconstruir la larga evolución de ese fin que, por suerte, nunca llega.
Por Martin Perez
El clima, la narración y la interpretación del guión. Esas tres cosas son las que decide el dibujante en una historieta. Porque la historia, por supuesto, es del guionista. Los diálogos, también. Pero el director de esa historia –de esa historieta– es el que la planta sobre el papel. Y es, por lo tanto, el que decide cómo hay que contarla. Si hay que acortar o alargar una secuencia, o si hace falta agregar o sacar un cuadrito. Todo, por supuesto, al servicio del relato. Porque, si bien un guión de historieta nunca debe ser como un guión de cine, el director de la película es, sin dudas, el dibujante. Y uno de los mejores directores-de-historieta que hay en ese semillero del género que es la Argentina, Domingo “Cacho” Mandrafina, es quien explica de esta manera, y mejor que nadie, lo más importante de un oficio del que vive desde hace ya más de cuatro décadas. Aunque asegura que no le interesa la docencia, el coautor de personajes míticos como Savarese o El Condenado asegura que dibujar, dibujamos todos. Al menos en nuestra infancia. Y un dibujante profesional, se podría decir, es simplemente alguien que lo sigue haciendo cuando los demás dejan de hacerlo. Para Mandrafina, según confiesa, dibujar siempre fue algo natural. Lo que tuvo que aprender es a contar. Y el que le enseñó cómo hacerlo fue nada menos que el mítico Alberto Breccia, que aunque supo ser su profesor durante un lapso bastante breve, fue quien le devolvió la pasión por la historieta como para dejar de lado su trabajo en un estudio contable, y soñar con convertirse en un profesional. “La frase de que un dibujante es como un director de cine, es cien por ciento suya: directamente del maestro al discípulo”, asegura con una sonrisa un historietista que casi se podría decir que nació siendo un clásico, con sus claroscuros, sus climas y los rasgos de sus personajes. Y que, después de cuarenta años en los que ha trabajado con los guionistas más importantes de Oesterheld para acá y en todas las revistas que fueron sinónimo del medio, lo sigue siendo. Un clásico que piensa siempre antes en lo que está contando que en lucirse con el dibujo, y en el lector y la historia antes que en cómo sale en la foto. Algo que demuestra magistralmente en La guerre des magiciens, la saga que actualmente está realizando para Francia con guión de Carlos Trillo y Roberto Dal Pra’, cuyo primer y hasta ahora único tomo, titulado Berlín para su publicación por la editorial francesa Delcourt, acaba de ser publicado en la revista Fierro bajo el nombre de “El tiempo del mal”. “Por suerte Carlos alcanzó a ver publicado el primer tomo en Francia”, asegura Mandrafina con una sonrisa, recordando con cariño al amigo de más de tres décadas, recientemente fallecido. Pero refiriéndose en realidad a su legendaria lentitud a la hora de terminar con sus trabajos, algo que también lo ha acompañado durante toda una vida de dibujante clásico, un historietista esencial dentro de la historia del género en estas tierras que parecen, de manera inverosímil e inexplicable, según se sorprende aún hoy el generalmente pesimista Cacho, seguir necesitando historietas.
Cuando habla de Alberto Breccia, a Mandrafina se le iluminan los ojos. “Para mí, era un tipo extraordinario”, asegura Cacho, que reconoce que era duro, e incluso podía llegar a ser demasiado cáustico como docente. “Pero su capacidad para transmitir conocimientos era notable”. Hasta que lo conoció, Mandrafina pensaba que los tiempos de la historieta se habían acabado. Algo lógico para un joven que había crecido expuesto a la edad de oro del género como lector. Criado en pleno centro de la Capital, en Carlos Pellegrini y Arenales, en una manzana que ya no existe porque se fue demolida para hacer lugar a la 9 de Julio, Cacho recuerda que, aunque su padre no terminó la primaria, leía todo lo que caía en sus manos. Y le enseñó a hacerlo, a los 3 o 4 años, leyéndole “Chapaleo”, la historieta de Eduardo Ferro que salía en La Razón. Así fue como creció siendo un fanático del papel impreso, y de la historieta, recordando con cariño incluso revistas como El Tony Semanal y El Gorrión. No es casualidad que para él, aún hoy, la historieta se tiene que leer como se leía entonces, como se leyó siempre por estos pagos: en revistas que compilen historias y dibujantes diversos. “En vez de hacer como muchos de mis amigos, que era lo primero que leían, siempre guardaba mi preferida para el final”, asegura Cacho, que cuenta que no sabía nada de firmas, pero que nada casualmente sus preferidas eran las ese gran renovador de la historieta que fue el norteamericano Milton Caniff, y su discípulo Harold Robbins. Y que la gran historieta de la época, sin dudas, fue el “Sargento Kirk”, dibujada por el mejor discípulo de Caniff más allá de las fronteras de los Estados Unidos: el italiano Hugo Pratt, en ese entonces afincado en Buenos Aires. “No teníamos ni idea, pero algo debíamos saber, para elegir entre las historietas del oeste justo a la que se hacía acá”, dice al referirse a la historieta que comenzó