Domingo, 17 de abril de 2005 | Hoy
PáGINA 3
En 1998, cuando estaba en Los Angeles para el rodaje de El club de la pelea, fui con algunos amigos al museo Getty. Todas esas antigüedades, objetos decorativos, todas las galerías de cosas observadas por turistas silenciosos, mis amigos y yo. Ese desfile sin fin de obras maestras fue demasiado. Abrumador, como puede ser abrumador pasar el día en una feria callejera cuando tus ojos encuentran un nombre para cada objeto, un lugar en la historia, una historia. Demasiadas historias famosas amontonadas en una colina sobre Los Angeles.
Por supuesto, convertí ese día en un cuento.
En los años ‘70, cuando era niño, los museos eran más accesibles. Uno iba a las galerías para destrozar las bellas artes. Uno tomaba un martillo y destrozaba la nariz de La Piedad. O besaba un cuadro y dejaba rastros de lápiz labial. Uno trataba de pintar con aerosol la Mona Lisa o poner una bomba para volar algunos Miró. En estos días, por supuesto, el Getty tiene guardias y Plexiglas y detectores de movimientos.
Así que, paseando con mis amigos, les pregunté: “En vez de robar o atacar el arte establecido, ¿qué sucedería si un artista frustrado tratara de colar sus obras en los museos del mundo? Este artista pintaría un cuadro, le pondría un marco y cinta scotch para ocultarlo bajo su sobretodo. Llegaría aquí como nosotros, abriría su sobretodo y colgaría su trabajo en la pared, justo ahí, entre los Picasso y los Renoir”.
Esta pequeña trama se convirtió en un cuento, llamado “Ambición”, y en un guión. Después envolví ese cuento de un artista desesperado por encontrar un lugar en la Historia en una novela llamada Haunted.
El mes que viene, el cuento y la novela serán publicados.
El 13 de marzo, el Museo Metropolitano de Arte encontró un hermoso retrato de una mujer con una máscara de gas –enmarcado en oro– colgado en la pared de su galería. El 16 de marzo, el Museo de Brooklyn encontró un retrato de un oficial del siglo XVIII que sostenía un tubo de pintura en aerosol. El Museo de Arte Moderno encontró otra pintura el 17 de marzo: esta vez era una lata de sopa de crema de tomate. El Louvre y la Galería Tate también han encontrado cuadros similares colgados de sus paredes.
De acuerdo con el New York Times, todo es obra del artista de graffitis británico Bansky, que usa un sobretodo y una barba falsa cuando cuelga sus piezas entre las obras maestras.
¿Coincidencia? ¿O todos somos la misma persona mucho más de lo que queremos admitirlo? Mis pensamientos son tan similares a tus pensamientos que apenas pueden ser llamados propios. Otro se hará rico cantando en la radio sobre tu más oscura fantasía, la que mantenés enterrada.
¿Es mejor ocultar tu idea oscura y esperar que los demás hagan lo mismo, o es preferible representarla y compartirla?
Cuando escribía El club de la pelea, hablaba con mis amigos sobre la idea de un proyectorista que introdujera fragmentos de porno en películas familiares. Un amigo me dijo que no la usara, alegando que induciría a la gente a salpicar todo de porno. Cuando el libro se publicó, muchísimas personas me escribieron diciendo que ya habían introducido sexo en películas de Disney, que habían meado comida en restaurantes e incluso organizado clubes de pelea. Desde hacía décadas.
Aun así, ¿cuándo hacemos más daño? ¿Cuando compartimos nuestras fantasías oscuras, cuando las exploramos en cuentos, canciones o pinturas, o cuando las negamos?
Las historias son la forma en que los seres humanos digieren sus vidas: convierten los hechos en algo que podemos repetir y controlar, contándolos hasta que se agotan. Hasta que ya no consiguen una carcajada, una lágrima o una sorpresa. Hasta que podemos absorber, asimilar los peores eventos. Nuestra cultura digiere hechos al hacer cada vez versiones más pequeñas del original. Después que un barco se hunde o una bomba explota –la Tragedia Original– tenemos la versión que dan las noticias, la versióncinematográfica, la versión de la radio, la versión del blog, la del videogame, la de la Cajita Feliz de McDonald’s, la del chiste de Los Simpson. Ecos que se desvanecen.
