Domingo, 19 de junio de 2011 | Hoy
VALE DECIR
Si es verdad aquello de que hasta los 30 uno tiene la cara que le ha tocado y de ahí en adelante la cara que se merece, más perturbador es todavía enterarse de qué cara ponemos durante un orgasmo (o peor aún, por qué pusimos esa cara): ¿será acaso la única que nos sale? ¿O es la cara del polvo que supimos conseguir? Sin ánimos demasiado científicos, Richard Lawrence y la australiana Lauren Olney crearon en 2004 el sitio Beautiful Agony (www.beautifulagony.com) subiendo videos en los que se ve a amigos de ambos teniendo un orgasmo. La página, que lleva como subtítulo “Facettes de la petite morte” (Rostros de la pequeña muerte), fue todo un éxito y hoy es un servicio pago que se nutre de cientos de videos grabados y enviados por aficionados.
Los videos muestran sólo las caras de los participantes, del cuello para arriba, exhibiendo una variedad sorprendente de contorsiones faciales y corporales, expresiones (desde los que parecen a punto de parir o de morirse hasta los que parecen haberse quedado dormidos durante el acto), gestos (mordeduras de labios, ojos que parecen salirse de sus órbitas, y un largo etcétera), duraciones (de los 20 segundos a la hora y pico y más allá) y acompañamientos vocales que han convertido al sitio –para citar a la revista barcelonesa especializada “en cultura sexual” Ran– “en una performance artística brutalmente honesta y extrañamente erótica que no deja indiferente al espectador, suscitando fascinación, repugnancia, excitación, inquietud, encanto, admiración o ninguna de las nombradas”. En cuanto a si lo de Beautiful Agony es arte, algo de eso habrán pensado los curadores de la exposición Face Contact, que hasta el 24 de julio forma parte de la prestigiosa muestra PHotoEspaña 2011 en el teatro Fernán Gómez de Madrid.
¿Qué es lo que tienen esas imágenes que las hace tan sugestivas y poderosas? Para Richard Lawrence, “hay una pérdida de control que sucede durante el orgasmo que nos hace vulnerables y bellos de un modo extraño, como la buena escritura que muy a menudo viene de algún desconocido lugar honesto y profundo”. Por unos segundos, las caras se iluminan, las bocas se abren, los ojos se cierran, se frunce el ceño y se aprietan los dientes, imitando una expresión demasiado parecida a la del dolor, lo que lleva a preguntarse cuál es la conexión entre una y otra sensación (y a los historiadores del arte a seguir discutiendo si el rostro en trance de la santa retratada en la maravillosa estatua de Giovanni Lorenzo Bernini llamada El éxtasis de Santa Teresa, no es acaso la expresión de un estado orgásmico).
El tema es que el orgasmo sigue siendo un misterio y un tabú y aunque no está del todo mal que parte de ese misterio se preserve, ha habido algunos saludables avances desde el siglo XIX. Es decir, desde que los médicos recetaban un orgasmo a las encorsetadas esposas victorianas del siglo XIX cuando las aquejaban algunos de sus “habituales ataques de histeria” –mientras que sus maridos resolvían sus neurosis fuera de casa, con prostitutas–, o sencillamente se los administraban con electrodos conectados a una batería gigante. Siguiendo una línea similar, los autores del libro The Orgasm Answer Guide, Beverly Whipple y Sara Nasserzdeh, trazan una historia del orgasmo como tratamiento médico y compilan las sorprendentes recomendaciones hechas por los principales textos religiosos (aunque sólo dirigidas a los varoncitos): Martín Lutero recomendaba dos orgasmos a la semana; El Corán uno; Zaratustra uno cada nueve días; el hinduismo entre tres y seis al mes, y el Talmud rabínico, entre una vez al día y una vez por semana, “dependiendo de la ocupación del hombre”.
Hoy hay casi un millón de páginas web sobre el orgasmo, por lo general mucho menos sofisticadas que Beautiful Agony, y en consiguiente, corren por ellas mucho caos y desinformación, infinidad de falsos rumores (desde la relación entre largo del pene y el placer femenino al mito de que un buen polvo quema las calorías de dos medialunas de manteca), y datos no comprobados (como que el semen podría prevenir el cáncer de mama, o los infartos). Mientras tanto, los investigadores hacen lo que pueden, con sus cada vez más potentes escáneres, para tratar de observar qué se prende y qué se apaga en el cerebro de uno cuando es masturbado por su pareja: se sabe, por ejemplo, que una zona en la parte más frontal del sistema límbico se enciende durante el coito, a la vez que durante el orgasmo se apagan las zonas productoras del miedo.
Una cosa es segura: si es cierto que el orgasmo es un asunto más cerebral que genital, dado lo incompleto que sigue estando el mapa del cerebro humano para la ciencia, éste va a seguir siendo, paradójicamente, un asunto de nunca acabar.
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