publicándose en Misterix, y luego en Frontera, con guión de Oesterheld. Cuando se le pregunta qué quería ser entonces, de chico, Mandrafina asegura que ya desde entonces quería ser dibujante de historietas. Pero que terminó abandonando su lectura cuando fue creciendo, y buscando otros destinos en la vida. Pasó a leer policiales, recuerda, y empezó sus estudios. “Seguía dibujando en los apuntes, pero no pasaba de garabatos como los que uno puede hacer en un papel cuando habla por teléfono”, señala. Cuando decidió dejar de engañarse y volver al dibujo, al cumplir veinte años, pensó que la historieta estaba acabada. Y no le faltaba razón: la época de oro había terminado, y aún no había comenzado su rescate. “Por entonces se buscaba rebautizarla”, recuerda Mandrafina. “Breccia decía que así como estaba la camisa y la camiseta, estaba la historia y la historieta. Que con el propio nombre se la minimizaba. Por eso en aquel entonces era que empezaban a decirle cosas como Literatura Dibujada”. Aun sin dejarse tentar por semejantes revisionismos –“siempre me gustó decirle historieta”, confiesa con una sonrisa–, fue conocer a Breccia y que el género de su infancia le volviese al cuerpo. Por entonces, el maestro estaba mudando de piel, dejando atrás su época clásica y empezando a experimentar con collages, una mutación cuya bisagra fue las apenas tres magistrales páginas de Richard Long, que realizó con Oesterheld. “Siempre decía que era un guión más largo, y que él lo había resumido”, revela Mandrafina. Y agrega, revelando sus gustos clásicos, y su carácter de orgulloso alumno de Breccia, sí, pero de este lado de los experimentos: “Me encanta, pero para mí gusto se pasó, y le quedó apenas un resumen”.
Al recorrer las más de cuatro décadas de Mandrafina dentro del género, es posible resumir la historia de la historieta local luego de la época de oro. Porque sus primeros trabajos fueron para Patoruzito, donde dibujó cosas menores como el gol número 1000 de Pelé, pero su primer logro fue empezar a colaborar con Columba, la editorial que encarnaba la industria local del género, bajo la guía del director editorial Antonio Presa. “Nuestro lector compra la revista en Once y le tiene que durar hasta Moreno”, recuerda Mandrafina que resumía Presa a sus productos. Por entonces, a comienzos de los ‘70, Columba era la editorial del establishment, y para no arriesgarse a tener que dibujar historias con las que no se sintiese de acuerdo, Mandrafina arrancó trabajando para Intervalo, la revista de la editorial orientada hacia el público femenino. “Presas me dio mi primera lección, el día que rechazó mis primeras muestras”, recuerda Mandrafina. “Yo era fanático de Del Castillo, el preciosista dibujante de “Randall”, y él me dijo que dibujando así me iba a morir de hambre, porque no iba a terminar nunca las páginas.” Con el trabajo en el estudio contable abandonado para trabajar junto a Lito Fernández, uno de los dibujantes del momento, Mandrafina comenzó a conocer ese mundo. “En Columba se pagaba religiosamente el cuarto martes de cada mes”, recuerda. “Así que durante ese fin de semana no te podías encontrar con nadie: estábamos todos encerrados tratando de terminar como sea todas las páginas posibles, para cobrar unos mangos más.” Ascender en Columba significaba pasar al color: “A nadie le gustaba, porque era un color horrible. Pero se cobraba casi el doble”. Y la cumbre era la serie, algo que logró con la inolvidable “Savarese”, con guiones de Robin Wood, la estrella de la editorial. “Desde el comienzo supimos que íbamos a recorrer todo el arco de vida de un personaje, desde la juventud hasta la adultez, así que como modelo tomé a un dibujante al que veía todos los días, Rubén Marchione”, revela. Ante el peso de la tradición que imperaba en Columba, la aparición de la editorial Record y su revista Skorpio significaron un alivio para el mundo de los dibujantes. Para ellos, Mandrafina haría su otra serie inmortal, “El Condenado”, junto a Guillermo Saccomanno. “Si para Savarese, Wood se inspiró en El Padrino, acá la inspiración fue Papillón”, confiesa Mandrafina, que junto a Saccomanno está tratando de revivir un personaje que nunca dejaron de hacer durante mucho tiempo. A pesar del trato más familiar, tanto Columba como Record mantenían costumbres que hoy serían impensables, como retener los originales de los autores, quienes perdían todo derecho sobre los mismos. Por eso es que Mandrafina no tiene ni un dibujo de aquellas primeras épocas. “Lo único que tengo es el original de una página de ‘Savarese’, doblado al medio”, cuenta. “Me lo trajo de regalo el negro Gustavo Trigo al volver de un viaje a Europa. Lo debe haber descubierto en algún lado, lo dobló y lo rescató”, explica Cacho, que dejó de dibujarlo cuando cerró Columba, luego de la hiperinflación de fines de los ‘80. “Igual ya se había medio agotado la historia, porque el arco temporal del personaje se había completado”, aclara, y revela que sigue en contacto con Wood, ya que cada tanto negocian una reedición. “Lo volvería a dibujar, ¿por qué no? Pero esos contactos son cada vez más esporádicos.”