Luego dejamos de contarla, como la historia graciosa que uno cuenta en las fiestas, la historia que siempre hace reír, la historia de cómo una vez tomaste un ácido y te comiste un abrigo de piel. No porque deje de hacer reír a la gente sino porque digerimos los hechos. Ya está resuelto, y contar la historia ya no le sirve al narrador.
Quizá por esta razón Radiohead ya no toca “Creep” en sus conciertos.
Quizá sea la razón por la que soñamos, una forma compulsiva de contar historias, de procesar la experiencia como la comida en nuestras tripas, aun dormidos.
Pero las historias que tenemos miedo de contar, de controlar, de crear... Esas nunca se agotan, y nos matan.
Al menos eso les digo a mis amigos cuando me hacen callar. Para no darle a la gente ideas nuevas. Esta es mi historia sobre contar historias. Mi manera de digerir lo que hago.
Le digo a la gente: cuanto antes contemos una historia, más rápido podremos agotarla y convertirla en un cliché; así, la idea tendrá menos poder.
Hasta el siglo pasado, las religiones solían darnos un lugar para contar incluso nuestras peores historias. Visualizar nuestras más terribles intenciones. Una vez por semana, los pecados se podían convertir en historias, y contarlas a los pares. O al líder, que te perdonaría y te aceptaría de nuevo en la comunidad. Cada semana uno se confesaba y era perdonado y recibía la comunión. Uno nunca quedaba fuera del grupo porque contaba con una liberación periódica. Quizás el aspecto más importante de la salvación sea tener este foro, este permiso y esta audiencia para expresar nuestras vidas como una narración.
Pero la iglesia se ha convertido en un lugar donde la gente va a verse bien, en vez de ser el lugar seguro donde pueden arriesgarse a verse mal; estamos perdiendo nuestro foro regular para contar historias, y también la salvación, redención y comunión que permite.
Ahora, en cambio, la gente va a grupos de terapia, programas de recuperación de doce pasos, chat rooms, líneas de sexo telefónico y hasta talleres literarios para convertir sus vidas y crímenes en historias, para expresarlas y corregirlas, y así ser reconocidos por sus pares. Y devueltos al redil una semana más. Aceptados.
Dada nuestra necesidad de transformar en historias las partes más oscuras de la vida –sobre todo las partes más oscuras–, dada nuestra necesidad de contarles esas historias a nuestros semejantes, y nuestra necesidad de ser escuchados, perdonados y aceptados por nuestra comunidad... ¿por qué no empezar una nueva religión?
La llamaríamos la “Iglesia de las Historias”. Sería un lugar de representación donde la gente podría agotar sus historias en palabras, música o esculturas. Una escuela donde la gente aprendería habilidades que le permitirían controlar su historia y, así, su vida. Sería un lugar donde la gente podría salir de su vida y reflejarse; podría distanciarse lo suficiente para reconocer los patrones aburridos o los miedos irracionales o un carácter débil, y comenzar a cambiar. Para editar y reescribir su futuro. Como mínimo sería un lugar para que la gente se desahogue y sea escuchada, y en este punto, quizá, pueda seguir adelante.
Sería un foro lo suficientemente seguro como para poder verse mal y expresar ideas terribles.
En la historia moderna, mucha gente frustrada e impotente se acercó a las iglesias. Durante los últimos años de segregación, la gente se encontró en iglesias y reconoció que no estaba sola. Sus problemas personales no eran únicos. Esta “Iglesia de las Historias” le daría a la gente un foro para conectarse. Tendríamos un lugar y un tiempo y un permiso regular para contarnos historias. En vez de ignorar esta necesidad o satisfacerla en Starbucks, en esa ventana de tiempo creada por un capuchino –en vez de usar una falsa barba y pegar nuestra historia en la pared de una galería de arte–, le daríamos a la gente el permiso y la estructura que necesita para reunirse. Para contar historias. Para contar mejores historias. Para contar grandes historias. Para vivir grandes vidas.
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