Si en la historieta son los personajes los que aseguran la inmortalidad de un autor, la vitalidad suele estar en otro lado. Y más durante los ‘80, una época en que empezó a inventarse el concepto de comic de autor. Así que si Mandrafina tal vez se haya asegurado un lugar en la historia por sus personajes, como Savarese o El Condenado, su momento más vital fue cuando se juntó con Carlos Trillo, y empezaron a publicar las obras de su propia época de oro, que nada casualmente vieron la luz en una nueva editorial, a tono con esos nuevos aires, De La Urraca. “Las propias revistas te alentaban a intentar otras cosas, porque eran diferentes”, explica Mandrafina, refiriéndose a revistas como SuperHumor, conceptualmente diferentes a Skorpio o El Tony. Junto a Trillo, Mandrafina asegura haber descubierto una veta nueva, cercana a la ironía. Aquellas metahistorietas comenzaron de manera admirable, con la serie muda, cuyo puntapié inicial fue un guión sobre un mago, que Trillo en realidad escribió originalmente para Killian. “Cuando me lo mostró, recuerdo haber pensado: qué bueno que no tengo que dibujarlo yo. ¡Porque iba a dar mucho trabajo!”. La comedia kafkiana de aquellos guiones irremediablemente remitían al lector al estado de las cosas: fin de la dictadura, cosas que no se podían decir pero estaban empezando a decirse. “Pero nunca fue algo explícito”, asegura Mandrafina. “Nunca nos sentamos a decir: hablemos ahora de la censura. O de los desaparecidos. Claro que lo que sucedía a nuestro alrededor terminaba apareciendo. Incluso nosotros lo terminábamos viendo en lo que hacíamos. Nos dábamos cuenta, no éramos ingenuos. Pero no eran cosas que poníamos ahí a conciencia”. Si Columba vivió con el mercado interno, y Record nació vendiendo las historietas a Europa, cuando la hiperinflación barrió con todas las editoriales locales, los dibujantes y guionistas más conocidos siguieron trabajando, pero directamente con las editoriales europeas. Y ese cambio es el que, para Mandrafina, explica que la calidad, libertad y ambición hasta entonces siempre ascendente de sus trabajos –de “Savarese” a “El Condenado”, y de ahí a sus trabajos con Trillo haya encontrado una meseta. “Cuando dejamos de trabajar para acá, algo se perdió”, calcula. “Recuerdo la sensación que me producía cuando me iba en tren a mi casa en Padua, y al lado mío alguien leía una historieta que yo había dibujado un mes atrás. Y eso fue algo que no sentí más”. Convencido de que para que haya historieta tiene que haber editoriales, un Mandrafina que confiesa que ya no lee historieta asegura que por las nuevas generaciones de dibujantes locales, que siguieron el oficio casi a la intemperie, sin editoriales grandes dándoles trabajo y autoeditándose si era necesario, sólo tiene admiración. “Siempre digo que el mundo estuvo más tiempo sin historietas que con ellas, así que debemos ir acostumbrándonos a que algún día ya no estarán más. Pero al mismo tiempo me sorprendo cuando no deja de acercarse gente con ganas de mostrarte sus dibujos. Hay que aceptarlo, éste es un arte popular. Y mientras exista esa necesidad, mientras haya gente con ganas de dibujarlo y ganas de leerlo, no va a desaparecer”.
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